Juan XXIII, que fue patriarca de Venecia al igual que Lorenzo, tomó a este como ejemplo de buen gobierno y modelo para su pontificado. Nació en Venecia, Italia, el 1 de julio de 1381 al inicio del Renacimiento. Sus padres pertenecían a la nobleza. Bernardo, su progenitor, falleció siendo Lorenzo un niño, y su madre se ocupó de la educación de él y de sus hermanos. Muy bien lo hizo Querina, llenando el acontecer de sus hijos con sumas muestras de piedad. En Lorenzo vio plasmados signos preclaros de virtud que eran ya atisbos de la santidad a la que tempranamente se sintió llamado. Con todo, la buena madre pensó en casarlo convenientemente, aunque los planes de Lorenzo eran diametralmente opuestos.
Alrededor de sus 20 años perseguía con celo todo lo que condujera a la ciencia y al amor de Dios. Había sido María quien, en una aparición, cuando aún no se habían disipado las glorias de este mundo con las que Lorenzo soñó, le abordó con estas palabras: “¡Oh, joven amable, ¿por qué derramas tu corazón en tantas cosas inútiles? Lo que buscas tan desatinadamente te lo prometo yo si quieres tomarme por esposa”. Pregúntola por su nombre y por su alcurnia, y Ella me dijo que era la sabiduría de Dios. Le di mi palabra sin vacilación alguna, y, después de abrazarnos, desapareció”. Gran penitente se caracterizaba por sus severas mortificaciones efectuadas en un estado de oración continua, al punto que su madre temía por su salud. Lorenzo se trasladó a san Giorgio in Alga, donde un tío suyo era canónigo, y sus sabios consejos le dieron luz para discernir entre la oferta del mundo y su renuncia al mismo por amor a Dios. Afrontó valientemente la propuesta que le hizo su pariente de sopesar ambas opciones: “¿Tengo el valor de despreciar estos deleites para aceptar una vida de penitencia y mortificación?”. Mirando al crucifijo, no tuvo dudas: “Tú, ¡oh, Señor! eres mi esperanza. En Ti encontraré el árbol de la fortaleza y el consuelo”. “Veo que los mártires caminaron al cielo derramando la sangre y los confesores macerando la carne; no encuentro más caminos”.
En Alga tuvo la fortuna de hallar a otros jóvenes, pertenecientes también a la nobleza, con los que compartió sus ideales y forma ejemplar de vida. Uno de ellos sería el futuro pontífice Eugenio IV. En 1404 fundaron la Congregación de san Giorgio de canónigos seculares. El joven, nacido en buena cuna, tomó el hatillo y se dispuso a recorrer de punta a punta la ciudad, pidiendo limosna para los pobres, sin excluir las puertas de su casa materna. No hubiera podido ser distinguido fácilmente porque su atuendo era el de un pobre casi harapiento. Cuando la persona que le acompañaba quería eludir los lugares principales para pasar desapercibidos, Lorenzo le decía: “Caminemos valientemente. Nada adelantamos con renunciar al mundo de palabra si no le despreciamos también con los hechos. Llevemos el saco como una cruz, y triunfemos así de nuestro enemigo”.
Puso todo su esfuerzo en derrocar sus hábitos como el de la autojustificación y disculpa cuando era reconvenido por algo que juzgaba injusto; para ello se mordía los labios, hasta que venció su tendencia. Sería modélico también por su humildad. Fue un gran predicador y confesor. Entre otros favores, como el éxtasis, recibió el don de lágrimas que no podía contener cuando oficiaba la Santa Misa. Sabedor de sus virtudes, Gregorio XII le encomendó el priorato de san Agustín de Vicenza a cuyo frente estuvo hasta 1409 fecha en la que fue elegido prior de la Congregación que había fundado. En 1423 dio heroico testimonio prestando auxilio y consuelo a los damnificados por la epidemia de peste. Al año siguiente fue designado general de su Orden.
En 1443 fue nombrado arzobispo de Castello por el papa Eugenio IV y continuó dando ejemplo de piedad y de caridad, asistiendo de forma particular a los pobres, amén de emprender una fecunda reforma. En 1451 Nicolás V lo nombró patriarca de Venecia (a su pesar, porque hubiese deseado no ejercer un cargo para el que no se sentía dotado) y en su ejercicio pastoral prosiguió con la misma característica: austeridad de vida sellada por la caridad, paciencia, sabiduría y celo apostólico. Ni se arredró por las acusaciones y críticas que recibió, ni aceptó halagos de ningún tipo. La gente en masa iba a escucharle, a pedirle consejo, y él dispensaba a manos llenas bienes materiales (particularmente en especies, para que no malgastaran el dinero), y espirituales.
Fueron años intensos de oración, trabajo y estudio. Escribió diversos tratados de ascesis, el último Los grados de perfección cuando tenía 74 años. Al concluirlo le asaltó una grave enfermedad, y se negó a admitir un trato especial: “¿Disponéis ese lecho de plumas para mí?”, preguntó. Ante la obvia respuesta de sus seres cercanos, replicó: “¡No! Eso no debe ser así… Mi Señor fue recostado sobre un madero duro y basto. ¿No recordáis que san Martín, en sus últimos momentos, afirmó que un cristiano debe morir envuelto en telas burdas y sobre un lecho de cenizas?”. Y tendido sobre un jergón de paja, bendijo a la multitud que se acercó a visitarle. Falleció el 8 de enero de 1456. Fue canonizado por Alejandro VIII el 16 de octubre de 1690.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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