Reflexión de Mons. Enrique Díaz: Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor
V Domingo de Cuaresma

Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio de este domingo, 6 de abril de 2025, titulado: “Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor”.
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Isaías 43, 16-21: “Yo realizaré algo nuevo y daré de beber a mi pueblo”
Salmo 125: “Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor”
Filipenses 3, 7-14: “Todo lo considero como basura, con tal de asemejarme a Cristo en su muerte”
San Juan 8, 1-11: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que tire la primera piedra”
San Juan en este domingo que nos invita a prepararnos de una forma ya muy cercana a la Pascua, revelándonos luces nuevas del juicio y el perdón. Es cómodo juzgar a los demás desde las trincheras de la seguridad. Los países poderosos condenan la violencia y el terrorismo, cuando hay miles de víctimas caídas a causa de su horrenda política. Se convierten en jueces de los países en su lucha contra el narcotráfico y toleran y disimulan el consumo desorbitante que hay en sus propias fronteras. Construyen muros para impedir la entrada de ilegales, pero apoyan sistemas económicos que propician la pobreza y el hambre. Las grandes cumbres condenan la pobreza y la injusticia, ¡en el terreno ajeno y no en el propio! Y muy cercano a nosotros mismos, en nuestra misma sociedad e Iglesia, se dan estas actitudes farisaicas que condenan a los demás y disimulan los propios pecados. Es más cómodo condenar que revisarnos hacia adentro y dar vida.
Los acusadores utilizan a la mujer y su pecado para buscar la condenación de Jesús. ¿Qué esperarían por respuesta de Jesús? Mucho se ha hablado, porque el mismo texto lo propone, de las intenciones dobles de los acusadores. A ellos no les interesa la mujer, no creen en su conversión, le niegan la posibilidad del cambio. Con las piedras que sostienen en sus manos quieren no sólo sepultar el pasado de la mujer, sino a la mujer misma y con ella a Jesús. La mujer queda situada de pie “en medio”, como solía hacerse en los interrogatorios judiciales, pero sin ofrecerle la oportunidad de defensa. Así queda aislada y solitaria y a quien interrogan es a Jesús. Vueltos hacia Él, acechan su reacción. El pecado que tanto cuestionan, lo pasan por alto con tal de obtener sus oscuros propósitos. Para condenar a Jesús, pasan por encima de la vida y dignidad de la mujer. Actitud muy actual: no importan las vidas de las personas, y se les acusa y se les condena, con tal de conseguir los propios intereses.
Así Jesús se mueve en dos campos: la solución de la trampa y el perdón de la mujer. Se sitúa con claridad frente a la realidad del pecado y se manifiesta como aquel que al mismo tiempo lo desenmascara y libera de él. La presencia del pecado está allí, evidente, en el delito del que es acusada la mujer y, más claro, en el comportamiento de los fariseos que se sirven de su persona como de un pretexto y que tienden una trampa a Jesús. Jesús está también solo cuando la mujer se queda frente a Él. No disimula, llama “pecado” a lo que es pecado. Esto tiene importancia en aquella sociedad, pero también tiene mucha importancia en nuestra sociedad que queremos disfrazar el pecado, nos acostumbramos a vivir en él y lo queremos excusar. Lo justificamos en nosotros y lo condenamos en los demás. La comunidad cristiana debe saber localizar, al igual que Jesús, el auténtico pecado que separa de Dios y aísla a los hermanos. Debe llamarlo por su nombre, desterrarlo, pero una cosa es desterrar el pecado y otra muy diferente desterrar al pecador. Qué cómodo es juzgar a las personas desde criterios seguros. Qué injusto y fácil puede ser apelar a la ley para condenar a tantas personas marginadas o incapaces de vivir integradas a nuestra sociedad.
Lo más sobresaliente, en el ambiente litúrgico de estos días, es descubrir cómo Jesús, con su misericordia y perdón, liquida definitivamente el pasado y entrega a la pecadora un futuro lleno de esperanza. Rompe el círculo de los acusadores y del pecado, y solamente queda una línea invisible que vincula a la mujer con Jesús. Nada nos dice el texto de los sentimientos de la mujer, pero esto nos sirve para acentuar la gratuidad del perdón que el Señor concede y el papel salvador de Jesús. La visión imaginaria de la mujer aplastada por las piedras queda sustituida por la misma mujer que se va, libre, hacia un porvenir que le ha abierto Jesús. ¿Qué pasaría con los acusadores? Ya nada se nos dice, pero al menos ellos no apedrearon a la mujer como quizás lo hubiéramos hecho algunos de nosotros. No porque no tuviéramos pecado, sino porque somos incapaces de reconocerlo. Así también, igual que para la mujer, para los acusadores es una oportunidad de salvación. Ciertamente para la mujer es un paso real de la muerte a la vida, como debe ser la conversión de cada uno de nosotros. Es lo que Jesús nos ofrece en esta Cuaresma. Es hacer realidad en nuestra vida el misterio pascual: muerte y resurrección.
En este texto tan importante es el no condenar a los demás, como el buscar la propia conversión. Frente a tantos enjuiciamientos y condenas fáciles, Jesús nos invita a no condenar fríamente a los demás, sino a comprenderlos desde nuestra propia conducta personal. Antes de arrojar piedras contra alguien, hemos de saber juzgar nuestro propio pecado. Quizás entonces descubramos que lo que muchas personas necesitan no es la condena, sino un poco de comprensión que les ayude y una posibilidad de rehabilitación. Lo que la mujer adúltera necesitaba no eran piedras, sino un corazón misericordioso y una mano amiga que le ayudara a levantarse.
Cuaresma es acogerse a la misericordia de Jesús que no vino a condenar sino a salvar, que no nos entrega a la muerte si no que nos otorga nueva vida y liberación. Cuaresma es ponernos solos, sinceramente, frente a Jesús, mirar nuestra vida, sentir su mirada que todo lo penetra y descubrir su mano y su misericordia que nos rescata de nuestro pecado y nos ofrece una nueva vida.
Señor Jesús, hoy que me siento lleno de pecado, solo y aislado, quiero sentir también tu mano amorosa que me levanta, que me anima y me conforta. Quiero oír tu voz. “yo tampoco te condeno”, quiero sentir tu aliento que me invita: “Vete y no vuelvas a pecar”. Gracias, Señor, por mostrarme tan grande misericordia. Amén
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