A las 12 horas de hoy, 22 de agosto de 2021, el Papa Francisco se ha asomado a la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico Vaticano para rezar el Ángelus con los fieles reunidos en la plaza de San Pedro. Antes de la oración mariana, el Santo Padre ha señalado que “no debemos perseguir a Dios en sueños e imágenes de grandeza y poder, sino que debemos reconocerlo en la humanidad de Jesús y, en consecuencia, en la de los hermanos y hermanas que encontramos en el camino de la vida”.
Al comienzo de sus palabras, el Papa ha relatado que, cuando Jesús invitó a sus discípulos a creer en Él como Dios, “muchos se volvieron atrás, es decir, dejaron de seguir al Maestro”. ¿Cuál es el motivo? El Pontífice aclara que el mensaje de Jesús suscitó un gran escándalo: “está diciendo que Dios ha elegido manifestarse y realizar la salvación en la debilidad de la carne humana”.
“Dios se hizo carne. Y cuando decimos esto, en el Credo, el día de Navidad, el día de la Anunciación, nos arrodillamos para adorar este misterio de la Encarnación. Dios se hizo de carne y hueso: se rebajó para hacerse hombre como nosotros, se humilló hasta asumir nuestro sufrimiento y nuestro pecado, y nos pide que lo busquemos, por tanto, no fuera de la vida y de la historia, sino en nuestra relación con Cristo y con nuestros hermanos”, explica.
Francisco concluye diciendo que, “ante el gesto prodigioso de Jesús, que con cinco panes y dos peces alimenta a miles de personas, todos lo aclaman y quieren llevarlo al triunfo, para hacerlo rey. Pero cuando él mismo explica que ese gesto es signo de su sacrificio, es decir, de la entrega de su vida, de su carne y de su sangre, y que los que quieren seguirle deben asimilarlo, su humanidad entregada por Dios y por los demás, entonces no les gusta, este Jesús nos pone en crisis”.
Estas son las palabras del Papa al introducir la oración mariana, ofrecidas por la Oficina de Prensa de la Santa Sede.
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Palabras del Papa
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de hoy (Jn 6,60-69) nos muestra la reacción de la multitud y de los discípulos ante el discurso de Jesús después del milagro de los panes. Jesús les invitó a interpretar esa señal y a creer en él, que es el verdadero pan bajado del cielo, el pan de la vida; y les reveló que el pan que dará es su carne y su sangre. Estas palabras sonaron duras e incomprensibles a los oídos de la gente, hasta el punto de que, a partir de ese momento -dice el Evangelio-, muchos de sus discípulos se volvieron atrás, es decir, dejaron de seguir al Maestro (vv. 60.66). Entonces Jesús pregunta a los Doce: “¿Queréis iros también vosotros?” (v. 67). (v. 67), y Pedro, en nombre de todo el grupo, confirma la decisión de quedarse con Él: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos conocido y creído que eres el Santo de Dios” (Jn 6,68-69). Y es una hermosa confesión de fe.
Detengámonos brevemente en la actitud de los que se retiran y deciden no seguir más a Jesús. ¿Cuál es el origen de esta incredulidad? ¿Cuál es el motivo de esta negativa?
Las palabras de Jesús suscitan un gran escándalo: está diciendo que Dios ha elegido manifestarse y realizar la salvación en la debilidad de la carne humana. Es el misterio de la encarnación. Y la encarnación de Dios es lo que provoca el escándalo y representa para esas personas -pero a menudo también para nosotros- un obstáculo. De hecho, Jesús afirma que el verdadero pan de salvación, que transmite la vida eterna, es su propia carne; que para entrar en comunión con Dios, antes de observar las leyes o cumplir los preceptos religiosos, hay que vivir una relación real y concreta con Él. Porque la salvación vino de Él, en su encarnación. Esto significa que no debemos perseguir a Dios en sueños e imágenes de grandeza y poder, sino que debemos reconocerlo en la humanidad de Jesús y, en consecuencia, en la de los hermanos y hermanas que encontramos en el camino de la vida. Dios se hizo carne. Y cuando decimos esto, en el Credo, el día de Navidad, el día de la Anunciación, nos arrodillamos para adorar este misterio de la Encarnación. Dios se hizo de carne y hueso: se rebajó para hacerse hombre como nosotros, se humilló hasta asumir nuestro sufrimiento y nuestro pecado, y nos pide que lo busquemos, por tanto, no fuera de la vida y de la historia, sino en nuestra relación con Cristo y con nuestros hermanos. Buscarlo en la vida, en la historia, en nuestra vida cotidiana. Y éste, hermanos, es el camino del encuentro con Dios: la relación con Cristo y los hermanos.
Incluso hoy, la revelación de Dios en la humanidad de Jesús puede causar escándalo y no es fácil de aceptar. Es lo que san Pablo llama la “necedad” del Evangelio frente a los que buscan milagros o sabiduría mundana (cf. 1 Cor 1,18-25). Y esta “escandalosidad” está bien representada por el sacramento de la Eucaristía: ¿qué sentido puede tener, a los ojos del mundo, arrodillarse ante un trozo de pan? ¿Por qué alimentarse asiduamente de este pan? El mundo está escandalizado.
Ante el gesto prodigioso de Jesús, que con cinco panes y dos peces alimenta a miles de personas, todos lo aclaman y quieren llevarlo al triunfo, para hacerlo rey. Pero cuando él mismo explica que ese gesto es signo de su sacrificio, es decir, de la entrega de su vida, de su carne y de su sangre, y que los que quieren seguirle deben asimilarlo, su humanidad entregada por Dios y por los demás, entonces no les gusta, este Jesús nos pone en crisis. De hecho, preocupémonos si no nos pone en crisis, ¡porque quizás hemos diluido su mensaje! Y pidamos la gracia de dejarnos provocar y convertir por sus “palabras de vida eterna”. Y que María Santísima, que dio a luz a su Hijo Jesús en la carne y se unió a su sacrificio, nos ayude a dar siempre testimonio de nuestra fe con nuestra vida concreta.
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