Reflexión de Mons. Enrique Díaz: “Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya”

Domingo de Pentecostés

Pentecostés Espíritu Santo aliado
Espíritu Santo © Cathopic

Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio de este Domingo 19 de mayo de 2024, titulado: “Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya”.

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Hechos 2, 1-11: “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar”

Salmo 103: “Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya.”

I Corintios 12, 3-7. 12-13: “Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo”

San Juan 20, 19-23: “Como el Padre me ha enviado, así los envío yo: Reciban al Espíritu Santo”

Pentecostés, es decir cincuenta días después de la Pascua, era una fiesta en Israel para celebrar la recolección que después pasó de ser una fiesta agrícola a ser una fiesta histórica que recordaba la promulgación de la ley sobre el Sinaí. En ese día la ciudad de Jerusalén se llenaba de creyentes judíos venidos desde los diferentes lugares de la diáspora. Hoy los cristianos conmemoramos en Pentecostés la donación del Espíritu. En un día de Pentecostés se encontraban los discípulos temerosos y sin saber qué hacer cuando son sacudidos por el Espíritu y llevados a proclamar la Buena Nueva. Esa comunidad es presentada como el nuevo pueblo de Dios lleno del Espíritu que da testimonio de Jesús. De ahí que Pentecostés sea también la fiesta del nacimiento de la Iglesia.


Hoy celebramos el día de Pentecostés con una gran efusión de signos que buscan resaltar esta presencia dinámica, vital y renovadora del Espíritu en medio de la Iglesia. Son muchas “las señales” que emplea la Escritura para hablarnos de la irrupción del “Consolador”, prometido por Jesús a sus discípulos. Cada uno de estos signos encierra una gran enseñanza y nos habla, aunque parcialmente, de su actividad: el fuego, el viento y el rocío; el agua o la lluvia, la paloma y la nube, la lengua que todos entienden. Pero el Espíritu es mucho más y no puede ser encerrado en lo que es un símbolo para representarlo. Quizás en diferentes etapas de nuestra vida y en diversas circunstancias nos llama más la atención una figura en especial. En estos días me he estado preguntando por qué se aparecerá con frecuencia bajo el signo del viento.

Quizás para nosotros la palabra Espíritu no suene tan dinámica y tan llena de vida porque más bien tiene como un sentido metafísico, designando un “no ser material”, pero ya desde el Antiguo Testamento la palabra que se usa en hebreo para designarlo, “ruaj”,  tiene más el significado de “aliento de vida”, de un modo especial su manifestación en la respiración, el hálito, el resuello, que manifiesta toda esa vitalidad interior que tiene una persona viva. Viento, vendaval, brisa, aire, aura, son expresiones que se quedan cortas cuando queremos expresar todo lo que es el Espíritu. Es una fuerza que arrastra, palpable y evidente, aunque los ojos no puedan ver más que sus efectos. Es el “soplo”  de Dios, su propio aliento, que infundido en la figura de barro la transforma en una persona a su imagen y semejanza. Es el viento poderoso que hace surgir a los jueces y los profetas. Es la brisa suave y silenciosa que manifiesta presencia de Dios.

Es el viento que sopla en Jesús, que se ve impulsado, “ungido por el Espíritu”, para realizar su misión: anunciar Buena Nueva, proclamar liberación, abrir los ojos y anunciar un año de gracia. Jesús es el hombre arrastrado por el Espíritu.  Y en este día también se nos presentan los discípulos, aquella pequeña y desamparada comunidad, que sienten el mismo viento de Jesús. Viento poderoso capaz de hacerles cambiar de vida, de mentalidad y de religión. Los que antes estaban asustados, apocados y escondidos que no pensaban más que en escapar de una muerte semejante a la de su maestro, ahora se transforman en audaces misioneros capaces de enfrentarse al Sanedrín, de abrir fronteras, de expresarse en nuevos lenguajes, de dejar la seguridad del Cenáculo para explorar nuevos espacios donde resuene la Buena Nueva. En el pasaje evangélico, con el “soplo” de Jesús y las palabras de envío, reciben la misma misión de Jesús, con todos sus compromisos y obligaciones, con todas sus manifestaciones, una de las cuales será el perdón y la reconciliación.

A veces como cristianos damos la impresión de ser una barca que no quiere que la toque el viento y que permanece inmóvil, con apariencia de ser fiel, que no se deja impulsar, que no despliega sus velas porque tiene miedo a descubrir nuevos horizontes. No son los grandes vientos los que más nos amenazan, sino la pasividad, la calma chicha, lo cotidiano, lo cómodo y la indiferencia. Permanecemos como aguas estancadas que al no removerse se contaminan y se pudren. Permanecemos asustados e indiferentes ante un mundo en cambio, nos instalamos en nuestros miedos y preocupaciones personales y no somos capaces de abrirnos al soplo del Espíritu. A veces en nuestro conformismo, nos dejamos llevar por vientos nocivos, destructores, con tal de seguir la corriente del mundo y su cultura de muerte.

Pero hoy debemos experimentar este “viento”. Hace falta que levantemos la cabeza y aspiremos profundo para que nos interiorice y haga brotar nuestra fuente profunda. Hoy hay viento, hay rumbo, hay destino, hay misión. Hoy es un día muy especial para entrar un momento en nuestro interior y escuchar, más allá de lo cotidiano, lo acostumbrado y lo trivial, la voz de Dios y el viento, suave y poderoso, capaz de empujar nuestra nave a buenos puertos. Es día de pedir para cada uno de nosotros y para nuestra Iglesia, el “viento” de Jesús. Hoy es día para anunciar nueva reconciliación, nuevo lenguaje de paz, capaz de superar barreras y divisiones, hoy es día de nuevas actitudes frente al hermano. Es día para dejar escuchar dentro de nosotros al Espíritu de justicia y de verdad ¿Le abriremos nuestro corazón?

Dios nuestro, que por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia extendida por todas las naciones, concede al mundo entero los dones del Espíritu Santo y continúa realizando entre los fieles la unidad y el amor de la primitiva Iglesia. Amén.