El biopic Priscilla, escrito y dirigido por Sofía Coppola, desborda el interés sobre las memorias de la que fuera esposa de uno de los ídolos musicales del siglo XX, Elvis Presley. La película es un valioso testimonio cinematográfico sobre la infelicidad y la violencia en las relaciones de pareja, a partir de la historia de humillación y soledad de la mujer que hay detrás del personaje famoso, atrapada desde la adolescencia en una jaula de oro. La mirada de Coppola abarca las expresiones dramáticas de desigualdad, cosificación femenina, engaño e ideas erróneas sobre el amor. La cineasta norteamericana repara en un fenómeno cada vez más extendido, el de los iconos que creen gozar de un estatus libre de responsabilidades éticas.
“¿Por qué te vas si tienes todo lo que desea una mujer?” La cámara de Sofia Coppola filma una de las escenas finales en las que el famoso rockero, Elvis Presley (Jacob Elordi), en su faceta más turbia, plantea una pregunta, en extremo, reveladora. El cantante está tendido en la cama de una lujosa suite en Las Vegas, con signos de haber consumido grandes dosis de alcohol y drogas. Su esposa, Priscilla (Cailee Spaeny), tras zafarse de un intento de abuso sexual, marca un punto de inflexión en la historia de la pareja y en su propia vida, al atreverse a comunicar su decisión de poner punto y final a una relación de quince años: “O me voy ahora o no podré irme nunca”. Priscilla Beaulieu concluye, en ese momento, un viaje iniciático que transforma su realidad y la libera al tomar conciencia de que, desde la adolescencia, estaba siendo víctima de una aniquilación progresiva, una sumisión ciega, basada en la destrucción de la confianza en sí misma, en la negación de la propia voz, del derecho a narrar su vida en primera persona y de expresar deseos y preferencias, algo que otros y, en especial, su pareja hacía por ella.
La cineasta norteamericana, Sofía Coppola, con el biopic Priscilla, vuelve a situar el foco en un tema que, desde perspectivas distintas, aborda en películas anteriores como Las vírgenes suicidas (1999), la oscarizada Lost in Translation (2003) o María Antonieta (2006). La directora tiene una acreditada habilidad para indagar sobre historias de mujeres atrapadas en vidas infelices y sobre presuntos cuentos de hadas que evolucionan hacia relaciones violentas de pareja. En esta nueva película, basada en las memorias Elvis and Me (1985), escritas por la esposa del mítico cantante, Coppola explora, a fuego lento, a través de la odisea de Priscilla, las patologías del amor en vínculos desiguales, la cosificación de la mujer, el engaño y las ideas equivocadas en torno al amor.
En la biografía cinematográfica, la historia de Priscilla y Elvis comienza en 1959 como un aparente[1] cuento de hadas. La joven de catorce años, hija de un oficial de la fuerza aérea de EEUU, aparece sola tomándose un helado en el bar de una base militar norteamericana en Alemania, cuando se le acerca un soldado y le ofrece, por sorpresa, presentarle al cantante en una fiesta. Elvis Presley tiene, entonces, 25 años y está destinado como soldado del ejército estadounidense también en Friedberg, coincidiendo con el despegue de su carrera artística. Éste, atraído al instante por la inocencia y la ingenuidad de Cilla, muestra una faceta personal que fascina a la chica al hablarle de la soledad que siente tras la pérdida reciente de su madre. Embelesada por el ídolo y, a la vez, impactada por una revelación que le hace sentir una privilegiada entre la legión de mujeres que, en aquellos años, seguían al apodado “rey del rock”, se descentra de sus estudios y empieza por consumir drogas que le ofrece el cantante. La primera vez, le da una pastilla “para que no te duermas en el colegio”. En una segunda ocasión, le ofrece otra que la deja dos días durmiendo. Ahí arranca la metamorfosis de la joven. Además, las habilidades manipuladoras y la fama del personaje facilitan que los padres de Priscilla le cedan, cuando acaba de cumplir los diecisiete años, la tutela de ésta para que se traslade a Graceland, la lujosa residencia de Elvis en Memphis.
Relaciones de poder sin brújula moral
Elvis moldea a Priscilla como hace James Stewart con Kim Novak en la película Vértigo de Alfred Hitchcock. Inicialmente, la persuade de que cambie el color del cabello y de que se maquille más los ojos y acaba por comprarle la ropa que ella debe ponerse, decide las relaciones sexuales y va aislándola, poco a poco, del mundo en una jaula de oro. Incluso le prohíbe que trabaje para asegurarse de que está a su disposición cuando él la necesita: “Yo o una carrera. Necesito que estés ahí cuando te llamo”.
Las escenas de violencia, los desplantes y los insultos en público y en privado se suceden. En una ocasión, le lanza una silla porque ella opina sobre una de sus canciones algo que él no le gusta. “Necesitas que alguien te lleve a este punto”, una ironía sádica con la que el famoso cantante y actor justifica las agresiones. Priscilla se va acostumbrando a los rumores de infidelidad, a los ataques, a las amenazas con la ruptura de la relación y a que Elvis consuma cada vez más pastillas para dormir y para despertarse, a medida que crece su popularidad. “No necesito la opinión de una aficionada”, le responde con desprecio el artista cuando Priscilla le insinúa la relación entre este consumo y los raptos de violencia. Descentrada y sin capacidad para tomar decisiones, la joven acepta casarse con el cantante en 1967 y, al poco tiempo, se queda embarazada. Precisamente, una de las escenas más controvertidas de las relaciones de abuso que retrata el film de Sofía Coppola remite al momento en el que Priscilla se pone de parto. La cámara de la cineasta se recrea en una escena que da cuenta de la sumisión de la mujer a los dictados de su esposo. Ella se maquilla minuciosamente como si fuera a asistir a una fiesta, se pone las pestañas postizas y escoge el vestido que a él le gustaría antes de salir hacia el hospital.
En las relaciones de poder en la pareja, se busca que la persona dominada acceda sin límites a conductas deseadas por quien se siente con derecho a imponer determinados comportamientos y a ver satisfechas sus expectativas, menoscabando la libertad de quienes se ven afectadas por las decisiones.
La cineasta, al tiempo que abarca en el film las expresiones dramáticas de violencia en la pareja y la patología amorosa con un tono intimista, recala en un hecho que, si bien no es novedoso, sí que está cada vez más extendido. Tiene que ver con los famosos que creen gozar de un estatus superior al de los demás y, en virtud de su influencia, se consideran libres de responsabilidades éticas para hacer lo que les apetece, sin importarles el daño que pueden causar. Creen que la fama les otorga el derecho a tomar lo que desean, confundiendo sus necesidades con las de las otras personas, con poca o nula empatía hacia los demás. Pero, alguien por muy célebre, poderoso e incluso infinitamente excéntrico que sea, está obligado a reconocer ciertas cosas de su entorno, de la existencia de otras personas y de sus demandas.
Valoración bioética
El film de Sofía Coppola ofrece, como hemos visto, temas de plena actualidad que interpelan a una reflexión bioética sobre el amor como fenómeno moral. Las relaciones personales no pueden ser un ámbito exento de moralidad, al estar estrechamente relacionadas con la mirada al otro como persona y como bien, asuntos centrales de la ética y de la vida humana.
Desde una perspectiva muy próxima al personalismo, la filósofa Iris Murdoch, en su obra La Soberanía del bien apunta a la centralidad del amor, la responsabilidad afectiva, el compromiso, el cuidado, la lealtad y la empatía como aspectos esenciales de lo que denomina una atención amorosa (loving attention). Para esta autora, el amor erótico o meramente sexual disminuye la motivación a buscar el bien y se convierte en un impedimento o una fuente de engaños, envolviendo a la otra persona en una atmósfera egoísta que no permite percibirla como realmente es.
La respuesta moral, en definitiva, es la respuesta al bien particular de ese otro con el que me estoy relacionando desde la igualdad y la reciprocidad. La percepción y la recepción del otro como persona, como advierte Jonathan Glover, resulta esencial para tener en cuenta sobre quién recae nuestra acción y establecer los límites de lo bueno y lo malo.
El filósofo René Girard, en sus investigaciones sobre el deseo mimético, alerta de que seguir a otros, sin meta ni detenerse a reflexionar sobre las consecuencias de nuestros deseos o de nuestras acciones, nos hace correr el riesgo de copiar sus vacíos. Algo así le ocurre a Priscilla en el film, quien al hacer suyos los deseos de Elvis, también copió el vacío de su sentido existencial y se convirtió en la muñeca particular de un juguete roto, producto de la sociedad de consumo norteamericana.
Amparo Aygües – Master Universitario en Bioética por la Universidad Católica de Valencia – Colaboradora del Observatorio de Bioética