Debemos estar muy agradecidos al padre James Martin, cuyos otros escritos también conozco y aprecio, por este nuevo libro suyo dedicado a lo que él llama «el mayor milagro de Jesús»: la historia de la resurrección de Lázaro. Hay varias razones para estarle agradecido, estrechamente relacionadas con la forma en que ha escrito este texto brillante, apasionante y nunca previsible.
En primer lugar, el Padre James deja hablar al texto bíblico: lo examina con la mirada y el estudio de diferentes autores que han analizado a fondo esta página bíblica, captando sus diversos aspectos, sus diferentes acentos, sus diferentes interpretaciones. Pero este estudio es siempre «amoroso», nunca distante ni fríamente científico: es la mirada de quien está enamorado de lo que es la Palabra de Dios, el relato de los hechos del Hijo de Dios, Jesús. La lectura de todos los argumentos y exámenes de biblistas que relata el padre Martin me ha hecho cuestionarme hasta qué punto somos capaces de acercarnos a la Escritura con el «hambre» de quien sabe que esa palabra es verdadera y efectivamente la Palabra de Dios.
Que Dios «hable» debería hacernos estremecer en nuestros asientos cada día. Porque realmente la Biblia es el alimento que necesitamos para afrontar nuestra vida, representa la «carta de amor» que Dios envía desde hace siglos a los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. Conservar la Palabra, amar la Biblia, llevarla con nosotros cada día con un pequeño Evangelio en el bolsillo, tal vez incluso buscarla en el móvil cuando tenemos una reunión importante, una cita delicada, un momento de desesperación… todo esto nos hará darnos cuenta de hasta qué punto la Escritura es un cuerpo vivo, un libro abierto, un testimonio palpitante de un Dios que no está muerto y enterrado en los estantes polvorientos de la historia, sino que camina con nosotros siempre, también hoy. También para ti, que ahora abres este libro intrigado por el relato de una historia que tantos conocen, pero que pocos han comprendido en su profundo y completo significado.
Además, en estas páginas vemos una verdad del cristianismo siempre actual y fecunda: el Evangelio es eterno y concreto, concierne tanto a nuestra vida interior como a la historia y a la vida cotidiana. Jesús no sólo habló de la vida eterna, sino que la dio. No se limitó a decir «Yo soy la resurrección», sino que también resucitó a Lázaro, que llevaba tres días muerto. La fe cristiana es la compenetración siempre presente de lo eterno y lo contingente, del cielo y la tierra, de lo divino y lo humano. Nunca lo uno sin lo otro. Si sólo fuera «terrenal», ¿qué la distinguiría de una buena filosofía, de una ideología estructurada, de un pensamiento articulado que se queda sólo en eso, de una teoría que permanece ajena al tiempo y a la historia? Y si el cristianismo sólo tratase del «después», sólo de la eternidad, sería una traición a la elección que Dios hizo, de una vez por todas, comprometiéndose con toda la humanidad. El Señor no se encarnó como una pretensión, sino que eligió entrar en la historia humana para que la historia de los hombres se configurase como el Reino de Dios, el tiempo y el lugar en que germina la paz, se sustancia la esperanza y el amor da la vida.
Lázaro, finalmente, somos todos nosotros. El padre Martín, en este aspecto adherido a la tradición ignaciana, nos hace identificarnos con la historia de este amigo de Jesús. También nosotros somos sus amigos, también nosotros estamos, a veces, «muertos» a causa de nuestro pecado, de nuestras carencias e infidelidades, del desaliento que nos desanima y nos aplasta el alma. Pero Jesús no tiene miedo de acercarse a nosotros, incluso cuando «apestamos» como un muerto enterrado durante tres días. No, Jesús no tiene miedo de nuestra muerte ni de nuestro pecado. Sólo se detiene ante la puerta cerrada de nuestro corazón, esa puerta que sólo se abre desde dentro y que cerramos con doble llave cuando pensamos que Dios ya no puede perdonarnos. Y en cambio, leyendo el detallado análisis de James Martin, se toca el sentido profundo del gesto de Jesús ante un muerto que está «muerto», que desprende mal olor, metáfora de la putrefacción interior que el pecado genera en nuestras almas. Jesús no tiene miedo de acercarse al pecador, a cualquier pecador, incluso al más impávido y descarado. Sólo tiene una preocupación: que nadie se pierda, que nadie pierda la oportunidad de sentir el abrazo amoroso de su Padre. Un escritor estadounidense, fallecido en 2023, dejó una admirable descripción de lo que es «la obra de Dios». Cormac McCarthy, novelista, hacía hablar así a uno de sus personajes en uno de sus libros: «Decía que creía en Dios aunque dudaba de la pretensión humana de conocer los pensamientos de Dios. Pero un Dios incapaz de perdonar ni siquiera sería Dios». Sí, efectivamente lo es: el trabajo de Dios es perdonar.
Por último, las páginas del padre James Martin me han recordado una frase de un biblista italiano, Alberto Maggi, quien, hablando del texto del milagro de Lázaro, comentó: «¡Con este milagro Jesús nos enseñó no tanto que los muertos resucitan, sino que los vivos no mueren! ¡Qué hermosa definición llena de paradojas! Por supuesto que los muertos resucitan, pero ¡qué verdad recordarnos que nosotros, los vivos, no morimos! Ciertamente la muerte llega, la muerte nos afecta, no sólo la nuestra, sino sobre todo la de nuestros seres queridos y familiares, la de todas las personas: cuánta muerte vemos a nuestro alrededor, injusta y dolorosa, porque está causada por las guerras, por la violencia y por la prevaricación de Caín sobre Abel. Pero el hombre y la mujer están destinados a la eternidad.
Todos lo somos. Somos una semilínea, por utilizar una imagen geométrica: tenemos un punto de partida, nuestro nacimiento humano, pero nuestra vida está dedicada al infinito. Sí, al infinito. Y lo que la Escritura llama «vida eterna» es esa vida que nos espera después de la muerte y que ya podemos tocar aquí cuando la vivimos no en el egoísmo que nos entristece, sino en el amor que ensancha nuestro corazón. Estamos hechos para la eternidad. Lázaro, gracias a estas páginas del Padre Martín, es nuestro amigo. Y su resurrección nos lo recuerda y lo atestigua.
Ciudad del Vaticano, 11 de marzo de 2024