Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio de este Domingo 30 de junio de 2024, titulado: “Niña, levántate”.
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Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-24: “Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”
Salmo 29: “Te alabaré, Señor, eternamente”
II Corintios 8, 7.9. 13-15: “Que la abundancia de ustedes remedie la necesidad de sus hermanos pobres”
San Marcos 5, 21-43: “¡Óyeme, niña, levántate!”
Graves cifras arrojan los últimos censos sobre nuestras familias: se encuentran fragmentadas y con frecuencia la mujer está sola para sostener y educar a sus hijos. La mujer se enfrenta no sólo a las dificultades propias del trabajo del campo, de la educación de los hijos, sino también a la discriminación, desprecio y obstáculos que nuestra sociedad le pone a la mujer. ¿De verdad tienen los mismos derechos y oportunidades hombres y mujeres?
Hay milagros y acciones de Jesús que para nuestra mentalidad parecen grandiosos, pero que no reflejan todas las dificultades y situaciones especiales en que fueron realizados. Hoy se nos presentan dos “milagros” que encierran un contenido muy profundo tanto para aquel tiempo como para nuestros días. Por principio de cuentas, las beneficiarias de esos milagros, en ambos casos, son mujeres. Pero son dos mujeres sobre las que ha caído la desgracia de ser condenadas por la legislación y costumbres judías. La esterilidad, la enfermedad y la muerte sin hijos, son vistas como castigo divino y como condena por los pecados. Una mujer que padece un flujo de sangre durante doce años y una niña que muere a los doce años, sin alcanzar la plenitud de la vida y sin dejar descendencia, son vistas como impuras y dignas del castigo. Para Jesús no es así, para Él no existe esta marginación social que imponían estas comunidades a la mujer y que se ven acrecentadas por la enfermedad y por la muerte.
Nos llegan la palabra y el ejemplo de Jesús juntamente con las noticias que dan cuenta de la grave situación de prostitución y trata de personas en muchas de nuestras ciudades. Con escándalo se da a conocer que niñas, niños y adolescentes, son sometidos a violaciones y se convierten en mercancía de gentes sin escrúpulos que sólo buscan su propia ganancia. Son incontables las mujeres que son violadas y violentadas en los propios hogares; y aún en los hogares “supuestamente regulares”, a la mujer se le niega en muchas ocasiones el derecho a la palabra y a la propia realización. Las estadísticas de educación nacional han manifestado una vez el grave deterioro de nuestro sistema educativo y con agravantes en las zonas más pobres, y en un último lugar aparece la mujer. Discriminada, acusada, vejada y poco reconocida en una sociedad que está reclamando los derechos y que dice que lucha por la vida. ¿Qué nos toca hacer como cristianos? ¿Qué nos exige Jesús en el Evangelio?
En primer lugar, Jesús aparece como el gran liberador, al margen y en contra de las leyes de la pureza. No se encierra en un mesianismo fácil, sino que desafía las incongruencias de una ley que esclaviza. No se oculta en prescripciones de pureza, sino que se deja tocar y toca, tanto a la que es considerada impura como a la que ya está muerta. En los dos casos transgrede, libera y supera una religión legalista que está incapacitada para curar y dar vida. Pero así es Jesús, siempre está cerca, nunca condena y siempre rescata la dignidad y la vida de la persona. Busca hacer el bien y valora a cada persona, aunque ello le traiga problemas. Pero además lo hace de una manera muy discreta, como si Él no estuviera propiamente implicado, sino que deja el protagonismo primero a la mujer enferma y después al padre de la niña. Es más, resalta la fe de cada uno de ellos y el “milagro” sucede porque “han tenido fe”. No es la actitud paternalista del que todo lo resuelve; pero sí es la actitud del amigo que está cerca para recibir la mano que se extiende pidiendo ayuda.
En ambos milagros, Jesús no solamente cura, sino “salva”, va mucho más allá del resultado físico. Es muy importante la salud de las personas, pero es mucho más importante la plenitud de la vida y la salvación. Debemos empeñarnos en curar y restañar las heridas que este mundo loco va dejando en las personas, pero mucho más en buscar estructuras justas que hagan vivir a cada persona como hijo de Dios y en especial en este día, nuestra inquietud y nuestra atención se centrarán en la situación difícil por la que atraviesan muchas mujeres en una sociedad que les niega un lugar digno. La actitud de Jesús ante cada una de ellas es un reclamo para nosotros como Iglesia y como sociedad. No es justa la situación en la que se encuentran ni en la familia, ni en el trabajo, ni en la educación, ni en el respeto a su dignidad de personas. A la sugerencia de no molestar más a Cristo frente a la muerte de la niña, Cristo responde con una palabra alentadora: “No temas. Basta que tengas fe”. Para quienes dicen que no hay nada que hacer y se hunden en el pesimismo, son estas mismas palabras. Para aquellas mujeres que se han cansado de tanto luchar, llegan como un aliciente que les ayuda a fortalecer su corazón.
Las palabras de Jesús que rescatan de la muerte a aquella niña siguen sonando para todas las mujeres que sienten que han perdido el rumbo y que no tienen alientos para levantarse: “Niña, levántate”. Es cierto que es duro el camino, es cierto que la sociedad no da nada, es cierto que parecería más fácil caer en el oropel de una vida fácil y concorde a una sociedad consumista. Pero la palabra de Jesús tiene la virtud de levantarnos, de devolvernos la esperanza y nuevamente buscar una vida más digna y llena de salvación. Tenemos la gran tarea como discípulos de Jesús de imitar a nuestro maestro. Debemos construir nuevas situaciones de respeto y dignidad para cada uno y cada una de sus hijos e hijas. También a nosotros nos pide que nos levantemos que tengamos fe, que no nos dejemos dominar por el miedo y las ataduras de una tradición. Como Iglesia nos falta dar mucho reconocimiento y valoración al trabajo apostólico, catequético y de vida que realizan las mujeres dentro de nuestro ámbito eclesial.
Padre de bondad, que por medio de tu gracia nos has hecho hijos de la luz, concédenos vivir fuera de las tinieblas del error y permanecer siempre en el esplendor de la verdad. Amén.