Todo hombre es una imagen de Dios. Refleja, en parte, la belleza infinita de la divinidad. Toda vida humana es una realidad maravillosa e irrepetible. Como ya dijo el gran san Agustín, el hombre es un ser para Dios ¡Somos capaces de conocer y de amar a Dios!
Hombre y mujer tienen la misma dignidad personal. Ya en sus inicios son diferentes y complementarios. Difieren en su constitución cromosómica. Todo el ser humano es sexuado. De aquí que no puede existir ningún tratamiento capaz de cambiar la condición sexual. La afirmación contraria es meramente ideológica y contradice a la biología.
Sólo admiramos al atleta esforzado que domina su cuerpo. De modo parecido, pues, admiramos a quién tiene la valentía de vivir la santa pureza, ¡vencedor!; no al que tiene la cobardía de dejarse arrastrar por las pasiones, ¡derrotado! La civilización actual está amenazada por el neopaganismo, que, como dijo don Javier Echevarría, es el retorno a la selva.
La juventud es una realidad en bello crecimiento. Propio de los jóvenes es la alegría, el entusiasmo, tener el corazón lleno de ideales de hermoso resplandor, levantar el vuelo.
Encerrar la libertad en fantasías es encarcelarla. Verla como si sólo mirase a uno mismo no serviría para poder devenir buenos esposos y esposas, padres y madres de hijos. Como enseñó santo Tomás, una libertad desatada no es verdadera libertad, es una quimera. Sólo interesa una libertad atada, atada al bien. Y, por tanto, desatada del mal, liberada. Sólo sirve una libertad que es tan grande que es capaz de comprometerse y servir.
Lo más grande es hacer la voluntad de Dios. Es tanta la grandeza de la mujer que no puede contentarse con modelos de menor altura que Cristo y la madre de Dios. Dios quiere que la naturaleza humana sea elevada a lo sobre – natural y a la vida celestial.
Como lo humano es vulnerable, necesita ser apuntalado. Luego, la familia, realidad importantísima, debe ser garantizada y defendida con fuertes ataduras. El verdadero amor es aquel que dice en verdad: tú, para mí, no morirás nunca.
Hemos de abrirnos. En el matrimonio el yo se abre al tú, y al nosotros. El instante de la fecundación es el de la concepción de una nueva vida humana; momento en el que Dios crea directamente, de la nada, el alma espiritual, unida al cuerpo. El alma da la vida al cuerpo. La unión de los dos gametos forma una célula única, en la que ya está el hombre entero, un alguien, un yo. Toda vida humana es un gran don. El ser recién concebido es tan digno como el hombre maduro. El resto de la vida es ya sólo el desarrollo de esta célula que se va subdividiendo.
Como señaló el Papa Francisco, en 2019, si una mujer ha concebido a un niño, que tiene grandes deficiencias, e interpreta este embarazo como un problema, no puede contratar un sicario para resolverlo. No hay derecho a la muerte, sólo hay derecho a la vida. Ese hijo debe ser especialmente amado.
Todos admiramos al futbolista que se da muy generosamente en sus partidos. Y, nos desilusiona el que, falto de generosidad, se esconde fuera del campo. Pues bien, en muchos casos, la generosidad en el matrimonio lleva a formar una familia numerosa. Ahora que no hay niños y Europa envejece, resulta muy hermoso, por ejemplo, ver tantas familias numerosas, generosas, y jóvenes, acudiendo a la jornada mariana de Torreciudad.
El amor es la verdadera clave de la vida. Así, en el matrimonio, si hay amor verdadero, todo va bien. Pablo VI, en Humanae vitae, afirmó: quien ama, se da del todo, sin trampas.
Dado que lo principal del hombre es su alma espiritual, capaz de Dios, una escuela que no cultivase la formación espiritual contribuiría a la deshumanización. Para que haya cultura, o civilización, se necesita inteligencia y moralidad, verdad y bien. La inteligencia ha de captar las grandes verdades: la verdad de Dios y la del hombre. El hombre no puede contentarse con menos que con poseer a Dios, tesoro infinito. Una escuela, sin religión, corta las alas. Los hijos no se merecen una escuela sin formación espiritual y sin religión.
Los hombres, en comparación con el Altísimo, son unos enanos. El verdadero protagonista de la historia es Dios. La obra de Dios es más grande que la obra del hombre. En la virtud hay ayuda de Dios y colaboración humana. En el acto meritorio, todo es gracia.
Como señaló Juan Pablo II, el mundo, para salvar la cultura y para realizar una copiosa siembra de valores, necesita urgentemente de una recristianización. Todo ha de estar elevado por la religión. La Iglesia católica es la que está más capacitada para realizar tan ingente obra.
Como dijo Benedicto XVI, la Iglesia es siempre joven. El mundo no conoce una alegría tan grande como la que hay en la religión católica, oasis en medio del desierto. Porque la Iglesia católica lleva de modo excelentísimo a Dios y al cielo, es lo más grande y lo que hace más feliz.