Como cada año, el Papa Francisco recibió a los cardenales y superiores de la Curia Romana para el tradicional intercambio de felicitaciones, una ocasión “de reflexión y verificación”, en la que el Pontífice subrayó la importancia de la humildad, pero también la necesidad de una conversión a la sobriedad y de una colaboración sin filas, facciones y divisiones.
En torno a las 10:30 de hoy, jueves 23 de diciembre de 2021, el Santo Padre dirigió su discurso a la Curia Romana para la presentación de las felicitaciones navideñas.
Quiénes somos y cuál es nuestra misión
En su discurso, Francisco resalta que esta tradicional reunión con la Curia unos días antes de la fiesta de Navidad. “Es una forma de decir ‘en voz alta’ nuestra fraternidad mediante el intercambio de felicitaciones navideñas, pero también es un momento de reflexión y verificación para cada uno de nosotros, para que la luz del Verbo hecho carne nos muestre cada vez mejor quiénes somos y nuestra misión”.
Sobre este tiempo tan importante para los católicos, el Papa subraya que “el misterio de la Navidad es el misterio de Dios que viene al mundo por el camino de la humildad”. “Se hizo carne: esa gran sinkatabasis. Este tiempo parece haber olvidado la humildad, o parece haberla relegado simplemente a una forma de moralismo, vaciándola de su poder perturbador”, añade.
“No es fácil entender qué es la humildad”
Para entender la humildad, el Pontífice remite a un versículo de la Biblia señalando que “no es fácil entender qué es la humildad”. “Es el resultado de un cambio que el mismo Espíritu obra en nosotros a través de la historia que vivimos, como por ejemplo sucedió con Naamán el sirio (cf. 2 Reyes 5). En la época del profeta Eliseo, esta persona gozaba de una gran reputación”.
“Era un valiente general del ejército arameo, que había demostrado su valor y coraje en varias ocasiones. Pero junto con la fama, la fuerza, la estima, los honores y la gloria, este hombre se vio obligado a vivir con un terrible drama: era un leproso. Su armadura, la misma que le da fama, cubre en realidad una humanidad frágil, herida y enferma. A menudo encontramos esta contradicción en nuestras propias vidas: a veces los grandes dones son la armadura para cubrir la gran fragilidad”, explica.
De este modo, prosigue su discurso, “Naamán comprende una verdad fundamental: uno no puede pasarse la vida escondiéndose detrás de una coraza, de un papel, de un reconocimiento social: al final, hace daño”. Sobre la historia de Naamán el Santo Padre nos recuerda que “la Navidad es un tiempo en el que cada uno de nosotros debe tener el valor de quitarse la armadura, de despojarse de los ropajes de su papel, del reconocimiento social, del brillo de la gloria de este mundo, y asumir su propia humildad”.
“Si olvidamos nuestra humanidad sólo vivimos de los honores de nuestra armadura, pero Jesús nos recuerda una verdad incómoda y desconcertante: ‘¿De qué sirve ganar el mundo entero si luego te pierdes a ti mismo?’ (cf. Mc 8,36)”, señala Su Santidad.
Realismo, alegría y esperanza
Asimismo, el Obispo de Roma también destaca que la humildad es “la capacidad de saber habitar nuestra humanidad sin desesperación, con realismo, alegría y esperanza; esta humanidad amada y bendecida por el Señor. La humildad es comprender que no debemos avergonzarnos de nuestra fragilidad”. “Jesús nos enseña a mirar nuestra miseria con el mismo amor y la misma ternura con que se mira a un niño pequeño y frágil que lo necesita todo. Sin humildad buscaremos seguridad, y puede que la encontremos, pero ciertamente no encontraremos lo que nos salva, lo que nos puede curar”.
En sus palabras, el Sucesor de Pedro alude a que la persona humilde “acepta ser desafiada, se abre a la novedad y lo hace porque se siente fuerte en lo que le precede, en sus raíces, en su pertenencia. Su presente está habitado por un pasado que le abre al futuro con esperanza. A diferencia del orgulloso, sabe que ni sus propios méritos ni sus ‘buenas costumbres’ son el principio y el fundamento de su existencia”. Así, prosigue el Papa, “todos nosotros estamos llamados a la humildad porque estamos llamados a recordar y a generar, estamos llamados a encontrar la relación correcta con las raíces y con los brotes. Sin ellos estamos enfermos y destinados a desaparecer”.
Sobre la humildad, el Papa sostiene que Jesús, “que viene al mundo por la vía de la humildad, nos abre un camino, nos muestra una vía, nos muestra una meta”. “Si es cierto que sin humildad no se puede encontrar a Dios y no se puede experimentar la salvación, también es cierto que sin humildad no se puede encontrar al prójimo, al hermano que vive al lado”, recuerda.
La Curia: Llamado a dar testimonio
Más allá de esta cuestión Francisco indica que la Curia “no es sólo un instrumento logístico y burocrático para las necesidades de la Iglesia universal, sino que es el primer órgano llamado a dar testimonio, y por eso mismo adquiere cada vez más autoridad y eficacia cuando asume personalmente los retos de la conversión sinodal a la que también está llamada. La organización que debemos implementar no es corporativa, sino evangélica”. De igual manera el Pontífice explica que durante la apertura de la asamblea sinodal utilizó 3 palabras clave: “participación, comunión y misión. Y salen de un corazón humilde: sin humildad no podemos hacer ni participación, ni comunión, ni misión”.
En primer lugar, la participación. “Esto debe expresarse mediante un estilo de corresponsabilidad. Por supuesto, en la diversidad de funciones y ministerios, las responsabilidades son diferentes, pero es importante que cada uno de nosotros se sienta partícipe y corresponsable del trabajo, y no se limite a vivir la experiencia despersonalizadora de llevar a cabo un programa establecido por otra persona”, subraya.
La comunión y la misión
La segunda palabra que resalta Francisco es la comunión. “No se expresa por mayorías o minorías, sino que nace esencialmente de una relación con Cristo. Nunca tendremos un estilo evangélico en nuestros círculos a menos que pongamos a Cristo en el centro, y no este partido o aquel partido, esta opinión o aquella opinión: Cristo en el centro”, remarca.
La tercera palabra que destaca el Papa es la misión. “Es lo que nos salva de replegarnos sobre nosotros mismos”. “El que está replegado en sí mismo mira a los demás desde arriba y desde lejos, rechaza la profecía de sus hermanos, descalifica a los que le hacen preguntas, señala continuamente los errores de los demás y se obsesiona con las apariencias”.
De este modo, “la Iglesia está invitada a salir al encuentro de todas las pobrezas, y está llamada a predicar el Evangelio a todos, porque todos, de un modo u otro, somos pobres, tenemos carencias”. Pero añade, “la Iglesia también sale a su encuentro porque los echamos de menos: echamos de menos su voz, su presencia, sus preguntas y discusiones. La persona de corazón misionero siente que su hermano falta y, con la actitud de un mendigo, sale a su encuentro”.
Para concluir, el Obispo de Roma desea a todos una Feliz Navidad e invita a “que nos dejemos evangelizar por la humildad, la humildad de la Navidad, la humildad del pesebre, la pobreza y la esencialidad en la que el Hijo de Dios entró en el mundo”, concluye.
A continuación el discurso completo del Santo Padre traducido del italiano por Exaudi.
***
Discurso del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Como cada año, tenemos la oportunidad de reunirnos unos días antes de la fiesta de Navidad. Es una forma de decir “en voz alta” nuestra fraternidad mediante el intercambio de felicitaciones navideñas, pero también es un momento de reflexión y verificación para cada uno de nosotros, para que la luz del Verbo hecho carne nos muestre cada vez mejor quiénes somos y nuestra misión.
Todos lo sabemos: el misterio de la Navidad es el misterio de Dios que viene al mundo por el camino de la humildad. Se hizo carne: esa gran sinkatabasis. Este tiempo parece haber olvidado la humildad, o parece haberla relegado simplemente a una forma de moralismo, vaciándola de su poder perturbador.
Pero si tuviéramos que expresar todo el misterio de la Navidad en una palabra, creo que la palabra humildad es la que más nos puede ayudar. Los Evangelios nos hablan de un ambiente pobre y sobrio, impropio de una mujer a punto de dar a luz. Y, sin embargo, el Rey de reyes viene al mundo no llamando la atención, sino despertando una misteriosa atracción en los corazones de quienes sienten la presencia disruptiva de una novedad que está a punto de cambiar la historia. Por eso me gusta pensar y también decir que la humildad fue su puerta de entrada y nos invita, a todos nosotros, a pasar por ella. Me acuerdo de aquel pasaje de los Ejercicios: no se puede avanzar sin humildad, y no se puede avanzar en humildad sin humillación. Y San Ignacio nos dice que pidamos humillaciones.
No es fácil entender qué es la humildad. Es el resultado de un cambio que el mismo Espíritu obra en nosotros a través de la historia que vivimos, como por ejemplo sucedió con Naamán el sirio (cf. 2 Reyes 5). En la época del profeta Eliseo, esta persona gozaba de una gran reputación. Era un valiente general del ejército arameo, que había demostrado su valor y coraje en varias ocasiones. Pero junto con la fama, la fuerza, la estima, los honores y la gloria, este hombre se vio obligado a vivir con un terrible drama: era un leproso. Su armadura, la misma que le da fama, cubre en realidad una humanidad frágil, herida y enferma. A menudo encontramos esta contradicción en nuestras propias vidas: a veces los grandes dones son la armadura para cubrir la gran fragilidad.
Naamán comprende una verdad fundamental: uno no puede pasarse la vida escondiéndose detrás de una coraza, de un papel, de un reconocimiento social: al final, hace daño. Llega un momento, en la existencia de cada uno, en el que tiene el deseo de no vivir más al amparo de la gloria de este mundo, sino en la plenitud de una vida sincera, sin más necesidad de armaduras o máscaras. Este deseo impulsa al valiente general Naamán a salir en busca de alguien que pueda ayudarle, y lo hace por sugerencia de un esclavo, un prisionero de guerra judío que habla de un Dios capaz de curar tales contradicciones.
Tras abastecerse de plata y oro, Naamán emprendió su viaje y se presentó ante el profeta Eliseo. El profeta pidió a Naamán, como única condición para su recuperación, el simple acto de desnudarse y lavarse siete veces en el río Jordán. ¡Ni fama, ni honor, ni oro ni plata! La gracia que salva es gratuita, no se reduce al precio de las cosas de este mundo.
Naamán se resiste a esta petición, le parece demasiado banal, demasiado simple, demasiado accesible. Parece que el poder de la sencillez no tenía cabida en su imaginación. Pero las palabras de sus sirvientes le hacen cambiar de opinión: “Si el profeta te hubiera ordenado hacer algo difícil, ¿no lo habrías hecho? ¿Cuánto más ahora que te ha dicho: “Lávate y quedarás curado”?” (2 Reyes 5:13). Naamán se rinde, y con un gesto de humildad “baja”, se quita la armadura y se hunde en las aguas del Jordán, “y su carne volvió a ser como la de un niño; quedó curado” (2 Reyes 5:14). ¡La lección es genial! La humildad de desnudar la propia humanidad, según la palabra del Señor, trae la curación a Naamán.
La historia de Naamán nos recuerda que la Navidad es un tiempo en el que cada uno de nosotros debe tener el valor de quitarse la armadura, de despojarse de los ropajes de su papel, del reconocimiento social, del brillo de la gloria de este mundo, y asumir su propia humildad. Podemos hacerlo a partir de un ejemplo más fuerte, más convincente, más autorizado: el del Hijo de Dios, que no elude la humildad de “descender” a la historia haciéndose hombre, haciéndose niño, frágil, envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2,16). Una vez que nos hemos despojado de nuestras ropas, de nuestras prerrogativas, de nuestros papeles y títulos, todos somos leprosos, todos necesitamos sanar. La Navidad es la memoria viva de esta conciencia y nos ayuda a comprenderla más profundamente.
Queridos hermanos y hermanas, si olvidamos nuestra humanidad sólo vivimos de los honores de nuestra armadura, pero Jesús nos recuerda una verdad incómoda y desconcertante: “¿De qué sirve ganar el mundo entero si luego te pierdes a ti mismo?” (cf. Mc 8,36).
Se trata de la peligrosa tentación -lo he recordado en otras ocasiones- de la mundanidad espiritual, que a diferencia de todas las demás tentaciones es difícil de desenmascarar, porque está cubierta por todo lo que normalmente nos tranquiliza: nuestro papel, la liturgia, la doctrina, la religiosidad. Escribí en la Evangelii Gaudium: “En este contexto se alimenta la vanagloria de quienes se contentan con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien diseñados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia eclesiástica, que es gloriosa en la medida en que es una historia de sacrificio, de esperanza, de lucha diaria, de vida consumida en el servicio, de constancia en el trabajo duro, porque todo trabajo es “sudor de nuestra frente”. En cambio, nos entretenemos vanamente hablando de “lo que hay que hacer” -el pecado del “hay que hacer”- como maestros espirituales y expertos en pastoral que dan instrucciones permaneciendo en el exterior. Cultivamos nuestra imaginación sin límites y perdemos el contacto con la realidad sufriente de nuestro pueblo fiel” (n. 96).
La humildad es la capacidad de saber habitar nuestra humanidad sin desesperación, con realismo, alegría y esperanza; esta humanidad amada y bendecida por el Señor. La humildad es comprender que no debemos avergonzarnos de nuestra fragilidad. Jesús nos enseña a mirar nuestra miseria con el mismo amor y la misma ternura con que se mira a un niño pequeño y frágil que lo necesita todo. Sin humildad buscaremos seguridad, y puede que la encontremos, pero ciertamente no encontraremos lo que nos salva, lo que nos puede curar. La tranquilidad es el fruto más perverso de la mundanidad espiritual, que revela la falta de fe, de esperanza y de caridad, y se convierte en una incapacidad para discernir la verdad de las cosas. Si Naamán sólo hubiera seguido acumulando medallas para ponerse la armadura, al final habría sido devorado por la lepra: aparentemente vivo, sí, pero encerrado y aislado en su enfermedad. Busca valientemente lo que puede salvarle y no lo que le gratifica inmediatamente.
Todos sabemos que lo contrario de la humildad es el orgullo. Un versículo del profeta Malaquías, que me ha conmovido mucho, nos ayuda a comprender por contraste la diferencia entre el camino de la humildad y el camino de la soberbia: “Entonces todos los soberbios y todos los que hacen iniquidad serán como paja; el Señor de los ejércitos dice que llegará el día y los incendiará, de modo que no dejarán ni raíz ni brote” (3,19).
El Profeta utiliza una imagen evocadora que describe bien el orgullo: es como la paja, dice. Entonces, cuando llega el fuego, la paja se convierte en cenizas, se quema y desaparece. Y también nos dice que los que viven apoyándose en el orgullo se ven privados de lo más importante que tenemos: las raíces y los brotes. Las raíces nos hablan de nuestro vínculo vital con el pasado, del que sacamos savia para vivir en el presente. Los brotes son el presente que no muere, sino que se convierte en el mañana, en el futuro. Estar en un presente que ya no tiene raíces ni brotes es vivir en el fin. Así que el orgulloso, encerrado en su pequeño mundo, ya no tiene pasado ni futuro, ya no tiene raíces ni brotes y vive con el sabor amargo de la tristeza estéril que se apodera del corazón como “el más precioso de los elixires del diablo”. [El hombre humilde, en cambio, vive constantemente guiado por dos verbos: recordar -las raíces- y engendrar, el fruto de las raíces y de los brotes, y así vive la alegre apertura de la fecundidad.
Recordar significa etimológicamente “traer al corazón”, volver a recordar. La memoria vital que tenemos de la Tradición, de nuestras raíces, no es un culto al pasado, sino un gesto interior a través del cual traemos constantemente al corazón lo que nos ha precedido, lo que ha pasado por nuestra historia, lo que nos ha traído hasta aquí. Recordar no es repetir, sino atesorar, revivir y, con gratitud, dejar que la fuerza del Espíritu Santo encienda nuestro corazón, como el de los primeros discípulos (cf. Lc 24,32).
Pero para que recordar no se convierta en una cárcel del pasado, necesitamos otro verbo: generar. El humilde -el hombre humilde, la mujer humilde- también se preocupa por el futuro, no sólo por el pasado, porque sabe mirar hacia adelante, hacia los brotes, con una memoria llena de gratitud. El hombre humilde genera, invita y empuja hacia lo desconocido. El orgulloso, en cambio, repite, se vuelve rígido -la rigidez es una perversión, una perversión actual- y se encierra en su repetición, se siente seguro en lo que conoce y teme lo nuevo porque no lo puede controlar, se siente desestabilizado por él… porque ha perdido la memoria.
La persona humilde acepta ser desafiada, se abre a la novedad y lo hace porque se siente fuerte en lo que le precede, en sus raíces, en su pertenencia. Su presente está habitado por un pasado que le abre al futuro con esperanza. A diferencia del orgulloso, sabe que ni sus propios méritos ni sus “buenas costumbres” son el principio y el fundamento de su existencia. Todos nosotros estamos llamados a la humildad porque estamos llamados a recordar y a generar, estamos llamados a encontrar la relación correcta con las raíces y con los brotes. Sin ellos estamos enfermos y destinados a desaparecer.
Jesús, que viene al mundo por la vía de la humildad, nos abre un camino, nos muestra una vía, nos muestra una meta. Queridos hermanos y hermanas, si es cierto que sin humildad no se puede encontrar a Dios y no se puede experimentar la salvación, también es cierto que sin humildad no se puede encontrar al prójimo, al hermano que vive al lado.
El pasado 17 de octubre iniciamos el camino sinodal que nos comprometerá durante los próximos dos años. También aquí, sólo la humildad puede ponernos en condiciones de encontrarnos y escuchar, de dialogar y discernir, de rezar juntos, como ha indicado el cardenal decano. Si cada uno se queda encerrado en sus propias convicciones, en su propia experiencia, en el caparazón de su propio sentir y pensar, es difícil dar cabida a esa experiencia del Espíritu que, como dice el Apóstol, va unida a la convicción de que todos somos hijos de “un solo Dios Padre de todos, que está por encima de todos, que actúa por medio de todos y está presente en todos” (Ef 4,6). (Ef 4:6).
¡”Todos” no es una palabra mal entendida! El clericalismo que, como tentación perversa, se cuela a diario entre nosotros nos hace pensar siempre en un Dios que habla sólo a algunos, mientras que los demás sólo deben escuchar y hacer. El Sínodo quiere ser la experiencia de sentirnos todos miembros de un pueblo más grande: el Santo Pueblo Fiel de Dios, y por tanto discípulos que escuchan y, precisamente en virtud de esta escucha, pueden comprender también la voluntad de Dios, que se manifiesta siempre de forma imprevisible. Sin embargo, sería un error pensar que el Sínodo es un acontecimiento reservado a la Iglesia como entidad abstracta, alejada de nosotros. La sinodalidad es un estilo al que debemos convertirnos los que estamos aquí y experimentamos el servicio a la Iglesia universal a través de nuestro trabajo en la Curia Romana.
Y la Curia -no lo olvidemos- no es sólo un instrumento logístico y burocrático para las necesidades de la Iglesia universal, sino que es el primer órgano llamado a dar testimonio, y por eso mismo adquiere cada vez más autoridad y eficacia cuando asume personalmente los retos de la conversión sinodal a la que también está llamada. La organización que debemos implementar no es corporativa, sino evangélica.
Por lo tanto, si la Palabra de Dios recuerda al mundo entero el valor de la pobreza, nosotros, miembros de la Curia, debemos ser los primeros en comprometernos en una conversión a la sobriedad. Si el Evangelio proclama la justicia, debemos ser los primeros en intentar vivir con transparencia, sin favoritismos ni amiguismos. Si la Iglesia sigue el camino de la sinodalidad, debemos ser los primeros en convertirnos a un estilo diferente de trabajo, de colaboración, de comunión. Y esto sólo es posible a través del camino de la humildad. Sin humildad no podremos hacerlo.
Durante la apertura de la asamblea sinodal utilicé tres palabras clave: participación, comunión y misión. Y salen de un corazón humilde: sin humildad no podemos hacer ni participación, ni comunión, ni misión. Estas palabras son los tres requisitos que me gustaría indicar como un estilo de humildad al que hay que aspirar aquí en la Curia. Tres formas de concretar el camino de la humildad.
En primer lugar, la participación. Esto debe expresarse mediante un estilo de corresponsabilidad. Por supuesto, en la diversidad de funciones y ministerios, las responsabilidades son diferentes, pero es importante que cada uno de nosotros se sienta partícipe y corresponsable del trabajo, y no se limite a vivir la experiencia despersonalizadora de llevar a cabo un programa establecido por otra persona. Siempre me llama la atención cuando encuentro creatividad en la Curia -me gusta mucho- y no pocas veces se manifiesta sobre todo allí donde se deja y se encuentra espacio para todos, incluso para los que jerárquicamente parecen ocupar un lugar marginal. Os agradezco estos ejemplos -los encuentro y me gustan- y os animo a trabajar para que seamos capaces de generar dinámicas concretas en las que todos se sientan partícipes activos de la misión que tienen que desempeñar. La autoridad se convierte en servicio cuando comparte, implica y ayuda a crecer.
La segunda palabra es comunión. No se expresa por mayorías o minorías, sino que nace esencialmente de una relación con Cristo. Nunca tendremos un estilo evangélico en nuestros círculos a menos que pongamos a Cristo en el centro, y no este partido o aquel partido, esta opinión o aquella opinión: Cristo en el centro. Muchos trabajamos juntos, pero lo que fortalece la comunión es también poder rezar juntos, escuchar la Palabra juntos, construir relaciones que van más allá del mero trabajo y fortalecer los lazos del bien, lazos del bien entre nosotros, ayudándonos mutuamente.
Sin esto, corremos el riesgo de ser sólo extraños que colaboran, competidores que intentan posicionarse mejor o, peor aún, cuando se crean relaciones, éstas parecen tomar más el giro de la complicidad por intereses personales, olvidando la causa común que nos mantiene unidos. La complicidad crea divisiones, crea facciones, crea enemigos; la colaboración exige la grandeza de aceptar la propia parcialidad y la apertura a trabajar en equipo, incluso con quienes no piensan como nosotros. En la complicidad permanecemos juntos para lograr un resultado externo. En la colaboración permanecemos juntos porque tenemos en el corazón el bien del otro y, por tanto, de todo el Pueblo de Dios al que estamos llamados a servir: no olvidemos el rostro concreto de las personas, no olvidemos nuestras raíces, el rostro concreto de quienes fueron nuestros primeros maestros en la fe. Pablo dijo a Timoteo: “Acuérdate de tu madre, acuérdate de tu abuela”.
La perspectiva de la comunión implica, al mismo tiempo, reconocer la diversidad que nos habita como un don del Espíritu Santo. Siempre que nos desviamos de este camino y vivimos la comunión y la uniformidad como sinónimos, debilitamos y silenciamos la fuerza vivificante del Espíritu Santo en medio de nosotros. La actitud de servicio nos pide, quiero decir nos exige, la magnanimidad y la generosidad de reconocer y vivir con alegría la riqueza multiforme del Pueblo de Dios; y sin humildad esto no es posible. Me hace bien releer el comienzo de la Lumen Gentium, esos números 8, 12…: el santo pueblo fiel de Dios. Es oxígeno para el alma que se asuma estas verdades.
La tercera palabra es misión. Es lo que nos salva de replegarnos sobre nosotros mismos. El que está replegado en sí mismo “mira a los demás desde arriba y desde lejos, rechaza la profecía de sus hermanos, descalifica a los que le hacen preguntas, señala continuamente los errores de los demás y se obsesiona con las apariencias. Ha dirigido la referencia de su corazón al horizonte cerrado de su propia inmanencia e intereses y, como consecuencia de ello, no aprende de sus pecados ni se abre al perdón. Estos son los dos signos de una persona “cerrada”: no aprende de sus pecados y no está abierta al perdón. Se trata de una tremenda corrupción disfrazada de bien. Hay que evitarlo poniendo a la Iglesia en un movimiento de salida de sí misma, de misión centrada en Jesucristo, de compromiso con los pobres” (Evangelii Gaudium, 97). Sólo un corazón abierto a la misión garantiza que todo lo que hacemos ad intra y ad extra esté siempre marcado por la fuerza regeneradora de la llamada del Señor.
Y la misión siempre conlleva una pasión por los pobres, es decir, por los “desaparecidos”: los que “carecen” de algo no sólo en términos materiales, sino también en términos espirituales, emocionales y morales. Los que tienen hambre de pan y los que tienen hambre de sentido son igualmente pobres. La Iglesia está invitada a salir al encuentro de todas las pobrezas, y está llamada a predicar el Evangelio a todos, porque todos, de un modo u otro, somos pobres, tenemos carencias. Pero la Iglesia también sale a su encuentro porque los echamos de menos: echamos de menos su voz, su presencia, sus preguntas y discusiones. La persona de corazón misionero siente que su hermano falta y, con la actitud de un mendigo, sale a su encuentro. La misión nos hace vulnerables – es hermoso, la misión nos hace vulnerables – nos ayuda a recordar nuestra condición de discípulos y nos permite redescubrir la alegría del Evangelio una y otra vez.
La participación, la misión y la comunión son las características de una Iglesia humilde, que escucha al Espíritu y pone su centro fuera de sí misma. Henri de Lubac decía: “A los ojos del mundo, la Iglesia, como su Señor, parece siempre una esclava. Ella existe aquí abajo en forma de sirviente. […] No es una academia de científicos, ni una camarilla de sofisticados espirituales, ni una asamblea de superhombres. Por el contrario, es exactamente lo contrario. Los tullidos, los deformes, los desgraciados de todo tipo se agolpan, los mediocres se alejan […]; es difícil, o más bien imposible, que el hombre natural, hasta que no se produzca en él una transformación radical, reconozca en este hecho el cumplimiento de la kenosis salvífica, la huella adorable de la humildad de Dios” (Meditaciones sobre la Iglesia, 352).
En conclusión, quisiera desearles, y a mí en primer lugar, que nos dejemos evangelizar por la humildad, la humildad de la Navidad, la humildad del pesebre, la pobreza y la esencialidad en la que el Hijo de Dios entró en el mundo. Incluso los Magos, que bien podemos pensar que proceden de un entorno más acomodado que María y José o los pastores de Belén, se postran cuando se encuentran en presencia del niño (cf. Mt 2,11). Se postran. No es sólo un gesto de adoración, es un gesto de humildad. Los Reyes Magos se ponen a la altura de Dios postrándose sobre la tierra desnuda. Y esta kenosis, este descenso, esta synkatabasis es la misma que realizará Jesús en la última noche de su vida terrenal, cuando “se levantó de la mesa, dejó su ropa y tomó una toalla y se la ajustó a la cintura”. Luego echó agua en la jofaina y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secarlos con la toalla con la que se había ceñido” (Jn 13,4-5). La consternación que causa este gesto provoca la reacción de Pedro, pero al final el propio Jesús da a sus discípulos la clave correcta para entenderlo: “Me llamáis Maestro y Señor, y tenéis razón, porque lo soy. Por tanto, si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que como yo he hecho, vosotros también hagáis”. (Jn 13:13-15).
Queridos hermanos y hermanas, recordando nuestra lepra, rehuyendo la lógica de la mundanidad que nos priva de raíces y brotes, dejémonos evangelizar por la humildad del Niño Jesús. Sólo sirviendo y sólo pensando en nuestro trabajo como servicio podemos ser verdaderamente útiles a todos. Estamos aquí -yo por ejemplo- para aprender a arrodillarnos y adorar al Señor en su humildad, y no a otros señores en su vacía opulencia. Somos como los pastores, somos como los Reyes Magos, somos como Jesús. He aquí la lección de Navidad: la humildad es la gran condición de la fe, de la vida espiritual, de la santidad. Que el Señor nos conceda el don de ello, a partir de la manifestación primordial del Espíritu en nosotros: el deseo. Lo que no tenemos, al menos podemos empezar a desearlo. Y pedir al Señor la gracia de poder desear, de ser hombres y mujeres de grandes deseos. Y el deseo es ya el Espíritu actuando en cada uno de nosotros.
¡Feliz Navidad a todos! Y les pido que recen por mí. Gracias.
Como recuerdo de esta Navidad, me gustaría dejar unos cuantos libros… Pero para leer, no para dejar en la biblioteca, ¡para nuestra herencia! En primer lugar, uno de un gran teólogo, desconocido por ser demasiado humilde, un subsecretario de la Doctrina de la Fe, monseñor Armando Matteo, que reflexiona un poco sobre un fenómeno social y cómo provoca la pastoral. Se llama Converting Peter Pan. Sobre el destino de la fe en esta sociedad de la eterna juventud. Es provocador, es bueno. El segundo es un libro sobre personajes secundarios u olvidados de la Biblia, del padre Luigi Maria Epicoco: La piedra desechada, con el subtítulo Cuando los olvidados se salvan. Es hermoso. Es para meditar, para rezar. Leer esto me recordó la historia de Naamán en Syrus que mencioné. Y la tercera es de un nuncio apostólico, Monseñor Fortunatus Nwachukwu, a quien vosotros conocéis bien. Ha hecho una reflexión sobre el chismorreo, y me gusta lo que ha retratado: que el chat hace que la identidad se “disuelva”. Os dejo con estos tres libros, y espero que nos ayuden a todos a avanzar. Gracias. Gracias por su trabajo y su colaboración. Gracias.
Y pidamos a la Madre de la humildad que nos enseñe a ser humildes: “Ave María…”.
[Bendición]
© Librería Editora Vaticana