“La Providencia existe, Dios es Padre y piensa en nosotros, siempre que nosotros pensemos en Él y le correspondamos buscando en primer lugar el Santo Reino de Dios y su justicia”. Fue la honda convicción de Juan que había experimentado claramente la Providencia en su vida y en ella sustentó el carisma de sus fundaciones. Era el séptimo hijo de una humilde y cristiana familia que rayaba en la pobreza y que le acogió gozosa en su seno cuando nació en Verona, Italia, el 8 de octubre de 1873. Su padre era zapatero y su madre se ganaba la vida como empleada doméstica. La muerte de aquel cuando Juan era un adolescente truncó su primera andadura académica ya que tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a sostener el hogar, aunque le despedían de los trabajos por incompetente. Esta situación afectó a su rendimiento escolar.
El padre Scarpini, rector de San Lorenzo, constató que el muchacho mostraba unos rasgos de virtud que le hacían apto para iniciar los estudios eclesiásticos, y no escatimó ningún esfuerzo para que pudiera ingresar en el seminario. La situación económica familiar solo le permitía estudiar como alumno externo, y así permaneció tres años hasta que tuvo que cumplir el servicio militar. Tenía madera de santo y en el cuartel tuvieron ocasión de constatarlo. Cuando salió de allí, muchos, instados por él, habían abierto sus brazos a Dios.
Algunas de las circunstancias que concurrieron en su vida, especialmente la experiencia de precariedad en la que había discurrido su corta existencia, y el gesto generoso y atento del padre Scarpini, unido a sus entrañas de misericordia, se trenzaron en fecundo anillo una gélida noche de 1897 cuando, tras realizar la visita a los enfermos, halló un niño fugitivo que yacía en el umbral de su casa aterido de frío. Tenía 6 años y todo indicaba que había sido adiestrado para mendigar y posiblemente secuestrado en la región de Liguria. Por eso, aunque hizo las gestiones legales oportunas, aconsejado por Scarpini, nadie se preocupó de buscar al pequeño.
La pobreza, la soledad, la enfermedad, el abandono…, serían para siempre dramáticas realidades que jamás dejarían al santo impasible. Por el contrario, a ellas dedicó todo su quehacer buscando siempre el modo de paliarlas implicando a seminaristas, sacerdotes y laicos. Por de pronto, aquella inolvidable noche en la que descubrió la naturaleza de su verdadera vocación, cobijó al pequeño en su propia casa sin que su madre mostrara reparo alguno por ello. Y a los pocos meses ya había puesto en marcha la Pía Unión para la asistencia de los enfermos pobres.
Desde 1901, año en el que fue ordenado sacerdote, junto a la labor pastoral que realizó en la parroquia de San Esteban y en la rectoría de San Benito del Monte, los enfermos, los ancianos, los pobres y cualquier persona necesitada, recibieron de él gestos de caridad ofrecida a manos llenas. Las fundaciones se iban multiplicando mientras la Providencia seguía acompañándole en su incansable labor. Recogía a los niños abandonados; mientras trataba de hallar un centro de acogida digno para ellos, sin lograrlo. En 1906 su madre se ocupaba de atenderlos con tanta intensidad que enfermó gravemente. Juan acudió al conde Francisco Pérez, que después seguiría sus pasos. El aristócrata le miró fijamente convencido de que él era la persona idónea para cuidar a los pequeños. Pero con su madre enferma no veía cómo podía llevar a cabo su labor. Suplicó a Dios. Si era su voluntad que se ocupase de los niños, el signo sería la curación de su madre al menos durante un año. Ella sanó repentinamente.
En noviembre de 1907 puso en marcha el Instituto Casa Buoni Fanciulli, y a esta obra siguió la fundación de la Congregación de los Pobres Siervos de la Divina Providencia, formada con un grupo de personas que secundaron su acción apostólica compartiendo su vocación, y la rama femenina Pobres Siervas de la Divina Providencia. Creó la Cittadella della caritá, la Familia de los Hermanos Externos para los laicos, y fue impulsor de casas de acogida y hospitales.
Pensando en los “Parias” en 1934 extendió la fundación a Vijayavada (India). Además, promovió las vocaciones y el diálogo interreligioso dejando abierta una fecunda vía ecuménica con protestantes, ortodoxos y hebreos, fue un extraordinario confesor, y no dudó en exponer su vida salvando la de personas en peligro, como la de una doctora hebrea amenazada de muerte en la persecución nazi a la que rescató manteniéndola oculta entre las religiosas fundadas por él. Algunos de los agraciados por tan bondadoso corazón, como hizo esta mujer, enviaron cartas a Roma a la postulación pidiendo que fuese elevado a los altares.
Juan se ofreció a sí mismo por la santificación de la Iglesia y la unidad de los cristianos, y alentó a todos a la vivencia del rigor evangélico. Junto con su proverbial caridad, asentada en su oración, pervivió la gratuidad en todo lo que hizo. De hecho, quería que sus hijos realizaran su misión en “donde nada hay, humanamente, para recibir”. Solo les pedía “humildad, escondimiento total, abandonada por entero y totalmente en la divina Providencia; no pedir nada, rezar mucho; que nadie pague; prohibido todo tipo de publicidad; no conferencias, no reuniones de beneficencia, no agradecimientos públicos, porque Dios no necesita estas cosas y Él se ocupa de esta Obra que es totalmente suya. Nosotros busquemos almas, solamente almas”.
Enfermo de gravedad y sabedor de que Pío XII se hallaba agonizante, puso su vida a los pies del Padre por él. Dios le escuchó. Murió el 4 de diciembre de 1954 mientras el pontífice salía adelante y le sobrevivía cuatro años más. Al conocer el postrer gesto de caridad que había tenido, Pío XII lo calificó como “campeón de evangélica caridad”. Por su parte, el cardenal Schuster ordenó cincelar este epitafio sobre la tumba de Juan que sintetiza su grandeza y el impacto de su admirable virtud y quehacer apostólico: “Resplandeció como un faro luminoso en la Iglesia de Dios”. Juan Pablo II lo beatificó el 17 de abril de 1988, y él mismo lo canonizó el 18 de abril de 1999.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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