Este primer mexicano canonizado tenía ascendencia española, castellana y andaluza por parte de padre y madre respectivamente. Nació en México el 1 de mayo de 1572 y en el bautismo le impusieron el mismo nombre con el que fue encumbrado a los altares. Fue el primogénito de una numerosa prole. Era un niño despierto e inquieto, rasgos que mantuvo siendo adulto aunque con diferentes matices. La agitación infantil rubricada por travesuras debió tener tal impacto en su niñera que cuando ésta vio que ingresaba con los padres franciscanos de Puebla manifestó que sería santo cuando la higuera seca, que conservaban en el patio de la vivienda, rebrotase.
Eso da idea de lo que debió pasar la pobre mujer para reconducirlo por la buena senda; además, estaría informada también de los gestos díscolos del chico en el colegio. Pero eran cosas de niños y ahí irían quedándose, sepultadas en un pasado que no tuvo mayor relevancia excepto quizá para perfilar una personalidad intrépida, dispuesta a una entrega plena, que tuvo por objeto central de su vida a Dios. Bien es verdad que durante un tiempo persistió en su interior una etapa de búsqueda. De hecho, en el convento franciscano que tenía entonces entre sus integrantes al beato Sebastián de Aparicio, no se sintió encajado y volvió a casa de sus padres. Puede que entonces su nodriza, con cierta sorna, le recordara eso de que no sería santo viendo persistir en él la inestabilidad que conocía.
Fracasado su primer intento de convertirse en religioso, Felipe eligió la profesión de platero que pronto constató tampoco le satisfacía, poniendo de relieve su carácter indómito y poco centrado que tuvo que ver en esta decisión. Su padre no le dejó vivir a su libre arbitrio sino que ejerció responsablemente su misión. Por eso, como tenía 18 años no dudó en señalarle nada menos que las islas Filipinas para que se buscase la vida, como hoy se diría. La entrada en Manila, donde se afincó, fue como haber puesto una pica en Flandes. Encantado de lo que veía, se dispuso a insertarse de lleno en un mundo nuevo para él que venía cargado de intereses que nada tenían que ver con Dios. Y en medio de tanto ajetreo mundano, de nuevo la voz de Dios se abría paso en su corazón. No le cerró las puertas, y ahí radica su mérito porque pudo haber actuado como el joven rico y se hubiera desviado de la gloria que le aguardaba.
Una vez más los franciscanos fueron los elegidos para encauzar su vida religiosa –esta vez ya para siempre– emprendiendo un camino de perfección que terminó con su último aliento. Tomó el nombre de Felipe de Jesús, se ocupó de los enfermos, estudió y ¡cosas de la providencia!, en 1596, a punto de ser ordenado sacerdote, sus superiores determinaron que regresase a México. Allí tendría lugar la solemne ceremonia, rodeado de los suyos, siendo consagrado por el obispo, autoridad eclesiástica que no había en Manila. Con ese fin tomó el galeón san Felipe. Las inclemencias meteorológicas fueron funestas en grado extremo al punto que el barco, enredado en un temible tifón, terminó en las costas japonesas. Tan larvado estaba dentro de sí el espíritu de ofrenda, que el religioso agradeció al cielo esta tempestad que le iba a permitir evangelizar ese país en el que san Francisco Javier había dejado antes su fecunda huella apostólica.
Al llegar a su destino postrero a finales de 1596 se encontró con una comunidad que, aún en medio de graves contratiempos, actuando en la clandestinidad e integrada hasta en su forma de vestir como el resto de la población, seguía transmitiendo la fe, sabiendo que con ello contravenía la consigna de gobernantes que habían decretado la expulsión de muchos misioneros y abatido sus iglesias. El sueño apostólico de Felipe se truncó no mucho tiempo después de haber descendido del galeón. La excusa perfecta para la autoridad del lugar era incautar la nave que contenía considerables bienes. Era un robo en toda regla que se trató de justificar vertiendo en los religiosos la bilis de sus flaquezas. Los acusó de prosélitos y los consideró como una amenaza para el país. Justamente a los franciscanos, que por su carisma siempre han sido portadores de paz y de bien, les atribuyeron afanes de conquista bélica, intenciones imposibles de sostener y aceptar por cualquiera que hubiera contemplado el rostro sereno de los religiosos.
Renovado el edicto en contra de ellos (aunque existía una excepción para los náufragos como Felipe, prebenda a la que renunció) casi una treintena de consagrados, españoles, portugueses, mexicanos y un coreano, además de los jesuitas japoneses Pablo Miki, Juan de Goto y Diego Kisai, cuyo martirio también se celebra hoy, fueron condenados a muerte, noticia que acogieron con gozo. El superior de los franciscanos prorrumpía en alabanzas: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo por hacernos esta merced de padecer con alegría por su amor”. El ardor misionero y pasión por el martirio se extendió entre los más pequeños de la comunidad cristiana. Los niños también querían entregar su vida por Cristo.
El 3 de enero de 1597 comenzaron en Meako los crueles preámbulos del martirio en inútil intento por amedrentar a los creyentes. Después, transportados en carretas y expuestos al escarnio de las gentes, los condujeron a la isla Kyushu, cuya colina fue mudo testigo de una masiva crucifixión que tuvo entre sus mártires a Felipe. A éste, en concreto, que se abrazó fuertemente a su cruz, le asfixiaba tanto el sedile que le aplicaron al cuello que prácticamente sofocó su victoriosa exclamación: “¡Jesús, Jesús, Jesús!”, siendo rematado allí mismo con dos lanzas cruzadas. Fue el primero de los ajusticiados el 5 de febrero de 1597 y, por tanto, pionero en atravesar el umbral de la gloria eterna conquistada por todos ellos. Cuenta la tradición que en ese mismo instante la higuera de su remoto hogar dio frutos. Fue beatificado por Urbano VIII el 14 de septiembre de 1627. Y canonizado por Pío IX el 8 de junio de 1862.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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