Reflexión de Mons. Enrique Díaz: Alaba, alma mía, al Señor

XXIII Domingo Ordinario

Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio de este Domingo 8 de septiembre, titulado: “Alaba, alma mía, al Señor”.

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Isaías 35, 4-7: “Se iluminarán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán”

Salmo 145: “Alaba, alma mía, al Señor”

Santiago 2, 1-5: “Dios ha elegido a los pobres del mundo para hacerlos herederos del Reino”

San Marcos 7, 31-37: “Hace oír a los sordos y hablar a los mudos”

En el pasado Segundo Encuentro Eclesial frente a los graves retos que presenta nuestro país y nuestra Iglesia surge la novedad de la conversación espiritual que el Papa Francisco ha adoptado como método hacia el próximo Sínodo. Dos palabras claves se hicieron sentir en todo el Encuentro: escuchar y esperanza. Y no como separadas, sino como claves para descubrir la verdadera Palabra que nos da toda Esperanza ante un mundo caótico y desilusionado.

Isaías comprende muy bien la situación actual: pesimismo frente a los graves problemas, desilusión e impotencia ante la corrupción, miedo ante la violencia… pero no se queda en el silencio y lanza su grito para que todos lo escuchemos: “Digan a los de corazón apocado. “¡Ánimo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero viene ya para salvarlos”. No son palabras de condena o de reproche, no son palabras acusadoras. Isaías bien comprende que nos asusta la incertidumbre de un futuro poco o nada claro, que nos paralizan los temores de un asalto, que nos angustia el porvenir tanto personal como de las comunidades. Entiende bien nuestro miedo a la muerte, a la dificultad, a la prueba y al dolor. Pero nos pide que levantemos la vista y contemplemos a nuestro Dios que llega para participar con nosotros. Nos invita a que en Él pongamos nuestra confianza. No puede quedar sordo a nuestro sufrimiento y a nuestro dolor, ahí está para compartir con nosotros y para darle sentido. Él viene a salvarnos.


La queja más frecuente de quienes sufren de una manera más dramática la pobreza y la violencia es enfrentarse a oídos sordos. “A los pobres no nos hacen caso”, es con frecuencia su queja y van buscando personas que den voz que pueda ser escuchada. Nos encontramos en un país de sordos y mudos. Los que tienen las graves necesidades y los muchos problemas, por más que se cansen de gritar, de pedir y de demostrar, no son escuchados. Quienes tienen la autoridad, el poder, el dinero o  las posibilidades de solucionar problemas, se han vuelto incapaces de escuchar los gritos de angustia y de dolor del pueblo. En nuestro tiempo, se ha recrudecido este problema fundamental de la comunicación y el lenguaje. En lugar de hacer más fácil el entendernos, nos quedamos solos, nos aislamos o solamente nos relacionamos con nuestro grupito.

Somos sordos que cerramos los oídos para nos percibir realidades que nos están gritando: un ecosistema que se agota, una naturaleza que ya no aguanta nuestra destrucción, hermanos que claman de hambre y necesidades, pero que no encuentran respuesta. Hemos cerrado nuestros oídos y no percibimos estos gritos desgarradores. Hemos perdido la capacidad de propiciar un encuentro cálido, cordial y amable con los demás. Los vemos como extraños y alejados, más del corazón que en la distancia; no somos capaces de escucharlos, entenderlos y atenderlos como hermanos. Así, terminamos agobiados por nuestro propio aislamiento, vivimos en soledad y no nos sentimos comprendidos ni amados por nadie. Sería hoy muy importante examinar por qué me cierro frente a determinadas personas o grupos, mirar cuándo y dónde pongo oídos sordos, y buscar las razones por las que no me solidarizo, ni me comunico y quedo en soledad. Frecuentemente las causas de esta incomunicación, indiferencia y  aislamiento, tienen su raíz en el egoísmo, la desconfianza y la falta de solidaridad. La imagen del sordomudo podría también representar a las personas incomunicadas no solamente con sus semejantes, sino también con Dios. No tenemos tiempo para escuchar su palabra, no queremos oír sus mensajes, no estamos dispuestos a dejarlo entrar en nuestro ámbito interior.

Me impresiona la forma en que Cristo cura al sordomudo: “El lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva”, es todo un ritual de acercamiento y atención personalizada. Es lo que requiere la comunicación. No se trata a la persona como si fuera una ficha o un número, no se le aplican controles, sino se crea el momento oportuno, donde pueda escucharse, donde se pueda palpar cuáles son sus sentimientos. Se rompen los muros de los prejuicios, de la discriminación, de la separación y se puede entablar un verdadero diálogo. Sólo entonces se abren los oídos y se pronuncian las palabras que tienen sentido. Sólo entonces puede haber verdadera comunicación. Hoy vuelve a resonar el mandato de Jesús: “¡Effetá!”,  y debemos abrir los oídos y el corazón. Es necesario escuchar a Dios en la historia, en el evangelio, en la vida, en las personas, descubriendo lo que Él nos dice, no lo que nosotros queremos escuchar. Hay que buscar los momentos apropiados para dejar que el eco de su voz resuene en nuestro interior, porque Él nos sigue hablando en todos los momentos de la vida. Necesitamos también abrir nuestra boca para anunciar buena nueva.

El apóstol Santiago, en la segunda lectura, nos dice, con un ejemplo muy duro pero muy cierto, que no todas las personas son escuchadas del mismo modo, hay algunas a las que no se les hace caso y se les ignora. Lo dice de las asambleas de su tiempo, pero lo mismo pasa en nuestras asambleas, a veces tiene más estimación un traje bonito que la dignidad de una persona. En nuestra sociedad hay muchos marginados que no tienen voz, ni derechos, ni presencia. No encuentran espacios en la educación, en la medicina, en los proyectos de vida, en la dignidad del trabajo, son como sombras que deambulan sin hacer ruido. O bien, hacen ruido, pero son silenciados por otros intereses. Necesitamos acabar con esta sociedad de sordos y mudos, y construir una nueva sociedad donde la voz y la palabra tengan su relevancia, no importando quién es el que la pronuncie, sino su contenido. Una sociedad donde sea más importante encontrarse con el hermano que todos los bienes materiales.

¿Se realmente escuchar las “voces” de Dios? ¿Soy capaz, aunque con tartamudez y lentitud, de anunciar su mensaje? ¿Tengo espacios para “encontrarme¨ con Él? Y en el horizonte fraternal: ¿escucho el sentir y el dolor de los hermanos? ¿Permanezco mudo ante las injusticias, la mentira y el dolor?

Señor Jesús, que te has hecho palabra y comunicación del Padre, abre nuestros oídos para escuchar tu mensaje, nuestro corazón para recibir a los hermanos y nuestra boca para anunciar tu evangelio. Amén