A las 12 del mediodía de hoy, domingo, 14 de agosto de 2022, el Santo Padre Francisco se asomó a la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico Vaticano para rezar el Ángelus con los peregrinos y fieles reunidos en la Plaza de San Pedro.
A continuación, siguen las palabras del Papa, después de la oración mariana, ofrecidas por la Oficina de Prensa de la Santa Sede:
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Palabras del Papa
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de la liturgia de hoy hay una expresión de Jesús que siempre nos impacta y nos cuestiona. Mientras está en camino con sus discípulos, Él dice: “He venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49). ¿De qué fuego está hablando? ¿Y qué significan estas palabras hoy para nosotros, este fuego que nos trae Jesús?
Como sabemos, Jesús vino a traer el Evangelio al mundo, es decir, la buena noticia del amor de Dios por cada uno de nosotros. Por eso, nos está diciendo que el Evangelio es como un fuego, porque es un mensaje que, cuando irrumpe en la historia, quema los viejos equilibrios de la vida, nos desafía a salir del individualismo, nos desafía a superar el egoísmo, nos desafía a pasar de la esclavitud del pecado y de la muerte a la vida nueva del Resucitado, de Jesús Resucitado. En otras palabras, el Evangelio no deja las cosas como están; cuando pasa el Evangelio, y es escuchado y acogido, las cosas no se quedan como están. El Evangelio incita al cambio e invita a la conversión. No concede una falsa paz intimista, sino que enciende una inquietud que nos pone en camino, nos impulsa a abrirnos a Dios y a los hermanos. Es exactamente como el fuego: mientras nos calienta con el amor de Dios, quiere quemar nuestros egoísmos, iluminar los lados oscuros de la vida -¡todos los tenemos, eh!-, consumir los falsos ídolos que nos hacen esclavos.
Siguiendo las huellas de los profetas bíblicos -pensemos, por ejemplo, en Elías y Jeremías-, Jesús está inflamado por el fuego del amor de Dios y, para hacerlo arder en el mundo, se entrega él mismo el primero de todos, amando hasta el extremo, es decir, incluso hasta la muerte y la muerte de cruz (cf. Flp 2,8). Él está lleno del Espíritu Santo, que se asemeja al fuego, y con su luz y su poder revela el rostro misericordioso de Dios y da plenitud a los que se consideran perdidos, derriba las barreras de las marginaciones, cura las heridas del cuerpo y del alma, renueva una religiosidad reducida a prácticas externas. Por eso es fuego: cambia, purifica.
Entonces, ¿qué significa para nosotros, para cada uno de nosotros -para mí, para ustedes, para ti-, qué significa para nosotros esa palabra de Jesús, acerca del fuego? Nos invita a reavivar la llama de la fe, para que no se convierta en una realidad secundaria, o en un medio de bienestar individual, que nos lleve a eludir los desafíos de la vida y del compromiso en la Iglesia y en la sociedad. En efecto -decía un teólogo-la fe en Dios “nos tranquiliza, pero no del modo que quisiéramos: es decir, no para procur”rnos una ilusión paralizante o una satisfacción dichosa, sino para permitirnos actuar” (Sulle vie di Dio, Milán 2008, 184). La fe, en definitiva, no es una “canción de cuna” que nos adormece. ¡La fe verdadera es un fuego, un fuego encendido para mantenernos despiertos y activos incluso en la noche!
Entonces podemos preguntarnos: ¿Soy un apasionado por el Evangelio? ¿Yo leo a menudo el Evangelio? ¿Lo llevo conmigo? La fe que profeso y celebro, ¿me sitúa en una tranquilidad feliz o enciende en mí el fuego del testimonio? También podemos preguntarnos como Iglesia: en nuestras comunidades, ¿arde el fuego del Espíritu, la pasión por la oración y la caridad, la alegría de la fe, o nos dejamos arrastrar por el cansancio y las costumbres, con el rostro apagado y el lamento en los labios y los chismes de cada día? ¿Así? Hermanos y hermanas, revisemos esto, para que también nosotros podamos decir como Jesús: Estamos inflamados por el fuego del amor de Dios y queremos “lanzarlo” al mundo, llevarlo a todos, para que cada uno descubra la ternura del Padre y experimente la alegría de Jesús, que ensancha el corazón -¡y Jesús ensancha el corazón!- y hace bella la vida. Recemos por ello a la Santísima Virgen: que ella, que acogió el fuego del Espíritu Santo, interceda por nosotros.