De Maximiliano dijo Juan Pablo II que “hizo como Jesús, no sufrió la muerte sino que donó la vida”. Poco antes de la invasión de Polonia, el santo había escrito: “Sufrir, trabajar y morir como caballeros, no con una muerte normal sino, por ejemplo, con una bala en la cabeza, sellando nuestro amor a la Inmaculada, derramando como auténtico caballero la propia sangre hasta la última gota, para apresurar la conquista del mundo entero para Ella. No conozco nada más sublime”. Dios le tomó la palabra.
Raymond nació en Zdunska Wola, Polonia, el 8 de enero de 1894. Sus padres, María Dabrowska, que no pudo cumplir su sueño de ser religiosa, y Julio Kolbe, integrados en la Tercera Orden Franciscana, le transmitieron su fe y devoción por la Virgen.
De cinco varones habidos en el matrimonio, dos fallecidos prematuramente, los tres que sobrevivieron crecieron impregnados de la espiritualidad franciscana. En 1906 el pequeño Raymond había tenido una visión en la que María se le presentaba con una corona blanca y otra roja cuyo simbolismo interpretó como una simbiosis de pureza (la blanca) y vaticinio de su martirio (la roja).
María Dabrowska, conocedora del hecho, guardó en su corazón, como hizo la Virgen, esta espada de dolor que sabía iba a ser motivo de gloria eterna para su querido hijo. Éste asentó en la Madre del cielo su vida y quehacer apostólico.
A los 13 años ingresó en el seminario franciscano de Lviv, junto a Francisco, su hermano mayor. Allí acrecentaba su oración, su amor al estudio y daba pruebas de férrea vocación. Sin embargo, la promesa de defender a María, que ambos hicieron, iba acompañada para Raymond de la idea de las armas. Combatiría por Ella rememorando el día en el que el monarca polaco Juan Casimiro consagró su país a la Virgen, ante la imagen de Nuestra Señora de Czestochowa.
Todo ello venía a su mente y a su corazón porque la paz se había roto en la frontera de Lviv ocupada por los rusos y dominio austriaco. No tardó en darse cuenta de que sacerdocio y armas eran irreconciliables, pero se sentía llamado a engrosar las filas de los que se disponían a luchar para defender su patria.
Hubo un momento en que experimentó el aguijón de la duda respecto a su vocación; influyó en la voluntad de su hermano, y los dos decidieron abandonar el convento. Pero ahí estaba la madre, orando y velando por sus hijos, con tanta fe que llegó a visitarlos justo en el momento oportuno.
Era portadora de una gozosa noticia. Les comunicó que iba a unirse a ellos Joseph, el menor de los hermanos, y que ambos progenitores habían acordado dedicarse a servir a Dios exclusivamente.
Disipada la vacilación, en septiembre de 1910 Raymond inició el noviciado. Al profesar tomó el nombre de Maximiliano. Cursó estudios de filosofía y teología en Roma entre 1912 y 1919, obteniendo el doctorado en ambas disciplinas, aunque también destacaba brillantemente en matemáticas y en física.
En esta época la Virgen le inspiró la fundación de la Milicia de la Inmaculada. Ya sacerdote regresó a Polonia con una gran debilidad física, pero con un espíritu apostólico imbatible. Su mala salud lo liberó de otros compromisos y pudo dedicarse por entero a promover la Milicia que materializó en su país junto a otro grupo de religiosos en 1919.
Llevado por su excelso amor a María, y creyendo que era una vía para rescatar las almas, creó la revista mensual “Caballero de la Inmaculada”, cuya tirada ascendía al millón de ejemplares en 1939. Con esta publicación llegaba a hogares polacos y de otros lugares del mundo. Al mismo tiempo impartía clases en Cracovia.
En 1929 fundó la primera “Ciudad de la Inmaculada”, que tuvo su sede en el convento franciscano de Niepokalanów, y que pronto fue bendecida con tal cúmulo de vocaciones que se convirtió en el mayor monasterio de la época y uno de los más numerosos en toda la historia de la Iglesia.
Dos años más tarde, respondiendo a la solicitud de petición de misioneros que hizo el Papa, partió voluntariamente a Japón donde creó otra nueva Ciudad y difundió la revista mensual. Abrió un noviciado y un seminario.
Con un apostolado en el que incluía prensa y radio seguía adelante con su sueño de “conquistar todo el mundo, todas las almas, para Cristo, para la Inmaculada, usando todos los medios lícitos, todos los descubrimientos tecnológicos, especialmente en el ámbito de las comunicaciones”.
En 1936 regresó a Polonia ya que en su ausencia Niepokalanów había atravesado alguna crisis. Con la ocupación nazi acogió allí a miles de desplazados de Poznań, los cobijó y asistió espiritualmente.
En febrero de 1939 la Gestapo le apresó y le internó en los campos de concentración de Amtlitz y en el de Ostrzeszów. Aunque fue liberado, en 1941 volvieron a detenerle. Le condujeron a Pawiak y de allí le trasladaron a Auschwitz asignándole el número 16670.
El 3 de agosto de 1941 se escapó un prisionero, y como castigo fueron seleccionados otros 10 para ser ejecutados. Raymond escuchó el clamor de uno de ellos, Francis Gajowniczka, que sufría por su familia. Dio un paso al frente y se ofreció al comandante para morir en su lugar al tiempo que daba fe de su condición sacerdotal. Era otro signo visible de su santidad.
Maximiliano fue condenado a morir de hambre en una cámara subterránea, el temible búnker nº 13, junto a los 9 restantes prisioneros. Él, que había escrito: “Tengo que ser tan santo como sea posible”, en esas condiciones siguió oficiando la Santa Misa con la ayuda de algunos guardianes que le proporcionaban lo preciso para consagrar, compartiendo rezos y cánticos con sus compañeros y alentándoles en esas crueles circunstancias.
Tres semanas más tarde era el único superviviente; el resto fueron muriendo poco a poco. De modo que sus verdugos le aplicaron una inyección letal el 14 de agosto de 1941. Su madre tuvo directa noticia del martirio que estaba dispuesto a sufrir por la carta que él le había dirigido. Pablo VI lo beatificó el 17 de octubre de 1971. Juan Pablo II lo canonizó el 10 de octubre de 1982.
© Isabel Orellana Vilches, 2013
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