Nuestra parroquia ha tenido el gozo de acoger en su formación a dos diáconos, que una vez ordenados, por designación del obispo forman parte del clero que atiende esta porción de rebaño del Señor.
Formados para el servicio litúrgico, y la caridad, gozosos por el ministerio, ambos han tenido, el día del estreno sus primeras heridas. El primero, en plena homilía fue interrumpido a voz en grito por una feligresa, habitual saboteadora en diferentes parroquias, apelando, según ella a la ortodoxia, cuestionando lo que el nuevo predicador afirmaba. El celebrante, ante el atropello, entonó el Credo siguiendo así la Eucaristía y zanjando la posible discusión. Nuestro diácono con los cinco años de formación teológica, su licenciatura en Derecho y su experiencia laborar de más de veinte años de director de liceo, quedó traumatizado. Busca la feligresa para debatir con ella. En la formación para el diaconado les enseñaron la pulcritud de las rubricas litúrgicas de cara al esplendor de la celebración, pero no les prepararon para ser heridos en su ministerio.
El otro diácono, pulcro por demás en la liturgia, atento a las formas y vestimentas, fue informado que una de las comuniones que distribuyó fue paseada de mano en mano hasta ser consumida por una anciana que recriminó a los que lo hicieron. Era una celebración de seis bautizos de niños en edad catequética, que trajeron tras sí invitados no habituales en la Eucaristía. El diácono se pregunta cómo no se percató al dar la comunión.
Para ambos casos hemos acordado hacer un acto de desagravio a la Eucaristía. Pero además nos está sirviendo a la comunidad de motivo de reflexión para pastorear desde las heridas. Puesto que en el grupo de reflexión surgieron otras heridas difíciles de compaginar con la fe.
Una catequista se dolía de que su hermano había fallecido sin recibir ni la Unción ni el Viático y de ser enterrado fuera de la iglesia, en una ceremonia civil.
Otra feligresa se mostraba apenada por la muerte inesperada por suicidio de un compañero de trabajo y se preguntaba si se le podía ofrecer una misa por su eterno descanso.
Me viene a la memoria las palabras del papa Francisco en el encuentro con los movimientos laicales del 18 de maro de 2013 en que afirmaba: “En este momento de crisis no podemos preocuparnos sólo de nosotros mismos, encerrarnos en la soledad, en el desaliento, en el sentimiento de impotencia ante los problemas. No os encerréis, por favor. Esto es un peligro: nos encerramos en la parroquia, con los amigos, en el movimiento, con quienes pensamos las mismas cosas… pero ¿sabéis qué ocurre? Cuando la Iglesia se cierra, se enferma, se enferma. Pensad en una habitación cerrada durante un año; cuando vas huele a humedad, muchas cosas no marchan. Una Iglesia cerrada es lo mismo: es una Iglesia enferma. La Iglesia debe salir de sí misma. ¿Adónde? Hacia las periferias existenciales, cualesquiera que sean. Pero salir. Jesús nos dice: «Id por todo el mundo. Id. Predicad. Dad testimonio del Evangelio» (cf. Mc 16, 15). Pero ¿qué ocurre si uno sale de sí mismo? Puede suceder lo que le puede pasar a cualquiera que salga de casa y vaya por la calle: un accidente. Pero yo os digo: prefiero mil veces una Iglesia accidentada, que haya tenido un accidente, que una Iglesia enferma por encerrarse.”
No solamente en la iglesia, sino también en la familia, en la sociedad, en lo profesional, buscamos seguridades que alejen de nosotros la incertidumbre de lo imprevisto. Una secta religiosa, una familia rígida en normas, una empresa mecanizada hasta en las decisiones, un país controlado hasta en la vestimenta de los ciudadanos, no deja espacio a la libertad, a la creatividad, ni al progreso, pero da seguridad. Solo cabe obedecer o excluirse del grupo. Desde la debilidad buscamos seguridades que nos permitan estar confortables aun pagando el precio de nuestra libertad. Para ello, la solución inmediata es la exclusión de los que no cumplen la norma. De manera que los recintos como la iglesia, o la misma familia sean recintos seguros.
A nuestros diáconos les han formado para manejar bien el incensario, para situarse en el altar y les han ordenado para predicar la palabra. No les prepararon para fracasar. A nadie le preparan para ser perdedor, en una sociedad de triunfadores. Pero el fracaso nos hace más humanos, dejando la perfección para el Señor, nos hace más humildes, nos acerca más a la oración, y nos lleva a poner nuestra confianza en el Señor. A su cruz nos unimos más desde el fracaso.
Pastorear herido supone vivir la Iglesia desde la pobreza personal. Excede la pretensión de este comentario hablar del sentido de la evangelización. Tenemos la gran suerte de contar con el papa Francisco que nos regaló en la clausura del año de la fe de 2013 la exhortación apostólica Evangelii Gaudium .
La iglesia no es una secta precisamente porque tolera e integra las heridas tanto en sus miembros como en los demás. Eso supone asumir responsabilidades personales, enfrente de las normas ciegas, supone generar caminos de encuentro dónde el otro pueda escuchar el mensaje de salvación.
Supone un resquicio de esperanza en medio de la obscuridad del sinsentido.
A la catequista cuyo hermano muere al margen de la Iglesia y a la compañera del joven suicidado, les ayudamos a entender que sólo Dios Padre es el juez. Nadie nos prohíbe rezar por ellos, el mismo Jesús sigue ofreciéndose para la salvación de la humanidad entera. Recemos para que los que han muerto, libres de las ataduras de la muerte, con la fuerza de nuestra oración se encuentren con la misericordia del Señor.
Respecto al suicidio realmente es un homicidio contra uno mismo. Y como nos dice san Juan, ningún homicida lleva en sí vida eterna (1 Jn. 3, 15-16). Aunque la palabra homicida la aplica al que odia a su hermano. Es decir, podemos entrar muchos en esta categoría.
La mayoría de las veces el suicida es un enfermo mental, diagnosticado o no. Hasta qué punto hay libertad plena en el acto. La mente también enferma. Dios se compadece de los pobres, la mayor pobreza es la enfermedad y de entre las enfermedades, la más pobre es la mental.
Convivir con las heridas, con las incertezas, es más duro que vivir en la seguridad de lo perfecto, pero nos requiere amar, perdonar, buscar la oveja perdida, dolernos con ella. Es el camino que nuestros flamantes diáconos emprenden. Rezad por ellos y por todos los pastores, no para sean perfectos sino para no falten las heridas que les acerquen cada día al crucificado que salva des de la cruz.