El sacerdote José Antonio Valls ofrece este artículo sobre la figura de san Esteban, “la 1ª sangre derramada por Cristo”. Su fiesta se celebra hoy, 26 de diciembre.
Inmersos en la ternura de la celebración del misterio de Dios hecho carne entre pañales por nuestro amor, nos sorprende la celebración de san Esteban, el primero en derramar la sangre por Cristo, aunque este año no lo celebremos en la liturgia al coincidir con la fiesta de la Sagrada Familia. La historia de nuestro santo se nos narra en el libro de los Hechos, a partir del capítulo 6. Ante la acusación por parte de los cristianos helenistas de que las viudas de los cristianos hebreos estaban desatendidas en la distribución de los alimentos, los apóstoles resuelven elegir, para este ministerio, a siete hombres, “llenos del Espíritu Santo y de sabiduría” (Hch 6, 3). La lista la encabeza Esteban, “hombre lleno de fe y del Espíritu Santo” (Hch 6, 5). Por la imposición de manos de los Apóstoles, se convierten en los primeros diáconos de la Iglesia, para atender al servicio de las viudas.
Sin embargo, y a pesar de que Esteban “lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y signos en el pueblo” (Hch 6, 8), pronto suscita entre los judíos controversia. Al discutir con él sin encontrar argumentos con los que hacerle frente, siembran en el pueblo un odio creciente hacia Esteban sobornando a unos hombres “para que dijeran que le habían oído blasfemar contra Moisés y contra Dios” (Hch 6, 11). Arrastrado hasta el Sanedrín, es acusado de blasfemo por hablar contra el templo y la Ley mosaica, afirmando “que Jesús de Nazaret destruirá este Lugar y cambiará las costumbres que nos ha transmitido Moisés” (Hch 6, 14). A las acusaciones responde con el que es el discurso más largo del libro de los Hechos.
En él, expone la historia de la salvación comenzando por Abraham, siguiendo por Moisés y Salomón y terminando con Jesús “el Justo, el mismo que acaba de ser traicionado y asesinado por vosotros” (Hch 7, 52). Tras el discurso, Esteban tiene una visión de la Gloria de Dios, viendo a Jesús de pie a la derecha de Dios y exclama “veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios” (Hch 7, 56). Los judíos, al oír esto, se lanzaron sobre él y lo apedrearon tras sacarlo de la ciudad. En el suplicio, Esteban se nos presenta orando: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hch 7, 59) y, finalmente, “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hch 7, 60). Testigo de su muerte martirial fue Saulo, el que después será el apóstol de los gentiles, al que confiaron sus mantos los que le apedrearon.
La celebración de su fiesta el 26 de diciembre se remonta al siglo IV. Junto con san Juan Evangelista (27 de diciembre) y los santos inocentes (28 de diciembre) escoltan la fiesta solemne del nacimiento del Rey eternal, siendo llamados por la tradición “comites Christi”, los acompañantes de Cristo.
Podría parecer un poco fuera de lugar la celebración de este santo mártir, el primero de todos, justo al día siguiente de la Natividad del Señor. Sin embargo, nos hace profundizar de una manera especial en la celebración del nacimiento del Mesías. Este niño, que ayer nació entre ternuras y que hace todos los años que entre nosotros renazca la alegría, lleva sobre sí el signo inconfundible de la cruz, que nos recuerda con su martirio san Esteban. Si ponemos en paralelo la “passio” de san Esteban junto a la Pasión del Señor, notamos semejanzas evidentes: la acusación de blasfemia, el perdón a sus verdugos… haciéndonos ver que no sólo este niño que nace en este tiempo de Navidad ha venido a morir por nuestro amor, sino que aquel que lo siga debe seguirlo compartiendo su misma vida y su misma muerte, como lo hizo el primero de los mártires.
Es aquello que ponía en labios de Cristo nuestro Señor san Ignacio en el punto 95 de sus Ejercicios: “Por tanto, quien quisiere venir conmigo, ha de trabajar conmigo, porque siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria”. La valentía de san Esteban es, para todos los que nos postramos a los pies de Dios hecho niño, una llamada profunda a dejarse atrapar por la ternura de Cristo allá donde nos lleve, desde el pesebre hasta la cruz, para vivir una vida profundamente plena, “a lo Jesús”. Pidamos al santo protomártir que nos ayude a seguir al Señor y a adorarlo con profunda humildad. Dichoso tú, Esteban, que por proclamar tu amor a Cristo en la tierra, te fuiste a acompañarlo a Él en el cielo. Haz que seamos muchos, muchísimos, los que con nuestras palabras y buenas obras nos declaremos amigos y seguidores de Jesús en esta vida y seamos sus compañeros en el gozo eterno del Paraíso. Amén.