Texto íntegro de la introducción firmada por el Papa:
«Dos veces he deseado ir a visitar Greccio. La primera para conocer el lugar donde San Francisco de Asís inventó el pesebre, algo que también marcó mi infancia: en casa de mis padres, en Buenos Aires, nunca faltaba este signo de la Navidad, incluso antes que el árbol.
La segunda vez volví con gusto a aquel lugar, hoy en la provincia de Rieti, para firmar la Carta Apostólica Admirabile signum sobre el sentido y el significado del belén en la actualidad. En ambas ocasiones sentí una emoción especial que emanaba de la gruta donde se puede admirar un fresco medieval que representa la noche de Belén y la noche de Greccio, colocadas por el artista como en paralelo.
La emoción de esa visión me impulsa a profundizar en el misterio cristiano que ama esconderse en lo infinitamente pequeño. En efecto, la encarnación de Jesucristo sigue siendo el corazón de la revelación de Dios, aunque se olvide fácilmente que su despliegue es tan discreto que pasa desapercibido.
En efecto, la pequeñez es el camino para encontrar a Dios. En un epitafio conmemorativo de San Ignacio de Loyola encontramos escrito: «Non coerceri a maximo, sed contineri a minimo, divinum est». Es divino tener ideales que no estén limitados por nada de lo que existe, sino ideales que al mismo tiempo estén contenidos y vividos en las cosas más pequeñas de la vida. En resumen, no hay que asustarse de las cosas grandes, hay que avanzar y estar atento a las cosas más pequeñas.
Por eso, salvaguardar el espíritu del pesebre se convierte en una sana inmersión en la presencia de Dios que se manifiesta en las pequeñas cosas cotidianas, a veces banales y repetitivas. Saber renunciar a lo que seduce, pero lleva por mal camino, para comprender y elegir los caminos de Dios, es la tarea que nos espera. En este sentido, el discernimiento es un gran don, y nunca hay que cansarse de pedirlo en la oración. Los pastores del pesebre son los que acogen la sorpresa de Dios y viven su encuentro con Él con asombro, adorándolo: en su pequeñez reconocen el rostro de Dios. Humanamente todos estamos inclinados a buscar la grandeza, pero es un don saber encontrarla de verdad: saber encontrar la grandeza en esa pequeñez que Dios tanto ama.
En enero de 2016, me encontré con los jóvenes de Rieti en el oasis del Niño Jesús, justo encima del santuario del pesebre. A ellos, y a todos hoy, les recordé que en la noche de Navidad hay dos signos que nos guían para reconocer a Jesús. Uno es el cielo lleno de estrellas. Hay muchas, infinitas, de esas estrellas, pero entre todas destaca una estrella especial, la que llevó a los Magos a dejar sus casas y emprender un viaje, un camino que no sabían adónde los llevaría. Lo mismo ocurre en nuestras vidas: en un momento dado, alguna «estrella» especial nos invita a tomar una decisión, a hacer una elección, a emprender un camino. Debemos pedir con fuerza a Dios que nos muestre esa estrella que nos empuja hacia algo más que nuestras costumbres, porque esa estrella nos llevará a contemplar a Jesús, ese niño que nace en Belén y que quiere nuestra felicidad plena.
En esa noche santificada por el nacimiento del Salvador encontramos otro signo poderoso: la pequeñez de Dios. Los ángeles señalan a los pastores un niño nacido en un pesebre. No es un signo de poder, autosuficiencia o soberbia. No. El Dios eterno se aniquila en un ser humano indefenso, manso y humilde. Dios se abajó para que pudiéramos caminar con Él y para poder colocarse a nuestro lado, no por encima y lejos nuestro.
Asombro y maravilla son los dos sentimientos que conmueven a todos, pequeños y grandes, ante el belén, que es como un Evangelio vivo que desborda de las páginas de la Sagrada Escritura. No importa cómo esté montado el belén, puede ser siempre el mismo o cambiar cada año; lo que importa es que hable a la vida.
El primer biógrafo de san Francisco, Tomás de Celano, describe la noche de Navidad de 1223, cuyo octavo centenario celebramos este año. Cuando Francisco llegó, encontró el pesebre con el heno, el buey y el asno. La gente que se había congregado allí manifestó una alegría indecible, nunca antes experimentada, ante la escena de la Navidad. A continuación, el sacerdote celebró solemnemente la Eucaristía en el pesebre, mostrando el vínculo entre la Encarnación del Hijo de Dios y la Eucaristía. En aquella ocasión, no había estatuillas en Greccio: el belén lo hacían y lo vivían los presentes.
Estoy convencido de que el primer belén, que llevó a cabo una gran obra de evangelización, puede ser también hoy ocasión de suscitar asombro y admiración. Así, lo que san Francisco comenzó con la sencillez de aquel signo persiste hasta nuestros días, como forma genuina de la belleza de nuestra fe.
Ciudad del Vaticano, 27 de septiembre de 2023»