Antonio María Claret nació el 23 de diciembre de 1807 en Sallent, Barcelona, zona con boyante industria textil, negocio de su padre. Fue el quinto de once hijos. Era un niño inteligente y piadoso, enamorado de la Eucaristía y de la Virgen, habituado a realizar visitas al Santísimo y al rezo cotidiano del rosario. La eternidad, con el eco del “siempre, siempre, siempre”, se clavó hondamente en él cuando tenía 5 años. Experimentó el temor a perder ese amor divino que intuyó podría gozar, si lo merecía.
“Esta idea de la eternidad de penas quedó en mí tan grabada, que, ya sea por lo tierno que empezó en mí o ya sea por las muchas veces que pensaba en ella, lo cierto es que es lo que más tengo presente. Esta misma idea es la que más me ha hecho y me hace trabajar aún, y me hará trabajar mientras viva, en la conversión de los pecadores”, reconoció años más tarde.
Le tocó una época histórica convulsa con la Revolución francesa, conflictos entre absolutistas y liberales, y una hostilidad contra la Iglesia. Todo lo fue sorteando; su único objetivo era Dios y confiaba en la Providencia. Era amante de los libros. Selecto con las lecturas iba haciendo acopio de una gran formación. Mientras trabajaba, cursó estudios en la Escuela de Artes y Oficios de la Lonja en Barcelona con tal aprovechamiento que un grupo de empresarios pensaron en él para que rigiera una fábrica; declinó la oferta.
Antonio pensaba hacerse cartujo, aunque tuvo que superar ciertos escollos. Las artes seductoras de la esposa de un amigo claudicaron ante su virtud, y tampoco hizo mella en su ánimo el traspiés de otro amigo que terminó encarcelado. Quiso ganar su alma dando la espalda al mundo y el obispo de Vic le animó a formarse para ser sacerdote. Ingresó en el seminario, sí, pero sin olvidarse de ser cartujo. Sin embargo, Dios tenía sus planes y cuando se dirigía al convento una fuerte tempestad trocó los suyos.
María tutelaba a este dilecto hijo y le ayudó a vencer una fuerte tentación contra la castidad. Le mostró una corona, diciéndole: “Antonio, esta corona será tuya si vences”. Tras pasar por el seminario de Vic, donde conoció a Balmes, fue ordenado sacerdote. Tanto allí como en Sallent, donde fue destinado, puso de manifiesto su celo apostólico y piedad.
En 1839 partió a Roma. La parroquia no colmaba sus ansias evangelizadoras; quería ir por el mundo dando a conocer a Cristo. El viaje fue complicado, pero al llegar a la Ciudad Eterna se topó con los jesuitas y, tras realizar los ejercicios, pensó ingresar en la Compañía. Enfermó seriamente de una pierna, y tomó el hecho como un signo de la Providencia que le quería en España; entonces regresó.
Pero en 1841 obtuvo en Roma el título de misionero apostólico, y se dedicó a recorrer los caminos de toda la región. “Yo soy como los perros, que sacan la lengua pero nunca se cansan”, decía. Los dones con los que era agraciado florecían a su paso. Paralelamente le acompañaron las difamaciones y los intentos de acabar con su vida.
De todo atentado salía ileso. En 1844 comenzó a publicar libros y folletos. Casi un centenar de obras componen su legado. Había sentido que Cristo y María le animaban en esta fecunda labor: “Antonio, escribe”. Y eso hizo. Justificaba el uso que daba a los donativos empleados para difundir los textos que entregaba gratuitamente, diciendo: “Los libros son la mejor limosna”.
Llevaba a cabo esta labor con la ayuda de la Hermandad del Santísimo e Inmaculado Corazón de María fundada por él, aunque conociendo sus pros y sus contras, afirmaba: “Uno de los medios que la experiencia me ha enseñado ser más poderoso para el bien es la imprenta, así como es el arma más poderosa para el mal cuando se abusa de ella”.
Su apostolado le condujo a Canarias y luego a Cuba donde fue como arzobispo de la capital, designación que no pudo eludir aunque lo intentó. Da idea de su ardor apostólico el lema elegido Charitas Christi urget nos (el amor de Cristo nos apremia). En seis años bañó la isla con su pasión por Cristo y por María, haciendo que brotaran incontables conversiones.
Y eso que se enfrentó valientemente a los opresores de los débiles. Era un hombre de oración, clarividente, austero, amante de la pobreza, con sentido del humor, abnegado, un pastor que recorría incesantemente las veredas a lomos de un caballo cuando no le quedaba más remedio, si no lo hacía a pie.
Antes de partir a Cuba ya había fundado la Librería Religiosa, la Academia de San Miguel, la Archicofradía del Corazón de María y los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María que nacieron en 1849. Y en 1855, hallándose en Cuba, fundó las Religiosas de María Inmaculada. Fue director de santos como Micaela del Santísimo Sacramento y Joaquina de Vedruna. Otros fundadores tuvieron en él a un generoso hermano que acogía a todos por igual. Un ramillete de fundaciones deben su existencia a este gran apóstol.
Después de volver de Cuba, Antonio fue confesor de la reina española Isabel II; mientras, realizaba una admirable labor como misionero recorriendo todo el país. Hizo del monasterio del Escorial, que presidió, un centro emblemático de la cultura; se ocupó de su restauración y lo dotó con un equipamiento formidable. Fue el artífice de bibliotecas populares en Cuba y en España.
Entre otros dones, fue agraciado con el de milagros, éxtasis, penetración de conciencias y durante nueve años el de conservación de las especies sacramentales de una comunión a otra. La persecución, la difamación y los intentos de acabar con su vida, que no fueron pocos, y siempre se frustraron, le acompañaron gran parte de su existencia y llegaron casi al fin de la misma. De hecho, tras haber participado en el Concilio Vaticano I en mayo de 1870, en julio llegó a Prades ya muy enfermo.
Sus detractores no respetaron su estado y quisieron apresarle, por eso se vio obligado a recluirse con los cistercienses de Fontfroide. Allí le sobrevino un derrame cerebral el 4 de octubre, muriendo el 24 de ese mes. Pío XI lo beatificó el 25 de febrero de 1934. Pío XII lo canonizó el 7 de mayo de 1950.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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