En realidad, el título debería ser más largo: ¿por qué orar cuando no recibo lo que he pedido? O, dicho más crudamente, ¿para qué orar cuando aparentemente mis oraciones no son escuchadas o, peor aún, son escuchadas e ignoradas? A veces no resulta fácil consolar a quien te dice, con el corazón roto: “¿de qué han servido todas las oraciones, las cadenas de oración, tantas personas rezando…?”, cuando al final lo que se pedía, con tanta urgencia e insistencia, no se consiguió. ¿Hay alguna especie de buzón de reclamación en el cielo?
En mi muy particular experiencia pastoral, esas personas lo que necesitan es comprensión. Alguien que las escuche, las comprenda e intente devolverles la esperanza (sólo Dios puede dar esperanza). A veces la vida es muy dura y la única luz que se ve en el túnel es la de la oración… y a veces esa luz se apaga. Cuando muere el hijo, la madre, la esposa… cuando te quedas sin trabajo y pasan los meses, los años incluso y no hay nuevo trabajo, y no sé cuántos miles de situaciones más difíciles, que nos empujan a orar y de las que salimos desconsolados al no haber sido escuchados.
Benedicto XVI habla de la oración como de un lugar de esperanza:
“Agustín ilustró de forma muy bella la relación íntima entre oración y esperanza en una homilía sobre la Primera Carta de San Juan. Él define la oración como un ejercicio del deseo. El hombre ha sido creado para una gran realidad, para Dios mismo, para ser colmado por Él. Pero su corazón es demasiado pequeño para la gran realidad que se le entrega. Tiene que ser ensanchado. «Dios, retardando [su don], ensancha el deseo; con el deseo, ensancha el alma y, ensanchándola, la hace capaz [de su don]». Agustín se refiere a san Pablo, el cual dice de sí mismo que vive lanzado hacia lo que está por delante (cf. Flp 3,13). Después usa una imagen muy bella para describir este proceso de ensanchamiento y preparación del corazón humano. «Imagínate que Dios quiere llenarte de miel [símbolo de la ternura y la bondad de Dios]; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pondrás la miel?» El vaso, es decir el corazón, tiene que ser antes ensanchado y luego purificado: liberado del vinagre y de su sabor. Eso requiere esfuerzo, es doloroso, pero sólo así se logra la capacitación para lo que estamos destinados” (Spe Salvi, 33).
Muy hermoso texto, pero no nos consuela, cuando nuestra petición sincera, auténtica, de lo más profundo del corazón no ha sido escuchada. A mí me sirve, en esos casos y siempre, pensar en el Padre Nuestro, modelo de la oración cristiana. ¿Qué le decimos ahí a Dios? “Hágase Tu voluntad así en la Tierra como en el Cielo.” ¡Cómo nos gustaría que dijera: “hágase mí voluntad”! Por otra parte, explica un padre de la Iglesia, creo que san Cipriano, que la voluntad de Dios se va a hacer, sí o sí; lo que le pedimos a Dios es que nosotros seamos capaces de ser instrumentos de esa voluntad. En realidad, lo que le pedimos a Dios es que seamos capaces de hacer Su voluntad en nuestra vida. Y esa voluntad a veces consiste en la Cruz.
¿Nos olvida o ignora Dios cuando no escucha nuestras oraciones? Error. Siempre las escucha, no siempre hace lo que le pedimos. Pero no nos olvida, en realidad nos trata como a su Hijo, es decir, como a cristianos mayores de edad, los que han pasado por el crisol de la Cruz. “El cristiano madura y se hace fuerte junto a la Cruz de Jesús” diría san Josemaría. “Padre, si es posible que pase de Mí este cáliz, pero no se haga Mi voluntad sino la Tuya.” Podríamos decir que la agonía de Jesús en Getsemaní fue la primera oración no cumplida. En realidad, fue todo lo contrario, Jesús que comenzó postrado su oración: “mi alma está triste hasta la muerte”, se hizo capaz de hacer la voluntad de Dios, y la termina diciendo: “Levantaos, ¡vamos!, ya llega el que me va a entregar”, sale decidido a realizar la voluntad de su Padre. Ése es el verdadero fin de la oración; por eso, cuando estamos desolados, no es el momento de dejar de rezar, al contrario, es la ocasión de incrementar nuestra oración, para que también nosotros seamos capaces de hacer en nuestra vida la voluntad de Dios.