Un anónimo y brillante escritor ha dejado constancia del paso por este mundo de este «hombre de Dios», como él mismo lo denominó. Una mayoría señala como fuente principal a san José, el Himnógrafo, quien en el siglo IX expuso con profusión de detalles en su «kanon» los hechos que pudieron jalonar la vida del santo. Y aunque en su prosa le rinda honores ensalzando sus cualidades y virtudes altamente, mucho impacto debió crear Alejo a su alrededor con sus virtudes para que durante siglos se mantuviera viva su trayectoria vital, al punto de llamar la atención del hagiógrafo, y que conservara posteriormente su primitiva frescura que ha llegado hasta nuestros días. Y es que Alejo, nombre que se le dio en Grecia antes del siglo IX, resumiría en sí mismo una bellísima y edificante historia de humildad siguiendo la narración en la que también podrían haberse magnificado hechos que es posible no sucedieran tal como se recogió. Al fin y al cabo, no ha sido infrecuente que tiempo atrás se relataran prodigios en torno al nacimiento de un santo, que se haya abonado la fama de santidad induciendo a creer en hechos extraordinarios que proporcionaban una aureola de virtud al biografiado, sin tener en cuenta que lo que verdaderamente prueba la santidad es la heroicidad del día a día que se desenvuelve en medio de las flaquezas y debilidades de cada uno. No se nace santo. Un santo se hace con la gracia de Dios y su propia aquiescencia, ya que el Sumo Hacedor respeta la libertad del ser humano y no obra sin su concurso. Sea como fuere, siempre las vidas de los santos, aun las que fueron expuestas con desmesura por sus biógrafos, han sido vehículo para animar a otros a seguir sus pasos.
Pues bien, atendiendo ahora a los datos que se poseen, a san Alejo se le sitúa a finales del siglo IV en Edesa (Siria), ya como mendigo. Pero había sido hijo de un acaudalado senador romano. La vida de pobreza, rayana en la miseria, fue una libre elección suya. Se dice que de sus padres había aprendido a socorrer a los pobres y necesitados sabiendo que los frutos de esos actos de caridad redundaban en un alto beneficio espiritual. Constataba también los peligros que acechaban a quienes vivían inmersos en una vida de lujo y riqueza porque constituía una constante tentación para el alma. Hacia los 20 años huyó a Edesa, disfrazado de mendigo. Al parecer, había contraído matrimonio, pero el mismo día de la boda, que se celebró en la iglesia de san Bonifacio con gran pompa, habló a su esposa de la hermosura de la virtud y de la vida monástica. No la persuadió, pero siguió lo que debió entender que era su camino y desprendiéndose del arra matrimonial que le entregó para que la custodiase, abandonó la morada esa noche. Su familia, al conocer este hecho, dispuso que varios criados lo buscaran por distintos cenobios de diversos países, pero no dieron con su paradero.
Establecido en Siria pasó muchos años viviendo en oración y penitencias, amparado en la precaria forma de vida que había adoptado. Ésta era tan diametralmente opuesta a la que había heredado por razones de cuna, que difícilmente podía ser reconocido por alguien. Y así dos criados que llegaron a Edesa, y que le dieron limosna sin advertir que se trataba de él, le narraron el dolor de su esposa y de sus padres. Alejo se apenó, pero mantuvo silencio. El anonimato perseguido por él le permitía servir a Dios y al prójimo con la limosna que le entregaban en las puertas de los templos que frecuentaba. Un día fue reconocido por alguien, y temeroso de que la notoriedad lo encumbrara con altos honores que no deseaba, partió rumbo a Tarso. Pero una tempestad le condujo a Italia. Llegó a Roma pensando que nadie lo reconocería.
Pidiendo limosna en la puerta de la Basílica de San Juan de Letrán, un anciano le entregó una moneda de oro. Por otro mendigo, que identificó al senador, y que conocía sus vicisitudes que narró a Alejo, éste supo que se trataba de su padre. Entonces, sin revelar su identidad pidió a su progenitor que le dejara servir en su casa, ya que ese modo recibiría el consuelo por el hijo que había desaparecido. Eufemiano se lo llevó consigo y le asignaron un mísero espacio debajo de la escalera de su Palacio del Aventino. Allí vivió en soledad de forma heroica durante diecisiete años de oración, ayuno y penitencias. Únicamente abandonaba su humilde morada para escuchar misa los domingos, pero su fama de santidad se extendió entre los criados con los que convivía. El senador había continuado su vida sin acordarse de aquel mendigo hasta que uno de los sirvientes un día del año 436 se percató de que Alejo había muerto. En sus manos hallaron una nota dirigida a sus padres y esposa en la que, al tiempo que se despedía tiernamente de ellos, desvelaba los detalles de su existencia explicando cómo al sentirse llamado por Dios, había elegido llevar una vida de humildad y penitencia. El papa Inocencio se ocupó de que su cuerpo fuese trasladado a la iglesia de San Bonifacio. San Alejo es venerado en muchos países, no sólo en Italia, aunque en Roma comenzó a tener notoriedad el año 972.
© Isabel Orellana Vilches, 2018
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