El papa Juan Pablo II glosó su vida al canonizarlo el 13 de abril de 1986 ensalzando, entre otras, estas virtudes que le han convertido en «modelo perfecto de sacerdote y pastor de almas», «verdadero ‘ministro’», «infatigable apóstol del confesionario», «predicador impávido e incansable». Además, parafraseó al cohermano de este santo, el prelado de Bovino, Antonio Lucci, que lo denominó «docto en Teología y profundo en Filosofía». Este humilde y sencillo apóstol, caritativo y devoto del Sagrado Corazón y de la Inmaculada Concepción, signado por la inocencia evangélica, con un encomiable espíritu de penitencia, conquistó la santidad hallándose establecido en Lucera (Foggia, Italia).
Nació el 16 de agosto de 1681 en un hogar de pobres campesinos y honrados cristianos. Al bautizarlo le impusieron los nombres de Donato Antonio Juan Nicolás, aunque como religioso se llamaría Francisco Antonio. Perdió a su padre siendo un niño y su madre volvió a contraer nuevas nupcias. Fue ella la que le inculcó la fe, aunque su segundo esposo, Francisco Farinacci, la secundó en esta tarea preocupándose de que el muchacho pudiese formarse con los Frailes Menores de Lucera. Y en este convento de Monte S. Angelo ingresó a los 15 años para materializar su vocación religiosa, haciendo allí el noviciado y profesión. El único período de su vida que le mantuvo lejos de su ciudad natal fue el de sus estudios, que cursó en Venafro, Agnone, Montella, Aversa y Asís, donde en 1705 fue ordenado sacerdote junto al sepulcro de san Francisco. Dos años más tarde regresó a Lucera con su flamante título de Doctor en Teología, que obtuvo brillantemente, y se dedicó a impartir clases de Filosofía, aunque después le encomendarían las misiones de maestro de novicios, maestro de estudiantes profesos, superior y ministro provincial de la Provincia franciscana de San Miguel Arcángel en Pulla. Precisamente y durante 35 años no dejó de recorrer el territorio de esta región, así como la de Molisa y de Foggia mereciendo el título de «apóstol de Daunia».
Entre los destinatarios de su ardiente evangelización y acción caritativa se hallaban sus predilectos: los desfavorecidos, aquellos a quienes les eran negados sus derechos, viviendo en condiciones de injusticia y opresión, como les sucedía a tantos campesinos de su tiempo, los reclusos y, por supuesto, los enfermos. A golpes de fe, oración e ingenio ablandaba el corazón de personas con recursos, y con su ayuda impulsaba empresas de calado social para asistencia de los necesitados. Esta sensibilidad evangélica hacia ellos le granjeó visible afecto y gratitud, pero también muchos sinsabores en los que no faltaron las humillaciones y diversos sufrimientos. Su encendida predicación, que tenía su centro en el púlpito, en el aula o en el confesionario, apuntaba directamente a las debilidades y flaquezas; las denunciaba pertrechado en el rigor evangélico, sin contemporizar con nadie. Y esta misma inflexibilidad hacia quien estuviese abocado a violar la observancia religiosa estuvo presente en la reforma que llevó a cabo, y en la lucha que emprendió contra el iluminismo. Se caracterizó también por su gran humanidad. Como formador y director, a la par que corregía, y siempre de forma caritativa, sabía infundir esperanza y fortaleza tratando a cada uno según las necesidades espirituales y humanas que percibía. Lo denominaron «padre maestro».
Hasta el fin de sus días estuvo volcado en las necesidades de los demás. Hallándose enfermo no abandonó su misión en el confesionario, la atención a los enfermos, ni dejó de visitar a familias que estimaba, para darles un último y fraternal consejo mostrándoles su gratitud. Fue favorecido con dones singulares, entre otros se le vaticinó su muerte, que se produjo el 19 de noviembre de 1742. Había predicho además el deceso del P. Luís Giocca, quien al comunicarle el hecho le respondió: «Padre Maestro, si usted quiere morir, está en todo su derecho, pero yo no tengo ninguna prisa». Pero el santo, insistió: «Los dos vamos a hacer el viaje: yo antes y usted después». Y efectivamente, el P. Giocca falleció dos meses más tarde que él. La vida del P. Fasani puede resumirse, como dijo Juan Pablo II, en esta realidad: «hizo del amor que nos enseñó Cristo el parámetro fundamental de su existencia. El criterio basilar de su pensamiento y de su acción. El vértice supremo de sus aspiraciones».
© Isabel Orellana Vilches, 2024
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