Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio de este Domingo 3 de noviembre, de 2024, titulado: “Yo te amo, Señor, tú eres mi fuerza”.
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Deuteronomio 6, 2-6: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón”
Salmo 17: “Yo te amo, Señor, tú eres mi fuerza”
Hebreos 7, 23-28: “Jesús tiene un sacerdocio eterno, porque Él permanece para siempre”
San Marcos 12, 28-34: “Amarás al Señor tu Dios. Amarás a tu prójimo”
Hace algunos días el Papa Francisco nos ha sorprendido con una nueva encíclica: “Dilexit nos” (“Nos amó”) donde aborda el amor humano y divino reflejado en el Corazón de Jesús. A lo largo del documento, el Papa Francisco profundiza en la importancia del corazón, no solo como órgano físico, sino como símbolo del centro íntimo y espiritual de la persona y de Jesucristo.
Hay cosas importantes en la vida, hay otras que son de mucho interés, pero sólo más una importante que no podemos dejar de lado so pena de que nuestra vida interior muera: el amor de Dios y el amor al prójimo. Es el corazón del discípulo, es el centro de toda su vida. Si lo descuidamos, todo empieza a descomponerse, a podrirse, todo amenaza destrucción. ¿Por qué decimos el “amor de Dios”, en lugar del “amor a Dios”? Para indicar ese movimiento de reciprocidad: el amor que Dios nos da, el que recibimos gratuitamente, y nuestra respuesta de amor, que brota de nuestro interior a Aquel que tanto nos ama. Es lo que ha experimentado el pueblo de Israel. Cuando vivía en esclavitud y aún no se sentía pueblo, cuando sus gritos se ahogaban en la impotencia, “experimentó” el amor de Dios que recogió esos gritos y lo hizo pueblo. Al iniciar su peregrinación por el desierto sabe que sólo se sostendrá gracias a ese amor que es recíproco. Saberse amado por Dios lo sostiene, pero también lo sostiene el amor que él profesa a Dios.
Toda idolatría lo lleva a la destrucción porque desprecia sus raíces y abandona sus ideales. Con toda razón ha hecho del “Shemá Israel” el fundamento de todas sus leyes, estructuras e ideales. Cada vez que se ha olvidado y ha puesto su corazón en otros dioses, llámense baales, injusticias o falsos ritos, el pueblo ha caído en la desgracia. Por eso cada día con rigurosa fidelidad debe recitar: “Shemá Israel”: “Escucha Israel, nuestro Dios…” Moisés, en su despedida, insiste que lo más importante para que el pueblo tenga vida es cumplir las instrucciones y normas del Señor. El texto del Deuteronomio que leemos hoy es el alma, la guía, la hoja de ruta que Israel no puede descuidar ni cambiar por otra cosa bajo el grave riesgo de perderse y perecer como nación. La connotación en hebreo del verbo “shemá” lleva implícito el imperativo de obedecer, poner en práctica, y eso era lo que debía hacer el pueblo: escuchar obedeciendo, escuchar poniendo en práctica. Es la profesión de una fe monoteísta en medio de un mundo que adoraba muchos dioses y tiene un alcance patriótico: unidas a esa fe en el único Dios, están la posesión de la tierra y sus relaciones sociales y políticas con los hombres. Mientras sea fiel a este Dios, poseerá esa tierra que mana leche y miel; y las idolatrías serán solamente su gran peligro.
Jesús retoma el credo Israelita y lo hace actual, para aquel tiempo y para nuestro tiempo: el amor de/a Dios y el amor al prójimo. No quita un ápice de aquella confesión porque el amor a Dios sostiene al hombre y se le ha de amar con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. Pero como consecuencia clara e indispensable de este amor, coloca el amor al prójimo “como a ti mismo”. Lo que alimenta y da vida al hombre debe estar traducido en acciones concretas que manifiestan ese amor. No lo menguan, no lo disminuyen, sino lo acrecientan. Cuanto mayor sea el amor sincero que tengamos al hombre, mayor será el amor verdadero que tengamos a Dios y viceversa. Toda idolatría no solamente es contra Dios, sino contra el prójimo y pensemos en cualquier clase de idolatría que ate el corazón y descubriremos que niega a Dios y destruye a la humanidad. Las modernas idolatrías no están dirigidas sólo contra Quien nos ha hecho, sino contra nuestros hermanos. Por ejemplo la idolatría de la riqueza hace consistir la verdadera grandeza del hombre en «tener» y se olvida que la verdadera grandeza es «ser». No vale el hombre por lo que tiene, sino por lo que es.
Cuando se es idólatra del tener y se opone a la construcción del Reino, se niega a Dios y se destruye al prójimo. Ahora hay un gran peligro en este país por esta idolatría; quizás sea la gran tentación de este momento porque los fanáticos de las riquezas, los ídolos del dinero, los que no quieren que toquen sus privilegios, esconden sus bienes, fortalecen sus alianzas y destruyen a los hermanos. Sólo así se explica la actual violencia, la desigualdad insultante, las mentiras y las corrupciones. Cuanto más se apega el corazón a este ídolo, más se destruye la persona. La codicia, la avaricia, la envidia, la ambición de tener más, el someter a los otros bajo mi riqueza destruyen al hombre. Es el más grave deterioro moral, porque la idolatría destruye al hombre y ofende a Dios. Podríamos así hablar de cualquiera de las idolatrías: del poder, del placer, de la fuerza… todas niegan a Dios y destruyen al prójimo.
Nosotros igual que el escriba estamos invitados a escuchar y a vivir en plenitud este mandamiento. Revisemos qué idolatrías se han escurrido hasta dentro de nuestro corazón y han hecho a un lado a Dios ¿Qué pue esto ocupa Dios en mi vida, en mi mente y en mi corazón? Pero también estemos muy atentos a nuestro amor al prójimo, a nuestro compromiso con la justicia y con la verdad, con la fraternidad ¿Cómo amo a mi prójimo? ¿Qué muestras concretas doy de este amor hacia mis hermanos?
Padre Bueno, que en Jesús nos has manifestado todo tu amor, concédenos vivir siempre en tu presencia amando a todos nuestros hermanos. Amén.