En la Plaza San Marcos de Venecia el Papa Francisco ha celebrado la Eucaristía del V Domingo de Pascua, luego de la participación en la muestra artística y cultural de la Bienal, compartir con las internas de la cárcel de mujeres, dirigir un mensaje a los artistas y a los jóvenes de la región.
La jornada de la visita pastoral del Santo Padre a Venecia, en Italia, concluyó con la celebración de la Eucaristía reflexionando sobre la invitación de Jesús a permanecer unido a él: «El que permanece en mí y yo en él, da mucho fruto» (Jn 15,4)”.
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Homilía del Santo Padre
Jesús es la vid, nosotros los sarmientos. Y Dios, Padre misericordioso y bueno, como un agricultor paciente, nos trabaja con esmero para que nuestra vida se llene de frutos. Por eso Jesús nos recomienda que apreciemos el don inestimable que es el vínculo con Él, del que dependen nuestra vida y nuestra fecundidad. Repite con insistencia: «Permaneced en mí y yo en vosotros. [El que permanece en mí y yo en él, da mucho fruto» (Jn 15,4). Sólo da fruto quien permanece unido a Jesús. Reflexionemos sobre esto.
Jesús está a punto de concluir su misión terrena. En la Última Cena con los que serán sus apóstoles, les da, junto con la Eucaristía, algunas palabras clave. Una de ellas es precisamente ésta: «permaneced», mantened vivo el vínculo conmigo, permaneced unidos a mí como los sarmientos a la vid. Con esta imagen, Jesús retoma una metáfora bíblica que el pueblo conocía bien y que también encontraba en la oración, como en el salmo que dice: «¡Dios de los ejércitos, vuelve! / Mira desde el cielo y ve / y visita esta viña» (Sal 80,15). Israel es la viña que el Señor ha plantado y cuidado. Y cuando el pueblo no da los frutos de amor que el Señor espera, el profeta Isaías formula una acusación utilizando precisamente la parábola de un labrador que ha labrado su viña, la ha limpiado de piedras, ha plantado vides finas esperando que produzca buen vino, pero en cambio sólo da uvas inmaduras. Y el profeta concluye: «Pues bien, la viña del Señor de los ejércitos / es la casa de Israel; / los habitantes de Judá / son su plantación predilecta. / Esperaba justicia / y he aquí el derramamiento de sangre, / esperaba justicia / y he aquí los gritos de los oprimidos» (Is 5,7). Jesús mismo, retomando a Isaías, cuenta la dramática parábola de los viñadores asesinos, subrayando el contraste entre la obra paciente de Dios y el rechazo de su pueblo (cf. Mt 21,33-44).
Así, la metáfora de la vid, a la vez que expresa el cuidado amoroso de Dios por nosotros, por otra parte nos pone en guardia, porque si rompemos este vínculo con el Señor, no podremos generar frutos de buena vida y nosotros mismos corremos el riesgo de convertirnos en sarmientos muertos. Es malo, esto, convertirse en ramas muertas, esas ramas que se tiran.
Hermanos y hermanas, con el telón de fondo de la imagen utilizada por Jesús, pienso también en la larga historia que vincula a Venecia con el trabajo de la vid y la producción de vino, con el cuidado de tantos viticultores y los numerosos viñedos que surgieron en las islas de la Laguna y en los jardines entre los calli de la ciudad, y los que comprometieron a los monjes en la producción de vino para sus comunidades. Dentro de este recuerdo, no es difícil captar el mensaje de la parábola de la vid y los sarmientos: la fe en Jesús, el vínculo con Él, no aprisiona nuestra libertad, sino que, al contrario, nos abre para recibir la savia del amor de Dios, que multiplica nuestra alegría, nos cuida con el esmero de un buen viñador y hace brotar sarmientos incluso cuando el terreno de nuestra vida se vuelve árido. Y muchas veces nuestro corazón se reseca.
Pero la metáfora se apaga, también puede leerse pensando en esta ciudad construida sobre el agua, y reconocida por esta singularidad como uno de los lugares más evocadores del mundo. Venecia es una sola cosa con las aguas sobre las que se asienta, y sin el cuidado y la protección de este entorno natural podría incluso dejar de existir. Así es también nuestra vida: también nosotros, inmersos desde siempre en las fuentes del amor de Dios, hemos sido regenerados en el Bautismo, renacidos a una vida nueva por el agua y el Espíritu Santo, y colocados en Cristo como sarmientos en la vid. En nosotros fluye la savia de este amor. En nosotros fluye la savia de este amor, sin la cual nos convertimos en sarmientos secos que no dan fruto. El Beato Juan Pablo I, cuando era Patriarca de esta ciudad, dijo una vez que Jesús «vino a traer a los hombres la vida eterna […]». Y continuaba: «Esa vida está en Él y pasa de Él a sus discípulos, como la savia sube del tronco a los sarmientos de la vid. Es un agua fresca que Él da a sus discípulos. Es un agua fresca que él da, un manantial que brota siempre» (A. Luciani, Venezia 1975-1976. Opera Omnia. Discorsi, scritti, articoli, vol. VII, Padua 2011, 158).
Hermanos y hermanas, esto es lo que cuenta: permanecer en el Señor, morar en Él. Pensemos un momento en esto: permanecer en el Señor, morar en Él. Y este verbo -permanecer- no debe interpretarse como algo estático, como si quisiera decirnos que nos quedemos quietos, aparcados en la pasividad; en realidad, nos invita a ponernos en movimiento, porque permanecer en el Señor significa crecer; permanecer siempre en el Señor significa crecer, crecer en la relación con Él, dialogar con Él, acoger su Palabra, seguirle por el camino del Reino de Dios. Por eso se trata de ponerse en camino tras Él: permanecer en el Señor y caminar, ponerse en camino tras Él, dejarse provocar por su Evangelio y convertirse en testigos de su amor.
Por eso dice Jesús que el que permanece en Él da fruto. Y no es cualquier fruto. El fruto de los sarmientos en los que fluye la savia es la uva, y de la uva sale el vino, que es signo mesiánico por excelencia. Porque Jesús, el Mesías enviado por el Padre, lleva el vino del amor de Dios al corazón del hombre y lo llena de alegría, lo llena de esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, éste es el fruto que estamos llamados a dar en nuestra vida, en nuestras relaciones, en los lugares que frecuentamos cada día, en nuestra sociedad, en nuestro trabajo. Si miramos hoy esta ciudad de Venecia, admiramos su encantadora belleza, pero también nos preocupan los numerosos problemas que la amenazan: el cambio climático, que repercute en las aguas de la Laguna y en el territorio; la fragilidad de los edificios, del patrimonio cultural, pero también la de las personas; la dificultad de crear un ambiente a escala humana mediante una gestión adecuada del turismo; y también todo lo que estas realidades corren el riesgo de generar en términos de relaciones sociales deterioradas, de individualismo y de soledad.
Y nosotros, cristianos, que somos sarmientos unidos a la vid, la vid del Dios que cuida de la humanidad y ha creado el mundo como un jardín para que florezcamos en él y lo hagamos florecer, ¿cómo respondemos los cristianos? Permaneciendo unidos a Cristo, podremos dar los frutos del Evangelio en la realidad que habitamos: frutos de justicia y de paz, frutos de solidaridad y de cuidado mutuo; opciones de cuidado del medio ambiente, pero también de la herencia humana: no olvidemos la herencia humana, nuestra gran humanidad, la que Dios ha tomado para caminar con nosotros; necesitamos que nuestras comunidades cristianas, nuestros barrios, nuestras ciudades, se conviertan en lugares hospitalarios, acogedores, inclusivos. Y Venecia, que siempre ha sido lugar de encuentro y de intercambio cultural, está llamada a ser signo de belleza accesible a todos, empezando por los últimos, signo de fraternidad y de cuidado de nuestra casa común. Venecia, tierra que hace hermanos. Gracias.
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Al final de la Celebración Eucarística presidida en la Plaza de San Marcos, el Santo Padre Francisco dirigió el rezo del Regina Coeli.
Antes de abandonar la Plaza, el Papa entró en privado en la Basílica para venerar las Reliquias del Santo. Después, tras subir a la patrullera, llegó a la plaza interior de la Cárcel de Mujeres de la Isla de la Giudecca desde donde, tras despedirse de las autoridades civiles y religiosas que le habían recibido a su llegada, partió en helicóptero para regresar a Roma.
Publicamos a continuación las palabras que pronunció el Papa al introducir la oración mariana:
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Palabras del Papa en el Regina Coeli
Queridos hermanos y hermanas
Antes de concluir nuestra celebración, quisiera saludar a todos los que habéis participado. Doy las gracias de corazón al Patriarca, Francesco Moraglia, y con él a los colaboradores y voluntarios. Doy las gracias a las autoridades civiles y a la policía que han facilitado esta visita. Gracias a todos.
También desde aquí, como cada domingo, queremos invocar la intercesión de la Virgen María por las numerosas situaciones de sufrimiento en el mundo.
Pienso en Haití, donde está vigente el estado de emergencia y la población está desesperada por el colapso del sistema sanitario, la escasez de alimentos y la violencia que empuja a la gente a huir. Confiamos al Señor el trabajo y las decisiones del nuevo Consejo presidencial de transición, que tomó posesión el pasado jueves en Puerto Príncipe, para que, con el renovado apoyo de la comunidad internacional, conduzca al país a alcanzar la paz y la estabilidad que tanto necesita.
Pienso en la atormentada Ucrania, en Palestina e Israel, en los Rohingya y en tantos pueblos que sufren la guerra y la violencia. Que el Dios de la paz ilumine los corazones para que crezca en todos la voluntad de diálogo y de reconciliación.
Queridos hermanos y hermanas, ¡gracias de nuevo por vuestra acogida! Gracias al Patriarca. Os llevo conmigo en la oración; y vosotros también, por favor, no olvidéis rezar por mí, ¡porque este trabajo no es fácil!