Este Padre de la Iglesia Oriental y doctor de la Iglesia, reconocido fundamentalmente por su lucha contra los iconoclastas, debe su nombre a la ciudad que le vio nacer: Damasco, bien hacia finales del siglo VII o al principio del siglo VIII; es un dato desconocido. Era hijo de un funcionario cristiano, que ostentaba un alto y reputado cargo en el gobierno de la ciudad, regida por un califa musulmán. En concreto gestionaba lo relativo a la recaudación y a los impuestos. Llegado el momento, Juan reemplazó a su padre en esta misión hasta que, a mediados de siglo VIII se desprendió de sus bienes, que repartió entre los necesitados, y se trasladó a San Sabas buscando el sosiego en el monasterio erigido cerca de Jerusalén. En este lugar escribió grandes tratados y compuso himnos. Fue un gran compilador de los escritos de los Padres de la Iglesia que puso al alcance de personas que no estaban tan preparadas para comprender su magnitud. En esa época aún no había florecido la tradición monástica, que se convertiría en uno de los emblemas de la vida de los monjes: la labor intelectual. Por esa razón, la dedicación de Juan Damasceno al estudio y escritura no era comprendida por todos. Sin que pueda darse una credibilidad plena a ciertos episodios narrados por su primer biógrafo, Juan de Jerusalén, se cuenta que en una ocasión el santo compuso e interpretó un himno a petición de un monje, que quería dedicárselo a su hermano fallecido. El hecho de que ejecutara esta obra le supuso una gran reprimenda por parte de un superior, que juzgaba fuera de lugar su gesto, cuando, en su opinión, Juan Damasceno debía mostrar los signos de una persona que vive el luto y no «deleitarse cantando». Al parecer, le impuso la penitencia de abandonar la celda que compartían, para centrarse en la recogida de los desperdicios del entorno durante varias jornadas. Después de cumplirla, volvería a acogerlo, indicación que fue asumida por el santo en perfecta humildad y obediencia. Entretanto, una aparición de María en sueños hizo recapacitar a este superior, ya que la Virgen le instaba a permitir a Juan que en adelante siguiese la línea del estudio y de la creación literaria con entera libertad. Después, Juan V, el patriarca de Jerusalén le ordenó sacerdote y quiso contar con su asistencia. Pero él no tardó mucho en regresar a San Sabas.
Siempre mostró una singular devoción por María y fue un destacado defensor de las imágenes. El año 726 se produjo un grave conflicto con los iconos promovido por el emperador de Constantinopla, León III, el Isaúrico. La prohibición dictada por él vetando su culto causó enorme revuelo entre los católicos. Además, se trataba de un tema eclesial que no le incumbía al gobernante, como le hizo ver el pontífice Gregorio II en una epístola. Juan medió contra los iconoclastas que destruían las imágenes, dejando claro que una cosa es la adoración y otra la veneración. Está última, al tener como objeto rendir culto a una imagen, no vulnera lo indicado en la Biblia ni puede ser considerado pecado de idolatría. Refutando las erróneas teorías que hacían circular al respecto, este gran teólogo redactó sus «Tres discursos en favor de las sagradas imágenes». Para que entendieran el trasfondo del asunto, explicaba: «Lo que es un libro para los que saben leer, es una imagen para los que no leen. Lo que se enseña con palabras al oído, lo enseña una imagen a los ojos. Las imágenes son el Catecismo de los que no leen». Sin embargo, dada la ascendencia que tenía el emperador sobre el Papa, tanto Juan como el patriarca Germán de Constantinopla, defensores de la ortodoxia, fueron condenados el año 754. Hasta que se celebró el segundo Concilio de Nicea el año 787 no fueron restituidos, ya que entonces se reconoció su legitimidad y reafirmó el culto a las imágenes. Este excelso representante de la Patrología griega, murió hacia el año 750. Fue nombrado «Doctor de la Iglesia» por León XIII el 19 de agosto de 1890.
© Isabel Orellana Vilches, 2024
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