Éste año la solemnidad de san José pasa del domingo 19 al lunes 20. Digamos que litúrgicamente pudo más el “Domingo letare” cuaresmal, que la fiesta del santo. La figura de san José no deja de ser sugerente. Pone en clara evidencia cómo los criterios humanos son muy distintos de los divinos. No debió ser nada fácil su misión, su vocación aquí en la Tierra, y al mismo tiempo no hizo nada extraordinario; o, mejor dicho, vivió extraordinariamente la vida ordinaria.
La devoción a san José es una realidad que ha madurado, poco a poco, lentamente, a lo largo de la historia de la Iglesia. El Papa actual, elegido un 13 de marzo, quiso esperar al 19, solemnidad de san José, para realizar la ceremonia del comienzo oficial de su pontificado. Sobra decir que, una vez más, puso a la Iglesia bajo el particular patrocinio de san José. ¡Y vaya que lo necesita! Ahora podemos pedirle, muy especialmente, por la unidad de la Iglesia: que no se rompa, ¡una vez más!, esa unidad por culpa del Camino Sinodal Alemán.
El Papa puso su pontificado bajo la protección de san José, y suele confiarle su descanso. Ha difundido mucho la devoción a san José dormido –al pobre no lo dejaban dormir los ángeles, siempre le estaban dando mensajes mientras dormía-, como un auxilio para dormir bien. A mí, me ayuda a pensar que no sólo ayuda a “dormir mejor”, sino que también es una forma de convertir el sueño en oración, como lo fue en la vida del santo.
¿Qué más se puede decir de tan gran santo? Pues que Dios le confió los dos tesoros más grandes de la historia de la humanidad: nada menos que Jesús y que la Virgen. ¿Puede haber algo más valioso? Por eso, no es exageración de Francisco el confiarle a la Iglesia y a su pontificado. ¿Qué podemos pedirle nosotros a san José? Quizá, lo más importante, que nos ayude a amar a Jesús y a la Virgen como él los amó. Ahí está el intríngulis de la vida interior, de la vida sobrenatural, de la vida cristiana.
Los santos que le han tenido devoción a san José son múltiples, quizá comenzando con santa Teresa de Jesús y culminando, en tiempo reciente, con san Josemaría. Para este último, había una especie de presencia inefable del Santo Patriarca en cada uno de los sagrarios del mundo. Digamos que intuía que esa “trinidad de la Tierra”, como él llamaba a la Sagrada Familia: Jesús, María y José, no se debía separar, debía permanecer siempre unida, de forma que san José no dejaría a Jesús sólo en el sagrario, sino que debería haber una especie de presencia mística de María y de José en cada sagrario del mundo. Ahí está José, cuidando de su Hijo, como siempre lo ha hecho.
Para san Josemaría, el camino a la Trinidad del Cielo: el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo, comienza a partir de la “trinidad de la Tierra”: Jesús, María y José. Y éste último es el más cercano a nosotros, precisamente por ser el menos perfecto de los tres. Pero, por ser el más cercano a ellos, se convierte en Patrono de la vida interior o vida sobrenatural; es decir, nuestra vida de trato con Dios. Es como decir, para llegar a Dios –meta y culmen de nuestra existencia- el atajo es san José. Por eso hay que quererle mucho, para que nos sople, nos guíe, nos tome de la mano y nos conduzca a la intimidad con Dios.
Tradicionalmente se considera a san José como el más santo de los santos, por la misión que le fue encomendada y su cercanía con Jesús y la Virgen. Lo más sorprendente es que esa eximia santidad no tiene nada de extraordinario, se fragua al calor de la vida corriente, si exceptuamos los sueños en los que los ángeles le hablaban. ¿Qué hizo san José de especial? Nada. Querer mucho a Jesús y a María, y manifestárselos a través del trabajo diario y de la vida cotidiana. En este aspecto también es un modelo para nosotros: podemos aspirar a la más elevada santidad, simplemente viviendo bien, con amor, nuestra vida cotidiana, nuestra vida familiar y nuestro trabajo. La santidad más grande está al alcance de la mano. Pidámosle a José que no nos quedemos a medio camino.