Padres por primera vez

La paternidad debuta con cada hijo

(C) Pexels
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Mafalda ve a sus padres serios y molestos, junto a ellos, con la mirada fija en el suelo y llorando a Guille su hermano menor. Intrigada pregunta: “¿Qué pasa?” La mamá le responde:” ¡Que tu hermano es un caprichoso!”  El papá concluye “¡Eso pasa! Mafalda se dirige a su hermano y le dice: ¡Pero Guille, tenés que ser comprensivo, caramba! Hace un alto y señalando a sus padres, prosigue: “Pensá que esta buena gente antes de educarnos a nosotros no educo nunca a nadie. Venimos a ser sus hijitos de las Indias ¿Qué vamos a hacerle?

Con el advenimiento del primer hijo la relación conyugal muda imperceptiblemente a la paterno-filial. El niño es el centro de los cuidados y atenciones; aquel con su “estar” imprime un vivaz y variado ritmo a la dinámica del hogar.  Con su modo de ser y de obrar va dando noticia de su filiación, pero también de su autonomía en germen. La luz del ser de los padres reverbera en los gestos y acciones del hijo, que a aquellos complace y deslumbra.  De pronto, el niño se aparta de ese molde esperado: es señal de su singularidad, de su ser así y no de otro modo.

La “primera vez” tiene lo suyo. Los papás no cuentan con una suerte de bitácora ni menos con una “caja negra” que atesoran o registran respuestas o soluciones que vienen bien para toda ocasión o para aquel preciso momento.  Ser padres, es sencillamente un estreno, un debut que juntamente o mejor precisamente con el hijo – protagonista central – y, de la mano con el sentido común, irán tejiendo la trama de su educación.

A favor de la “primera vez” habría que esgrimir que el amor suple la inexperiencia y que, aunque suene a paradoja, ayuda a acertar sobre todo en los momentos o trances más álgidos. Los errores o equivocaciones cuando parten de una recta intención de educar se tornan en aprendizaje. Los padres gracias a la experiencia adquirida se hacen más prudentes; el niño por su parte, es confrontado con los claros y oscuros que hace de la vida un paisaje real y atractivo al mismo tiempo.


Más bien son las omisiones, “el dejar pasar” lo que impide que el niño madure. La indicación, la corrección o el estímulo quedarán en un definitivo suspenso: nunca sabrán los padres el bien que dejaron de hacer. Ese vacío en la formación sólo se podría llenar por acción esforzada y libre del hijo cuando sea adulto.

Con “la primera vez” no se agota el estreno de ser padre. La paternidad debuta con cada hijo. Los papás establecen relaciones inéditas con cada hijo, con cada hija. Su singularidad reclama modos de ser paternales en armonía con esa condición.  La paternidad o maternidad como nota esencial de quien procrea, sin embargo, no se expresa de manera uniforme o colectiva más bien, se específica diferenciadamente atendiendo la intimidad de cada retoño. Es a partir de su intimidad, de lo que lo hace diferente que el hijo da noticia de quién es y, espera también noticias que así lo distingan.  De otro lado, los padres en cuanto tales y en cuanto personas única, suscitan en el hijo acciones y reacciones diversas a la que provocarían en el otro hijo. De esta interacción entre singularidades se sigue, por ejemplo, mayor o menor afinidad, choque de caracteres, mayor o menor facilidad para el dialogo… entre padre e hijo; No obstante, si predican la imperiosa tarea de perfilar estrategias diferenciadamente personales para confirmar una relación fluida entre ambos. Vale la pena remarcar que las singularidades de los hijos no anulan – tampoco tendrían por qué hacerlo – la unidad familiar en términos de criterios, principios, tradiciones y disciplina. En palabras de J.J. Rousseau la educación es el auxilio del crecimiento, en tanto respeta la propia naturaleza y, desde fuera remueve los obstáculos que puedan detener su crecimiento y, colocando en proporciones ajustadas a la realidad de cada cual el “abono” necesario y conveniente para su mejora personal.