Vino al mundo en Cerreta, Italia, el 12 de abril de 1789. Su familia era muy pobre; cultivaban tierras arrendadas en las que él trabajó hasta los 18 años, sin descuidar el estudio, la oración y las obras de caridad. Al plantearse el ingreso en el seminario que sus padres no podían costear en manera alguna, providencialmente recibieron ayuda de una acaudalada y noble viuda, Nicolasa Assereto, quien lo alojó en su mansión de Génova hasta que obtuvo plaza en el seminario. Se incorporó como alumno externo hasta 1808; luego quedó interno. Esta etapa fue, según sus palabras, la más feliz de su vida. Era tal su aplicación que el profesor de retórica, impulsor de la academia literaria «de los Constantes» integrada por alumnos destacados, lo seleccionó para encabezarla. Su lección inaugural sobre la virtud de la constancia mostró su madurez y permitió vislumbrar al santo que llegaría a ser. Participó en una misión y se le encomendó hablar de la muerte, uno de sus temas predicados más sobresalientes y preferidos para él.
Fue ordenado en 1812 tras una formación apresurada. Y, a pesar de ser sacerdote, prolongó un curso más sus estudios en el seminario. Su primera ocupación fue asistir al abad de la parroquia genovesa de San Mateo, que se hallaba impedido. Inició una labor pastoral y apostólica itinerante, que mantuvo toda su vida, y se convirtió en un destacado predicador. En 1814 se unió a los Misioneros Rurales, una congregación eclesial nacida en Génova en 1713, y después de asumir varios cargos, fue designado superior. Al morir el abad, el cardenal Spina, que lo conocía bien, lo nombró vice-abad. Impartió retórica en las Escuelas Pías de Cárcare con tan buenos resultados que el purpurado le encargó la cátedra de esa disciplina en el seminario de Génova. Diez años de docencia marcados por una clara consigna para los futuros sacerdotes: «Sean doctos, sí, pero sobre todo santos».
En 1826 monseñor Lambruschini, arzobispo de Génova, le envió como arcipreste a San Juan Bautista en Chiavari diciendo a sus habitantes: «Os envío la más bella flor de mi jardín». Y a Gianelli: «haga cuenta que emprende una misión, no de pocos días, sino de 10 o 12 años…». Doce años estuvo dejando allí lo mejor de sí, encaminando a todos hacia Cristo con una sublime caridad, ejercitada en medio de contratiempos, rivalidades e injusticias que se cernieron sobre él dentro del seminario. Exquisito en su trato, abrió sus «reglas dispositivas y preparatorias» con una sentencia de oro: «La primera cortesía y la más noble de todas las formas de urbanidad es tolerar y soportar a quien no la tiene». Fue confesor y director espiritual en el conservatorio de las Hijas de San José para las que redactó sus reglas y costumbres.
Se afilió a la Sociedad económica, de la que hizo una institución nueva ayudado por las mujeres, y se afanó por el hospicio de caridad y trabajo buscando el bien de los necesitados. Cumplió escrupulosamente el sentimiento que expuso a los feligreses cuando se hizo cargo de la parroquia: «Un párroco no es otra cosa, sino un padre de una gran familia, él tiene que regirla, gobernarla y nutrirla, sobre todo en el espíritu, pero como padre de los pobres y como primer custodio del templo y del altar… para converger a tan alto fin ora y predica el Evangelio…». Era muy devoto de María cuyo amparo solía buscar yendo a orar al santuario de la Virgen del Huerto. Y Ella fue su inspiración para instituir en 1829 el Instituto de las Hijas de María Santísima del Huerto con doce primeras mujeres que iban a dedicarse al servicio de hospitales, hospicios para huérfanos y escuelas.
Le urgía la caridad, y le preocupaba que sus hijas la pusieran en práctica con la radicalidad evangélica. De ahí su insistente recomendación: «La dulzura, las buenas maneras, la paciencia no pueden ser nunca excesivas»; «Sabed ejercitar una gran paciencia con las personas de afuera cuando acuden a vosostras. Oídles. Responded con dulzura y buenos modales». En 1835 no escondió su angustia por la tragedia de la peste que segó la vida de gran parte de sus fieles. Con hondo sentido penitencial, ceñido con una corona de espinas, exclamó: «Hiere, oh Señor al pastor, pero deja salva a la grey».
Fue consagrado obispo de Bobbio en 1838 por el cardenal Tadini. El rector del seminario de Génova, antiguo alumno de Gianelli y confidente suyo, al volver de la ceremonia dijo a los clérigos: «Hoy han consagrado obispo a un santo». En su despedida de Chiavari, Gianelli se había excusado pidiendo perdón a sus feligreses, en particular por haber callado alguna vez la denuncia de desórdenes y vicios. Humilde y sencillo, decía «¿Yo, nacido pobre; yo, de baja condición, yo, un don nadie… yo, obispo?». Partió habiendo repartido entre los pobres sus escasas pertenencias. Hasta se fue desprendiendo por el camino del préstamo que le hicieron unos amigos. Llegaba a Bobbio con este sentimiento: «No puedo ser bueno sino estoy dispuesto a morir por vosotros, por cada uno de vosotros».
En abril de 1844 en una de sus cartas develaba su grandeza de espíritu, y prontitud para responder con gozo al peso de la soledad que acompaña a la persona de gobierno; dejaba entrever también su celeste añoranza por lo divino: «Hay que estar alegres. Pero, ¿cómo conseguirlo, cuando todos los vientos traen tristeza y melancolía? Hay que hacer que la alegría surja de la melancolía, de la tristeza misma, aún cuando solo sea porque ha sido fiel compañera de nuestro Señor Jesucristo». Su labor apostólica y entrega tuvo la misma intensidad que había marcado su vida, aunque al recibir el viático se acusó de haber sido «un obispo indulgente y flojo». Murió en Piacenza el 7 de junio de 1846 a consecuencia de una tisis. Pío XI lo beatificó el 19 de abril de 1925, y Pío XII lo canonizó el 21 de octubre de 1951. Su biógrafo G. Frediani lo denominó «El santo de hierro».
© Isabel Orellana Vilches, 2024
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