En el devenir de Miguel tuvo un peso decisivo el ejemplo de los suyos: abuelos y padres Arnaud y Gratianne. Ahora bien, el detonante de la inspirada elección que hizo para su vida fue la autoridad moral de la madre, estricta con él. Reconoció que sin ella pudo haberse convertido en un malvado. Es otra prueba del alcance que toda familia tiene en el acontecer de los hijos, inigualable ante cualquier otra vía formativa.
Nació en Ibarra, Bayona, región fronteriza entre Francia y España, el 15 de abril de 1797. Algunos lo consideran el primer vasco canonizado. Era el mayor de seis hijos. Desafiando los rigores de la Revolución francesa, sus padres, que no tenían medios económicos, acogían a los sacerdotes fugitivos en su casa, hasta que Arnaud podía conducirlos en secreto a España.
Miguel era robusto, de gran fuerza física, y un temperamento impetuoso, violento y combativo que mostraba a la primera de cambio. En medio de su rudeza pervivía un torrente de sensibilidad que, en su momento, llevado por su gran ardor místico le haría verter muchas lágrimas.
En esa época Gratianne le enderezaba con buenos consejos que él siempre recordaría. Con una pedagogía clara, sencilla, plagada de ejemplos, su madre le enseñaba a discernir el bien del mal. Así aprendió la gravedad del pecado y se propuso conquistar el cielo porque ella le había dicho: “El cielo es la casa de Dios”.
En su ingenuidad creyó que subiendo a la cima de una colina con su rebaño podría alcanzarlo. Un día, al ver que no podía llegar al firmamento, encaminó sus pasos hacia otra y luego hacia una más alejada hasta que anocheció y tuvo que dormir al raso con las ovejas.
Cuando regresó al día siguiente, nadie le recriminó, pero ese deseo de ir al cielo lo mantuvo vivo en lo más hondo de su ser. En la escuela donde ingresó en 1806, destacó entre todos los alumnos. Dos años más tarde abandonó los estudios para ayudar a su familia. Era pastor en Oneix en la granja propiedad de la familia Anghelú.
Siempre llevaba consigo un libro. En 1811 recibió la Primera Comunión. Una de las características de su vida fue su amor a la Eucaristía. En 1813 comunicó a sus padres que quería ser sacerdote. La falta de recursos económicos pesó en su juicio negativo, hasta que los convenció la abuela que le enseñó a decir a Dios: “¡Heme aquí!”.
Ella recorrió 10 km. para hablar con el párroco de Saint-Palais y logró que acogiese en su casa a Miguel y le preparase a cambio de algunas tareas. No fue fácil para él combinar labores domésticas y estudios, pero cosechó el fruto de su tesón. Su mal temperamento aún le proporcionaba malas pasadas.
Y fue transformándolo a costa de esfuerzo, extrayendo lecciones ejemplares: “En el obispado, tenía que soportar a menudo el mal humor de la cocinera, y yo me vengaba limpiando alegremente las ollas y las cazuelas; ella acabó ocupando su tiempo libre en coser mis pañuelos y en lavarme la ropa”.
Completó estudios eclesiásticos en varios seminarios. Los formadores al ver su aprovechamiento le destinaron al seminario de Saint-Sulpice, donde iban los más destacados. Pero el obispo, temiendo perderlo, le retuvo en el seminario de Dax. Su piedad hizo que fuese comparado con san Luís Gonzaga.
En 1821 impartió clases en el seminario menor de Larressore mientras seguía los estudios de teología. Se ordenó en 1823 y partió a Cambo como vicario de un anciano sacerdote que estaba paralítico. Y rápidamente fue conocido por su caridad, la profundidad de sus sermones, la labor catequética y su dedicación en el confesionario, en el que tantas veces permanecía quedándose sin comer.
El Padre celestial fue una de sus pasiones. Decía: “¡Padre, aquí estoy!”. “Dios es Padre; hay que entregarse por completo a su amor, hay que contestarle: ‘¡Aquí estoy!’”. Su fortaleza física le permitía realizar numerosas penitencias. Y el domingo compartía con los feligreses el juego de la pelota vasca.
Después oraba ante el Santísimo. Su lema era “Fiat Voluntas Dei”. El obispo de Bayona lo nombró profesor de filosofía y administrador del seminario mayor de la diócesis, establecido en Betharram, junto a un santuario mariano enclavado al pie de una colina, del que fue su capellán.
Fue confesor de Isabel Bichier des Ages. Y al tratar con ella y con la fundación instituida junto a san Andrés Fournet, las Hijas de la Cruz, se sintió atraído por la vida religiosa. Además, como responsable del seminario había visto los resultados de un inadecuado enfoque anterior en su gestión.
Entonces se dijo: “formaré sacerdotes que, por su obediencia, consolarán el corazón de sus obispos”. En 1832 hizo un retiro de un mes de duración con los jesuitas de Toulouse, pero no parecía que fuese su lugar. El P. Le Blanc, director espiritual de la comunidad, lo tuvo claro: “Dios quiere que sea más que un jesuita; siga su primera inspiración, que creo que le viene del cielo, y será el padre de una familia que será hermana de la nuestra…”.
Seis años más tarde, junto a otros cinco sacerdotes que lo eligieron como superior, contando con la aprobación del obispo de Bayona, Miguel puso los pilares de los “Sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús de Betharram”, nombre que recibieron en 1841. No fue fácil. Surgieron graves disensiones entre los integrantes de la fundación, y él tuvo que sufrir mucho en un proceso que se alargó hasta el final.
Un día confió al prelado Lacroix: “¡Cuán laborioso resulta el alumbramiento de una congregación!”. En 1853 perdió la salud que había disfrutado siempre al sufrir un ataque de parálisis que se repitió en 1859. “No tengan miedo, decía a los cercanos, seguiremos todo el tiempo que Dios permita”.
Se recuperó, pero en 1863 sufrió otra crisis, que fue definitiva, y murió el 14 de mayo de ese año. En 1870 la nueva congregación fundada por él salió adelante con las directrices que concibió para ella. Pío XI lo beatificó el 10 de mayo de 1923. Y Pío XII lo canonizó el 6 de julio de 1947 junto a Isabel Bichier des Ages.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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