Es preciso realizar una consideración preliminar. La Iglesia, en su sabiduría añosa, nos ofrece dos fases en el desarrollo de este tiempo litúrgico fuerte, que es el Adviento. En la primera, enfoca su mirada en la segunda venida de Cristo, al final de los tiempos, cuando venga con poder y gloria a juzgar este mundo. Nos presenta así el fin de la historia, animándonos a prepararnos para tal evento. De hecho, de alguna forma lo hacemos cotidianamente, quizá sin darnos demasiada cuenta, al rezar el Padrenuestro, cuando invocamos “venga a nosotros tu reino”. Ese reino que imploramos, es la consumación de la historia, el reinado definitivo y efectivo de Cristo sobre la entera creación. También lo pedimos cada vez que asistimos a la santa Misa, al exclamar, inmediatamente después de la consagración: “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!” Jesús ya vino, no sólo hace dos mil años, sino que, inmediatamente antes de pronunciar estas palabras, bajó nuevamente al altar gracias a la acción del Espíritu Santo y a las palabras de la consagración, pero estando ahí presente Jesús, le pedimos que apure su segunda venida, al final de los tiempos.
La segunda parte comienza el 16 de diciembre, coincide con la novena de la Navidad, cuando se rezan las antífonas solemnes previas a la Navidad, que nos invitan a centrar la mirada en el Misterio de Cristo naciente. Digamos que la primera parte del Adviento nos invita a mirar hacia adelante, a la segunda venida; la segunda parte, por el contrario, hacia atrás, para contemplar su primera venida en pobreza y humildad. ¿Para qué ese sucesivo cambio de perspectiva?, ¿por qué primero mirar hacia adelante y después hacia atrás? Quizá la respuesta nos la ofrezca san Bernardo, que de alguna forma “infla” las venidas de Cristo al incluir una “tercera venida”, en este caso, a nuestro corazón, en el silencio y la intimidad. Las meditaciones sobre el adviento tienen como finalidad provocar esa venida a Jesús en nuestro corazón en el presente, en el tiempo real de nuestra existencia, la cual discurre a caballo entre esas dos venidas teológicas claras: la primera en Belén hace dos mil años, la segunda al final de los tiempos, sólo Dios sabe cuándo.
Por eso la primera figura a contemplar es la del Precursor, san Juan el Bautista. Apenas seis meses mayor que Jesús, enviado por Dios para preparar su venida, y disponerle “un pueblo perfecto”. En realidad, san Juan Bautista forma parte de lo que pudiéramos denominar “nuestro tiempo”, pues su ministerio es posterior al Nacimiento en Belén, y anterior a la segunda venida. De todas formas, constituye el eslabón entre el Antiguo y el Nuevo Testamentos y es anterior al nacimiento de la Iglesia, con el que realmente surge el “tiempo de la Iglesia”, “tiempo del Espíritu Santo”, nuestro tiempo… Pero su misión es muy conforme con el significado profundo del Adviento, pues nos invita a “mirar a Jesús” y a prepararnos para su venida: su segunda venida al final de la historia y su tercera venida a nuestra alma en gracia.
San Juan, en efecto, lo señala y encamina a sus discípulos hacia Él. Digamos que, de alguna forma, todos tenemos algo de “san Juan Bautista”, pues nuestra vida espiritual puede comprenderse como la misión del Bautista: preparar la segunda venida de Cristo a este mundo con el trabajo bien hecho, ofrecido a Dios, santificado y santificante; y, en segundo lugar, descubrir a Jesús y señalarlo: descubrirlo en las personas, en nuestro trabajo, en la vida familiar, social o política y en señalarlo para que las demás personas lo descubran y lo sigan, para que la sociedad, la humanidad entera se oriente hacia Él, y contribuir de esa forma a realizar lo que profetizó san Pablo: “que Dios sea todo en todos” (1 Corintios 15, 28).
Para vivir bien el Adviento, nada mejor que imitar la actitud del Bautista. Podría resumirse ésta en su humildad, la viva conciencia que tiene de ser sólo un instrumento o, por usar otro símil, de ser él la envoltura y Jesús el regalo. Una vez recibido el regalo, pierde el sentido la envoltura. Se trata entonces -¡qué difícil es!- de descubrir que el centro de la fiesta no somos nosotros, es Jesús. Que el mundo no gira alrededor nuestro, sino de Él. De poder decir, con autenticidad, como san Juan: “conviene que Él (Jesús) crezca y yo disminuya”. En el Adviento, por tanto, podemos hacer el ejercicio de ubicarnos en nuestra realidad existencial, espiritual y religiosa. De alguna forma revivir el descubrimiento de Copérnico y descubrir, maravillados, que el centro no somos nosotros, sino Jesús, y tomar las medidas, dar pasos decididos, en orden a que efectivamente, y no sólo en nuestros deseos o en nuestra boca, sea Jesús el centro de nuestra vida.
Muchas veces, además, podemos tener el “complejo del Bautista”. ¿En qué consiste? En sentirnos como él: “voz que clama en el desierto: enderezad el camino del Señor” (Juan 1, 23, vid. Isaías 40, 3). A veces sentimos que nuestro clamor cae en el desierto, en tierra baldía, nadie lo escucha, todos lo ignoran. A veces los cristianos nos sentimos incomprendidos en el mundo, cuando no extraños a él. No debemos, sin embargo, dejar de ejercer nuestra misión profética en el seno de la sociedad. Dios cuenta con ello, aún con la apariencia de falta de frutos. Algo análogo le sucedió al Bautista: su misión estribaba en preparar al pueblo de Israel para recibir a su Mesías, pero cómo explica el otro san Juan en el prólogo de su evangelio: “vino a su casa, y los suyos no le recibieron” (Juan 1, 11), finalmente el pueblo de Israel no aceptó a su Mesías y lo crucificó. Los designios de Dios son inescrutables, pero Dios contó con la misión de san Juan Bautista, así como cuenta con la nuestra.
Proclamar, en medio del mundo, que el fin del mundo es trascendente a este mundo, aunque el mundo parezca no escucharnos. Como diría Pink Floyd: “Keep talking”, sigue hablando, sigue sembrando la semilla de la Palabra, que el Espíritu Santo encontrará la forma de que esta dé fruto, y fecunde el mundo y la sociedad. No te canses de hablar, no ceses de proclamar “la buena nueva”, “con ocasión y sin ella”, “oportuna o inoportunamente” (en expresión de san Pablo). La dimensión del Bautista en nuestra vida es parte de nuestra vocación bautismal, del carisma profético con el que somos ungidos al recibir el carácter sacramental en el bautismo y la confirmación. Muy especialmente con este último sacramento, que nos da la gracia y nos capacita para dar testimonio público de nuestra fe. Y esto con naturalidad, sin estridencias ni cosas raras, en medio de la sociedad, a través de nuestra vida familiar, profesional o social, sirviéndonos de la amistad, vamos dando testimonio de Cristo. Sentimos en nuestro interior la fuerza de esta misión, la responsabilidad de estar a la altura de ella, y el empeño de que nuestra vida sea coherente con la misma, como lo fue la de san Juan Bautista con su misión de Precursor; si de algo no se puede dudar, es de la autenticidad del personaje, a él le pedimos también que nimbe con el sello de la autenticidad nuestra entera vida cristiana.