Del proceso para llegar a perdonar o pedir perdón, sale lo mejor y lo peor de nosotros mismos.
Está directamente relacionado con la soberbia y el orgullo que nos impiden bajarnos del pedestal donde nos hemos colocado, e íntimamente conectado al yo egoísta en que vive cada individuo. Debemos luchar con todas nuestras fuerzas para que la humildad y la generosidad del perdón, salgan siempre vencedoras de este combate.
La simiente de la humildad y generosidad, regalo de Dios que se pierde si no lo ejercitas, se ve ahogada por el dolor de la ofensa y muchas veces, aunque nos esforzamos por perdonar, no podemos. Ahí es donde empieza a gestarse el maléfico rencor que intoxicará tu corazón, porque el rencor no es una palabra fea con la que defines cierta amargura, es odio, una grave enfermedad del alma que deformará tu vida.
Dios no te pide que seas el mejor amigo de aquel que te ofendió tanto o cuanto. Te pide que dejes correr el agua contaminada y estancada que envenena tu ser. Te pide que por tu propio bien, perdones y te permitas a ti mismo abrirle la puerta al dolor que asfixia tu corazón. Que no desees nada malo a esa persona. Que reces para que encuentre la luz necesaria y comprenda que el perdón, siempre es algo que viene de Dios. Tanto si lo das como si lo recibes.
De la misma forma que el rencor corroe el corazón de quien debe perdonar y no lo hace, la soberbia va escalando peldaños en el alma de quien carece de la humildad suficiente para pedirlo.
Pregúntate, si Jesús puede perdonar tus pecados por terribles que hayan sido… ¿Qué te impide a ti seguir su ejemplo? ¿Por qué esa ofensa que te han hecho crees que no merece tu perdón? Nuestro Señor agonizante en la Cruz, nos dejó un mensaje que debería calar en lo más profundo de tu ser:
“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23, 34)
¿Sabes tú lo que estás haciendo al negar el perdón a alguien? ¿Las consecuencias que ese hecho podrían tener para la vida eterna y salvación de tu alma o las de la otra persona? ¿Crees que tu sufrimiento es mayor que el padecido por Jesús en Getsemaní cuando contempló con inmenso dolor nuestro destino si Él no se sacrificaba? ¿Acaso te crees más o mejor que Dios?
Empieza por bajarte del pedestal donde te has puesto a ti mismo, de sentirte víctima incluso aunque lo hayas sido y libérate, permitiendo que te consuele quien nos enseñó qué es el amor.
“… un corazón quebrantado y humillado, tú oh Dios, tú no lo desprecias Señor” (Salmos, 51, 19)
Tú, perdona con todo tu corazón y deja que sea Dios quien juzgue el pecado que se haya cometido. No estás aquí para juzgar a nadie, estás aquí -en la prueba- para demostrarle a Dios con tu amor, que mereces volver a Casa y disfrutar del Cielo eterno a su lado.
“Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos?” (Mateo 5-46)
Según avanzamos en nuestra experiencia vital, también se suelen ir complicando las cosas. El “amor” de tu vida puede transformarse en tu mayor enemigo o en un desconocido. El trabajo soñado, en tu peor pesadilla o la rutina que te mata. La familia perfecta, en el mayor infierno.
La humillación, la soledad provocada y no querida, la indiferencia de quien te ignora, la dejadez de quien supuestamente debería cuidarte, la prepotencia de quienes se creen mejores que nadie, la incomprensión por la muerte repentina de un ser querido, la maldad de la sociedad en que vivimos, los abusos. La enfermedad inesperada. La envidia, los celos. El crimen. Las deudas heredadas. La injusticia soportada. El desamor que atormenta. Los accidentes. La mentira.
Todo ese dolor con el que convivimos, ese sufrimiento que ahoga nuestra vidas, va creando una masa invisible y amorfa que no sólo afecta a nuestro comportamiento social. Se cuela en lo más profundo de nuestro ser y nos rompe por dentro.
La mayor dificultad no está en amar a quienes no nos aman, porque nuestro Señor nos hizo por y para el amor. Estamos predispuestos a ello y en algún momento -si lo trabajamos- encontraremos la forma de conciliar nuestro yo egoísta con las necesidades ajenas. Con la caridad.
El mayor desafío de todos está en perdonar y pedir perdón. Siempre huimos del sufrimiento, nos da pavor y por eso nos cuesta tanto. El dolor de la humillación para dar o recibir el perdón ahoga nuestro ego y en lugar de entenderlo como una victoria personal contra la soberbia, pensamos que nos han doblegado.
El “enemigo” disfruta con ello, porque te mantiene en la angustia y no permite que te liberes. Lo pone en tu mente y sencillamente, te dejas llevar, porque la recompensa es no sufrir y dejar las cosas como están. La sensación es que nada cambia en tu vida, pero no es verdad. El mal avanza y tú lo consientes.
Esta Cuaresma imponte (por tu bien) la santa penitencia de perdonar a todos aquellos que corroen tu corazón y de pedir perdón a quiénes en conciencia creas que se lo debes.
Te aseguro que esta Semana Santa será totalmente diferente. Cuando acudas al sacramento de la Confesión el miércoles santo -reconociéndote pecador- el Señor te abrazará y consolará con todo su corazón por haber hecho bien los deberes.