El sacerdote D. Manuel González López de Lemus ofrece un artículo sobre san Juan Pablo II, al que define como “el papa del nuevo milenio”, y con el que comparte varias anécdotas.
La celebración de la fiesta litúrgica de san Juan Pablo II: Karol Josef Wojtyla, ese es su nombre antes de ser papa, nos trae a la memoria a uno de los grandes personajes del siglo XX.
Nacido en Wadovice, Polonia el 18 de mayo 1920. Fue elegido Romano Pontífice el 16 de octubre del 1978, siendo su pontificado el tercero más largo de la historia de la Iglesia Católica. Estuvo en la sede de Pedro durante casi 26 años y medio y falleció el 2 de abril del 2005.
Su pontificado ha marcado la vida de la Iglesia, preparándonos para entrar en el siglo XXI recordándonos la necesidad de una nueva evangelización. Este papa, como nuestro Señor Jesucristo, ha sido un signo de contradicción.
Sufrió mucho, no solo mental y espiritualmente, incluso físicamente. Un atentado en la plaza de san Pedro pudo haber acabado con su vida. Por un lado, su juventud estuvo marcada por el sufrimiento: su madre murió cuando él apenas tenía 9 años. Su hermana Olga había muerto antes de que él naciera. Su hermano mayor Edmund, que era médico, murió en 1932 por contagio de una enfermedad cuando curó a un hombre de condición humilde. Junto con su padre, Karol Wojtyla, se trasladó a Cracovia para iniciar sus estudios en la Universidad Jagellónica. Su padre, un suboficial del ejército polaco, murió en 1941 durante la ocupación de Polonia por la Alemania nazi. Karol tenía escasamente 21 años cando se quedó totalmente huérfano.
Por otro lado, su país sufrió la tiranía de dos regímenes totalitarios que intentaron destruir y borrar Polonia del mapa de Europa. En primer lugar, la ocupación nazi del país del año 1939 al 1945, 6 años de terror sufridos por la recientemente re-fundada República de Polonia. Y, desde casi el final de la segunda guerra mundial del 1945 al 1989, año en que el régimen comunista perdió la hegemonía sobre Polonia. Los polacos fueron capaces de sobrevivir todas estas atrocidades gracias a la gran fe en Dios, en su cultura y tradiciones.
San Juan Pablo II sufrió en sus carnes la crisis de la modernidad provocada por regímenes, que piensan que el hombre por sí sólo, sin Dios, puede decidir lo que es bueno y lo que es malo. Del mismo modo, se puede también disponer que un determinado grupo de personas sea aniquilado. Estos atropellos provocaron la crisis de la modernidad, que llegó a una degradación y pulverización de la dignidad de la persona humana. El comunismo, el nazismo y el fascismo habían sido esas ideologías que rechazaron a Dios como Creador y fundamento para determinar lo que es bueno y lo que es malo.
Pero el papa Wojtyla tuvo que luchar contra manifestaciones modernas, que también atentaban contra la dignidad de la persona en las sociedades libres. Cada vez que un ser humano era reducido a un objeto de manipulación se pulverizaba el derecho fundamental de cada individuo. Por eso, en su libro Memoria e identidad, nos recuerda que la caída de esas ideologías totalitarias ha dado paso a otras formas de exterminio: como la destrucción legal de vidas humanas concebidas, antes de su nacimiento por medio del aborto. Tampoco faltan las fuertes presiones en organismos internacionales para alterar la célula básica de la sociedad: la familia, dejándola desprotegida y debilitando sus fundamentos. En algunos lugares, se ha llegado a permitir la legalización de la eutanasia, acabando así con la vida de los que no son útiles. El pontífice polaco, ha sido un luchador, en todos estos campos, de la dignidad de la persona humana. Principio que procede de que toda vida es portadora de la imagen de Dios y como tal sujeto de unos derechos inalienables.
Así el Romano Pontífice, ha planteado la necesidad de descubrir otra ideología del mal, tal vez más insidiosa y velada, que intenta instrumentalizar incluso los derechos del hombre contra el hombre y contra la familia. Por todo esto, san Juan Pablo II se mereció el título del papa de la familia.
Personalmente querría compartir algunas experiencias personales que tuve con san Juan Pablo II. La primera vez que tuve la oportunidad de verle fue en una reunión de universitarios de todo el mundo en Roma, durante la Semana Santa del año 1981. Fue en un encuentro multitudinario en el aula Pablo VI durante una audiencia general. Había estado allí unos años antes en 1974, cuando vi, por primera y última vez a Pablo VI, mi emoción fue grande al verle en la silla gestatoria -una silla llevada en andas por varios hombres- pero lo más que pude acercarme fueron unos 50 metros.
En el año 1981, en la audiencia con san Juan Pablo II no sólo nos acercamos a él, sino que llegamos a tocarle, fue una locura… No sé cómo no le hicimos daño. El domingo de Resurrección tuvimos otra reunión con él en el patio de San Dámaso, sólo para universitarios. Fue muy interesante y graciosa. Nos tomó el pelo con gracia y le contamos cosas, todos levantábamos la mano porque queríamos hablar. Yo nunca había estado tan cerca de un papa.
Unos meses más tarde, una vez que acabé la carrera de Medicina que alternaba con estudios de Filosofía y Teología, me fui a Roma a un seminario internacional. Mi intención era acabar los estudios de Teología. Fueron casi dos años inolvidables, durante ese tiempo, asistí a la Santa Misa que celebraba para universitarios por el Adviento y muchas veces al Ángelus que rezaba desde las ventanas de su apartamento.
Muy pronto aprendí que, si quería verle de cerca, lo que tenía que hacer era ponerme junto a una madre con su bebé. San Juan Pablo II tenía una atracción especial por las madres con sus niños. Raramente me falló ese truco tan sencillo. Verdaderamente Karol Wojtyla era el papa de la familia.
Antes de acabar mi estancia en Roma, hacia el mes de mayo de 1983, me plantearon que, como había acabado mis estudios, si estaba dispuesto a ordenarme sacerdote. Ya antes dejé claro que estaba dispuesto, aunque la Medicina me apasionaba. Al responder que sí, me quedé casi sin palabras al contarme que, si no tenía inconvenientes, la ceremonia de ordenación sería el 12 de junio, fiesta de Pentecostés, el lugar sería la basílica de San Pedro y el oficiante el Papa…
La ceremonia fue indescriptible, la cercanía de Juan Pablo II impresionante y todo, incluido el enclave, inefable. Hubo dos momentos en los que el papa ahora santo se acercó a mí durante la ceremonia: el primero fue en la imposición de manos. Éramos unos 72 candidatos, distribuidos en varias filas. Yo estaba al principio de la última. Al Papa ya se le veía con cierto cansancio. Pero al llegar a mí, que estaba de rodillas, me apretó con tanta fuerza que por poco me caigo al suelo, sentí una fuerza enorme que pasaba a través de él.
La segunda es el abrazo de la paz. El celebrante está sentado en la sede, el candidato se acerca, se pone de rodillas frente al Papa y abre un poco los brazos en gesto de recibir los suyos. Una vez que yo tuve sus manos sobre mis brazos, le miré y en voz baja le pedí si podía besar su mano. No dijo nada, quedó en silencio, me miró y con cara de pillo me pareció que me decía: eso no se pide y date prisa antes de que te eche el maestro de ceremonias… Ni corto, ni perezoso me acerqué y le besé la mano, inmediatamente me llamaron la atención para dejar paso al próximo.
Después de la ceremonia, como es tradicional, todos los que se acaban de ordenarse hacen una foto con el papa delante de la Piedad de Michelangelo. No pude acercarme ya que éramos muchos. Pero yo sabía que después saludaba a los que habían ayudado en la ceremonia de acólitos y monaguillos.
Me quité los ornamentos todo lo rápido que pude y me acerqué hacia él. Entre dos cortinas avancé y le alcancé cuando estaba cerca de la puerta por donde se accede al ascensor que tomaba para ir a su cuarto. En ese momento un guardia suizo me vio y me agarró del brazo y me dijo que no podía acercarme. Yo llamé al papa y le dije que era uno de los que acababa de ordenar, me miró, sonrió e hizo ademán de acercarse a mí. En ese momento su secretario le tomó del brazo y no le dejó seguir. Él se volvió, le miró a la cara e hizo el gesto de seguir avanzando hacia donde yo me encontraba. Cuál fue mi sorpresa cuando vi que su secretario le agarró del brazo y no lo dejó avanzar. Esta segunda vez se volvió y marchó hacia el ascensor, dejándome desconsolado por haber perdido la oportunidad de saludar a solas al Santo Padre. No obstante, ese día aprendí una gran lección que nunca olvidaré: el papa, que es el vicario de Cristo en la tierra, también obedece, aunque le apetezca en ese momento otra cosa.
D. Manuel González López de Lemus, sacerdote.
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