En la liturgia católica, el Sábado de la Semana Santa, permanecemos en oración y silencio, junto a la tumba de Jesús y, a la medianoche, celebramos la Vigilia Pascual. Si el pueblo judío celebraba y celebra la Pascua, como fecha conmemorativa de la salida de Egipto y “paso” por el mar rojo, los cristianos celebramos la nueva Pascua como el acontecimiento más importante en la vida de los creyentes: la resurrección, el “paso”, el nuevo nacimiento (Jn 3,1-18) la renovación de la mente (Rm 12,2-3), la nueva vida, para vivir según los caminos y la lógica de Dios, la transformación de la vida que experimentaron y experimentan hoy los que se encuentran con Cristo.
“Pascua” o “Paso” a una vida nueva por la que, los cristianos, confesamos al Crucificado Resucitado, Viviente entre nosotros, Señor de la Vida y de la historia. Vida nueva y abundante (Jn 10,10) que consiste en que, ahora, podemos vivir la misma vida de Jesús en nosotros, ya no como esclavos sino como hijos, llamando a Dios: “¡Abba!”, Padre (Gál 4,6) y amándonos como hermanos. Porque en esto sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos (1 Jn 3), hasta clamar, como Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20).
Después de la muerte de Jesús, a los primeros discípulos de Jesús les cambió la vida. Ya no volvieron a ser los mismos. Transformación de la vida que atribuyeron “al que colgaron en un madero” (Hc 4,10), al Crucificado. Pues si el muerto nos cambió la vida es porque está vivo y ha resucitado. Transformación, vida nueva por la que lo confiesan Viviente y Resucitado. Desde entonces, la mejor prueba de la presencia de Cristo como Viviente y Resucitado en el mundo la realizan hombres y mujeres con una vida nueva, viviendo la misma vida que vivó y enseño Jesús de Nazaret, amando y sirviendo a todos.
Son muchos los nuevos signos y buenos frutos de esta transformación, de esta vida nueva en los cristianos. Señales de vida nueva que los primeros cristianos consignan en todos los escritos del Nuevo Testamento, especialmente en los llamados “relatos de apariciones”. Me referiré aquí, especialmente a tres de estas señales o rasgos nuevos en la vida de los hombres nuevos, de los discípulos resucitados con Cristo. Tres rasgos que son válidos en la vida de todo ser humano, discípulo o no del Maestro de Nazaret. Tres rasgos muy muy necesarios hoy en nuestras vidas, en nuestra sociedad, en nuestro mundo.
LA ALEGRÍA
Son incontables las referencias a la alegría en todo el Nuevo Testamento. “¿Por qué lloras?” (Jn 20,11-19). “Se fueron del sepulcro con gran alegría” (Mt 28,8). “A causa de la alegría que experimentaban…” (Lucas 24,41). “Se llenaron de inmensa alegría al ver al Señor” (Jn 20,20). “¿No ardía nuestro corazón?” (Lc 24,32)
Ya no hay tristezas, miedos, temores ni angustias porque ahora podemos vivir en la confianza alegre de sabernos hijos muy amados de Dios y acompañados, por siempre, de la presencia del Resucitado en la historia: “Yo estaré con vosotros todos los días…” (Mt 28,20). Ahora podemos vivir en la alegría que “nada ni nadie nos puede arrebatar” (Jn 16,20 ss).
Alegría que no es estridencia y ruido sino el gozo que brota del corazón que se sabe amado por Dios Padre y capacitado – por ello mismo – para vivir amando a todos como hermanos. La alegría que surge de la certeza de la victoria final por la victoria de quien nos consuela y nos anima diciéndonos: “En el mundo tendréis tribulaciones, pero tened ánimo, Yo he vencido al mundo” (Jn 16,25).
La alegría se convierte, entonces, en la primera virtud de los cristianos, en la luz y la sal de los discípulos en el mundo. Sin alegría surgen las angustias, las resignaciones y las obligaciones, las cargas pesadas, tan contrarias al evangelio.
LA PAZ
“¡Paz a vosotros!” (Jn 20,19). El mejor fruto de la vida nueva que nos da el Crucificado, el más importante y urgente, es la construcción de la paz que los cristianos han de realizar en el mundo. El Resucitado vive entre nosotros, siempre que somos capaces de construir la paz como resultado del amor hecho perdón. Son falsas las confesiones de fe sobre el Resucitado, hechas por ‘cristianos’ incapaces de dar al mundo la paz que Cristo nos ofrece. Cristo vive cuando somos capaces de construir la paz, la fraternidad, la soberanía de Dios en el mundo, mediante el perdón.
“Mi paz les dejo mi paz les doy pero no la doy yo como la el mundo” (Jn 14,27) Los cristianos creemos que Jesús nos trae la paz; más aún, que Él es nuestra paz. Creemos que la paz tiene como motivación única y última el amor, que brota de la aceptación del otro como distinto a mí, pero al que reconozco como hermano al que puedo y debo perdonar siempre.
Todo esto es distinto y contrario a los mezquinos conceptos o condiciones de paz que busca y ofrece el mundo. La paz que Jesús nos trae es distinta y contraria al silencio de las armas, instrumentos malditos que dejan ríos de sangre, millares de muertos, abandonados, huérfanos, víctimas inocentes de odios sin sentido, tristes llorando soledad, millones de desplazados sin tierra, sin techo, sin pan, sin ilusiones, sin futuro, sin amores. La paz de Cristo es distinta al silencio de los cementerios; exponentes – en este caso – del desamor, la desesperanza y la estupidez humana. Distinta a la imposición violenta del más fuerte sobre el débil y a los tratados y negociaciones que se firman y disuelven según el egoísta vaivén de las ambiciones, mentiras y caprichos humanos.
EL PAN
“Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24,30-53) Los relatos de apariciones ocurren en contextos de comidas. La celebración de la eucaristía nos exige partir y compartir el pan. Y cuando esto no ocurre, cuando nuestras eucaristías no van más allá de las paredes del templo, cuando, en el mundo, unos se hartan y otros mueren por hambre, entonces tenemos que preguntarnos por la verdad y valor de la eucaristía en un mundo con hambre y por nuestra confesión de fe en Cristo Resucitado.
Si no partimos y compartimos el pan, Jesucristo no será reconocido como Viviente en el mundo. Pan y todo lo que sabe a pan: techo, trabajo, educación, vestido, mano tendida y corazón abierto, oportunidades sociales para vivir cada día más humana y dignamente, etc. A Cristo se le reconoce Resucitado y Vivo – en medio de sus discípulos – cuando sentados fraternalmente en la misma mesa, la mesa del mundo – somos capaces de partir y compartir el pan de cada día, con todos, pero especialmente con los compañeros de camino más necesitados.
“¡Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto!” (Jn 20,1-9) Este clamor de María Magdalena parece una queja, un lamento, un reclamo del mundo a los cristianos: lo sacaron del sepulcro, lo confiesan Resucitado, pero ¿Dónde lo han puesto? La señal por la que el mundo reconoce la presencia viva de Cristo en los cristianos es por vivir amándonos los unos a los otros. De lo contrario: ¿Dónde está el Resucitado? ¿Dónde lo hemos puesto?
Para que la alegría y la paz por el pan sean posibles, cotidianas y permanentes en nuestras relaciones y en nuestras sociedades, hemos de dar, con todas nuestras fuerzas, con todos nuestros hechos y palabras, con todas nuestras actitudes un SÍ a la vida en todas sus formas, al respeto por el otro, a la verdad, al perdón, a la solidaridad, a la libertad, al dialogo en la verdad, al mismo tiempo, que un NO rotundo a la corrupción y a la mentira, a la violencia, al individualismo egoísta, al materialismo y al consumismo. NO a la intolerancia, a la discriminación, a la estratificación y a la marginación. NO a toda forma de injusticia, violencia y muerte.
Urge que pasemos (pascua) a priorizar la ética sobre la apariencia y la estética, el ser sobre el tener, la persona sobre las cosas. Urge darle primacía al trabajador sobre el capital, al servicio sobre el poder que atropella y a todo lo trascendente sobre lo inmanente y perecedero, etc.
Todos los seres humanos vivimos en la diaria tarea de ser mejores. Todos estamos urgidos de pascua, urgidos de “pasar” de situaciones indignas por inhumanas a una mejor vida, plena, feliz, abundante. Urge que demos el paso, la pascua, para ser mejores hijos, amigos, hermanos, padres de familia, profesionales, jefes, gobernantes, líderes religiosos y ciudadanos. Los invito a vivir en permanente pascua, en permanente “paso” hacia la paz y la alegría por el pan y la vida compartida. “¡Feliz Pascua!”