La palabra solidaridad, derivada del latín solidus (sólido), goza de la frescura de lo revolucionario, la riqueza de lo clásico y la fuerza de lo necesario. Aunque el vocablo fue pronunciado, por vez primera, en francés (solidarité) y en el marco de la revolución francesa, la idea de solidaridad es vieja como la Biblia, la filosofía griega y el derecho romano, los tres grandes pilares de la civilización occidental.
En los últimos siglos, sin embargo, la palabra solidaridad ha estado ligada a movimientos sociales y ha adquirido un carácter ético-político más marcado hasta el punto de convertirse en uno de los principios básicos de la organización social y política de las sociedades democráticas más avanzadas. La idea de solidaridad ha servido a la causa de fenómenos tan dispares como el nacimiento de las uniones obreras en los movimientos sociales del XIX y comienzos del XX, la cohesión de las clases sociales marxistas, la promoción del fascismo italiano, la construcción de la Unión Europea o la caída del comunismo en Polonia.
En el siglo II a.C., el antiguo esclavo y comediógrafo romano-africano Terencio resumió magistralmente el profundo sentido de la solidaridad humana: «Hombre soy: nada humano me es ajeno» (Heauton Timorumenos, 1.1.77). La revolución del amor que Jesucristo trajo al mundo encumbró el amor solidario hasta divinizarlo y lo convirtió en seña de identidad de la vida y práctica cristianas. El mandamiento nuevo de amarse unos a otros como Él nos amó (Juan 13:34) cambió para siempre el enfoque y el marco de la caridad social y la fraternidad humana, dotando a la solidaridad de una intensidad divina. De ahí que bien pueda hablarse de una solidaridad específicamente cristiana que ilumina y engrandece la solidaridad secular. Aquí radica, en parte, el éxito del concepto de solidaridad que mientras campa a sus anchas en una sociedad secularizada satisface también plenamente los más elevados ideales cristianos.
Como bola de nieve que se agranda y solidifica a medida que cae por la ladera y arrastra materiales, la idea de solidaridad se ha enriquecido con el paso de los siglos. Se ha aplicado la solidaridad en los más diversos ámbitos y ha sido objeto de estudio por distintas ramas del saber, entre otras: el derecho, la filosofía, la sociología, la antropología, la ciencia política, la teología, las relaciones internacionales, las ciencias de la salud, la química, la biotecnología, y, cómo no, la arquitectura, que exige materiales sólidos en la construcción, como bien explicó ya Vitrubio (De Architectura 7.1.1), en el siglo I antes de Cristo.
Responsabilidad compartida por entero
La palabra solidaridad se emplea, con carácter más o menos técnico, en las más variadas áreas del derecho, tanto privado como público. Pero más allá de todo tecnicismo y cualquier diferencia se encuentra la intuición central que dio origen al término solidaridad en el derecho romano. El derecho romano denomina solidaria (in solidum) a aquella responsabilidad que es compartida enteramente y al mismo tiempo por varios deudores, varios acreedores, o varios delincuentes en algunas obligaciones nacidas de una estipulación o de un delito civil, por ejemplo.
El jurista romano Gayo, en sus conocidas Instituciones, recurre en ocho ocasiones a la expresión in solidum. Por ejemplo, en Instituciones 3.121, Gayo nos dice que, antes de que el emperador Adriano mediante una epístola cambiase la legislación, los fiadores respondían por entero, esto es, solidariamente, de las deudas del deudor principal, y que el acreedor se podría dirigir directamente bien contra el deudor, bien contra cada uno de los fiadores por el total de la deuda. Otro ejemplo se encuentra en Instituciones 4.71, donde Gayo explica que cuando un padre de familia pone a su hijo bajo potestad o a su esclavo al frente de un negocio marítimo o terrestre, la responsabilidad es solidaria (in solidum). Pero la idea que subyace y unifica los diversos casos siempre es la misma: una unidad de prestación y una capacidad de exigir o responder por el todo, porque, aunque haya pluralidad de personas, la prestación es única (plures in unum). Por eso, si muere una persona obligada por entero, las restantes seguirán respondiendo del todo.
Aunque con matices distintos, esta responsabilidad solidaria pasó al Código francés de 1804, y sigue presente después de la reforma de 2016. Así, el art. 2013.1, por ejemplo, establece que «la solidaridad entre los deudores obliga a cada uno de ellos a toda la deuda. El pago efectuado por uno de ellos libera a todos respecto al acreedor». Por influencia del Código francés, la solidaridad ha pasado a los códigos civiles europeos y latinoamericanos influidos por él y se ha expandido en el ámbito del derecho continental.
Esta responsabilidad solidaria también fue recibida por el derecho canónico de la Iglesia católica, aunque con ciertas limitaciones. Por ejemplo, la responsabilidad de la cura pastoral puede recaer solidariamente sobre dos o más sacerdotes (Canon 517 §1). La idea fundante de la solidaridad se ha ido expandiendo y abriendo camino en el derecho administrativo y el derecho internacional, entre otros derechos, aunque, tantas veces, chocara frontalmente con el principio de soberanía del Estado. El derecho de la Unión Europea ha incorporado el principio de solidaridad como pilar fundamental de su derecho.
La imagen de Dios se comparte solidariamente
Esta idea jurídica de pluralidad en la unidad, de responsabilidad por entero derivada de la unidad de la prestación, es la misma que fundamenta la solidaridad en la teología cristiana debido a la sorprendente proximidad conceptual que existe entre la teología y el derecho.
El libro del Génesis (1:26-28; 5:1-3; y 9:6) afirma que el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios. Teólogos cristianos han analizado a fondo este pasaje y han hallado en él un fundamento para la dignidad humana. Pero ahí se encuentra también el fundamento de la solidaridad. Si la dignidad humana es el estatus que corresponde a los seres humanos por haber sido creados a imagen de Dios, la solidaridad es la responsabilidad compartida que deriva de ser portadores de esa imagen divina. Cada ser humano es portador no de un trozo o fracción de la imagen de Dios, sino de toda ella. En efecto, la humanidad no porta millones de imágenes de Dios, sino una única, pues la imagen de Dios es una e indivisible.
Si la imagen de Dios es una y está compartida, todos tenemos la responsabilidad de vivir conforme a la voluntad de Dios, de ejercitar nuestra libertad y cumplir con nuestras obligaciones identificándonos con ella. En la medida en que el ser humano actúa más solidariamente con los demás, va descubriendo también su radical unidad con todos los portadores de la imagen divina. Por eso, como veremos, la solidaridad admite muchas intensidades, ya que impregna todas las dimensiones de la existencia humana. En este sentido se puede decir que la solidaridad es un concepto radicalmente espiritual.
Los cristianos además sabemos que esa imagen de Dios es la de un Dios trinitario, que es Amor, esto es, infinitamente solidario. Al Dios cristiano también se le puede aplicar, elevado a escala infinita, esta idea de solidaridad, ya que una misma y única naturaleza divina es compartida solidariamente (por entero) por tres personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por eso, toda la obra divina, creadora, redentora y santificadora, aunque se atribuya más específicamente a una persona divina, es profundamente solidaria. Así lo explico Juan Pablo II, llamado el papa de la solidaridad: «Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres Personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra comunión» (Sollicitudo rei socialis, 40 ).
Para san Pablo, compartir la imagen de Dios es compartir la imagen de Cristo, que es imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación (Colosenses 1:15). Esa identificación con Cristo conduce a comportarse solidariamente, como lo hizo Cristo en sus años terrenales. El Evangelio nos ha dejado impresionantes muestras de ello, pero hay una frase de Jesucristo que condensa de modo muy particular cuanto venimos diciendo: cada vez que lo hicieron con uno de ellos —el forastero, el desnudo, el hambriento, el sediento, el enfermo— «lo hicieron conmigo» (Mateo 25:31-46). Esto explica que las primeras comunidades cristianas adoptaran un modo de vivir solidario muy distinto al general de la cultura de su tiempo, y que se gozaran en compartir sus bienes y riquezas con la comunidad (Hechos 2:44-45; 4:32-37). Como bien afirma un documento reciente de la Iglesia Ortodoxa griega: «Después de la conversión del emperador Constantino, ningún cambio en la política imperial fue más significativo, como expresión concreta de las consecuencias sociales del Evangelio, que la vasta expansión de la provisión de la Iglesia para los pobres, con un gran apoyo material del Estado» (Greek Orthodox Archdioceses of America, For the Life of the World. Toward a Social Ethos of the Orthodox Church, n. 33).
La teología cristiana protestante ha elaborado y puesto el énfasis en las alianzas con Adán y Eva, Noé, Abraham y Moisés como concreciones de la solidaridad de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. La alianza con Dios es una, la misma para todos, por lo que todos los seres humanos somos solidariamente responsables de su cumplimiento. Una alianza es más solidaria y, por tanto, estable y duradera que un contrato, que suele depender más de circunstancias concretas del momento y puede verse alterado por ellas (rebus sic standibus). Por eso, la ruptura de una alianza es siempre insolidaria; no en cambio la de un contrato, que se puede disolver por mutuo disentimiento.
Ser portadores de la imagen de Dios sirve para identificar a los seres humanos como personas, pero no para uniformarlos. La imagen de Dios es una fuente de pluralismo y diversidad, ya que es la imagen de un Dios vivo personal y trino. La idea de persona está esencialmente enraizada en la relación y la diversidad. Cada persona es diferente de las demás. Precisamente esta diferencia permite afirmar que, a pesar de ser Dios el Uno Absoluto, es posible una distinción de tres personas divinas basada en sus relaciones de origen: el Padre genera, el Hijo es engendrado y el Espíritu Santo procede. Hecho a la imagen trina de Dios, cada miembro de la humanidad es diferente y debe ser protegido en esa diferencia. Esta diversidad enriquece la sociedad humana y apoya el pluralismo como valor político. El pluralismo se basa en la unidad, porque la primera viene de la segunda, y no al revés. El pluralismo es la forma de vivir la unidad en la diversidad en las sociedades políticas democráticas. Los individuos no determinan su realización y florecimiento personal estipulando un contrato hipotético mínimo para vivir en sociedad. La unidad no es contractual ni se basa en una concepción del yo independiente de cualquier concepción del bien, sino que es más profunda que todo eso: la unidad es la unidad de la imagen de Dios reflejada en cada ser humano dentro de la comunidad política. La unidad de la imagen de Dios es precontractual, prepolítica y prejurídica. Trasciende, precede y da forma a cualquier tipo de organización de las sociedades democráticas.
Conclusión
La creciente consciencia de interdependencia de la humanidad y el convencimiento cada vez más firme de la unidad de la realidad invitan a pensar que la solidaridad está llamada a desempeñar un papel central en las importantes transformaciones sociales, ecológicas, económicas, digitales, a las que se enfrenta la humanidad en el siglo XXI, llamado precisamente el siglo de la solidaridad.
La solidaridad es una responsabilidad compartida y, por tanto, una exigencia que se va descubriendo paulatinamente, en la medida en que se siente más profundamente la fraternidad humana nacida de la común filiación divina. La solidaridad es una conquista de cada día, que exige una búsqueda del bien común y un respeto profundo de la dignidad de cada persona. Sin justicia, no hay solidaridad, pero la solidaridad va más allá de la justicia humana. La solidaridad toca la caridad. La solidaridad crece en las personas, sociedades y culturas, es decir, la solidaridad se hace más solidaria cuanto más se aproxima a las ideas de amor, servicio y gratuidad. La plena implantación de la solidaridad exige una profunda espiritualización de la sociedad. Por eso, en el desarrollo de la solidaridad, el cristianismo y el derecho deben ir de la mano.
Publicado originalmente en Nueva Revista, y reproducido aquí con autorización de © Nueva Revista.