San Francisco Ch‘Oe Kyong-Hwam, 12 de septiembre

Stella Maris

En 1984 san Juan Pablo II visitó por vez primera la República de Corea. Y en este primer viaje de los dos que realizaría a este país, en una ceremonia sin precedentes, el 6 de mayo canonizó en la catedral de Seúl a 103 mártires de la fe cristiana. No eran únicamente religiosos y presbíteros los que se aventuraron a derramar su sangre por Cristo. De hecho, entre ellos había solo tres obispos y ocho presbíteros. El resto eran laicos, hombres y mujeres, casados y solteros, en un amplio abanico de edades en el que se incluían niños, jóvenes y ancianos. El Santo Padre quiso aglutinar a todos los que protagonizaron la gloriosa franja histórica del siglo XIX, comprendida entre 1839 a 1867, escribiendo en su país otra de las memorables páginas de la historia de la Iglesia, teñidas por el excelso holocausto de amor a Cristo.

No eran un simple número. Cada vida, con su propia biografía y vicisitudes, había alcanzado esa cumbre martirial, dejando impresa la huella de su caridad en el entorno. Uno de ellos era el coreano Francisco, que había nacido en la región de Chungchong en 1805. Sus padres eran cristianos y le educaron en la fe. Siguiendo la costumbre del país, a la edad temprana de 14 años contrajo matrimonio y creó una familia compuesta por varios hijos. Uno de ellos, Tomás, fue formado para recibir el sacramento del Orden por el sacerdote Pedro Maubant (martirizado en 1839), quién lo seleccionó junto a un grupo de jóvenes al llegar a Corea en 1837. Le invitó a ingresar en el Seminario, al igual que hizo con otros que luego serían martirizados, entre los que se halla san Andrés Kim Taegon, canonizado por Juan Pablo II el mismo día que elevó a los altares a Francisco. Éste tuvo que luchar para doblegar su fuerte carácter, lográndolo con la gracia de Cristo.


Establecido en la región de Kyonggi, consiguió reunir en Mount Suri a muchos de los que profesaban la fe cristiana. Durante un tiempo pudieron compartir libremente su fe, mientras se abastecían con los recursos generados en la plantación de tabaco que les servía para su sustento. Pero en 1839, precisamente el año en el que Francisco fue nombrado catequista, se desató la persecución. Él se desvivió atendiendo a los que se hallaban prisioneros en las cárceles, hasta que el 31 de julio la policía se presentó en la aldea para detenerlos a todos. La reacción de Francisco fue la de un valeroso apóstol, animando a sus hermanos en la fe para que, una vez aceptada la detención, no claudicaran bajo ningún concepto, renegando de ella. Esta convicción la mantuvo firmemente durante el camino hacia la prisión, el interrogatorio y las sucesivas torturas que le infligieron a fin de que apostatara. Con esa fortaleza que solamente Dios puede dar a sus apóstoles, soportó los suplicios y los penosos meses de prisión. El último interrogatorio se produjo el 11 de septiembre, pero sus labios firmemente sellados para proferir cualquier palabra que no fuese para defender la fe, desataron la ira de sus captores y fue apaleado con cincuenta golpes asestados con cañas. Fue tan brutal la paliza que al día siguiente murió. Fue beatificado por Pío XI el 5 de julio de 1925, y canonizado por Juan Pablo II el 6 de mayo de 1984.

© Isabel Orellana Vilches, 2024
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