El Santo Padre Francisco se encontró con un grupo de empresarios mexicanos en la Sala Clementina. A continuación el discurso completo:
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Queridos hermanos y hermanas:
Los saludo y agradezco al señor Eduardo Pisa, delegado de la Arquidiócesis de México para la administración de los bienes eclesiásticos, las palabras que me ha dirigido. Me da mucho gusto poder encontrarme con ustedes y repito la frase que se dice en México, “mi casa es tu casa”. Y es que, para todos los católicos, el Vaticano también es como su casa; es un lugar en el que los hijos de la Iglesia pueden encontrarse y alabar a Dios en familia.
Es muy triste lo que estamos experimentando, cómo las guerras causan estragos en toda la familia humana, provocando sufrimiento y pobreza. Y esto nos hace perder el sentido de ser familia, de respetarnos y tolerarnos aún con nuestras diferencias y dificultades. La pelea está en primer lugar, y olvidamos que en una familia las cosas se arreglan con paciencia, con amor, dialogando, compartiendo los puntos de vista y las necesidades de cada uno, para ayudarnos entre todos. La cultura de nuestro tiempo está plagada de individualismo y de cerrazón. Y poco a poco vemos las consecuencias de nuestras conciencias adormecidas por la comodidad, que lleva a perder de vista a aquellos que están sufriendo o siendo descartados. Y sin querer vamos adquiriendo este movimiento de centrarnos sobre nosotros mismos, el famoso “yo”, “me”, “mi”, “conmigo”, “para mí”. Yo, me, mi, conmigo, para mí; es un hábito que inconscientemente nos puede agarrar a todos. ¡Alerta!
Hace algunos meses le decía a un grupo de empresarios españoles que el emprendedor católico, para poder ser signo de la presencia de Dios en el mundo de la economía y del trabajo, tiene que cuidar la relación con el Señor. El capital más importante que podemos tener, es el capital espiritual. Cuando el Señor toca nuestros corazones, ampliamos nuestra mirada y somos capaces de ver a los necesitados, de cuidar la creación; somos capaces de poner en primer lugar el bien común, el “nosotros” propio de una familia, para dejar de lado la lógica mundana del “yo”, del éxito, del dominio, del dinero, excluyendo a los demás. Cada uno de nosotros está llamado a contribuir para que en la sociedad haya cada vez más artesanos de paz y de una cultura del encuentro; y que en la Iglesia se multipliquen los constructores de una comunidad en la que todos, sin excepción, se sientan bien recibidos y amados por el Señor.
Y a propósito de cuidar la relación con Dios, sabemos que para realizarlo es necesario que haya buenos sacerdotes, pues ellos son los pastores del pueblo de Dios. Estoy contento al ver que ustedes aman la Iglesia y se preocupan de sus ministros. Es un derecho de los fieles que tengan sacerdotes bien formados, y que con alegría alimenten a la comunidad de creyentes con la Palabra y la Eucaristía; y también den testimonio de una vida entregada a los demás. Por esto yo los animo a ustedes a que recen por los sacerdotes, y que den gracias a Dios por los carismas con los que enriquecen a toda la familia eclesial, e intercedan por ellos en medio de tantas fatigas que tienen. Y asimismo, los invito a que sean cercanos a ellos, los ayuden para que puedan centrar sus energías y su creatividad en el ejercicio de la pastoral.
Quisiera terminar estas palabras encomendándolos a la protección de Nuestra Señora de Guadalupe. Cuídenla así como es: sencilla, negrita, y no dejen que nadie la ideologice. Así como es. Ella pidió que se le edificara una casa en la que todos sus hijos pudieran visitarla para depositar sus dolores y esperanzas. Por eso, la Basílica de Guadalupe es imagen de la Iglesia, acoge a todos sus hijos. Que Ella cuide de ustedes, de sus familias, los anime y acompañe en sus proyectos de bien. Que Dios los bendiga. Y, por favor, les pido que no se olviden de rezar por mí.
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