La revista Nature publica recientemente un trabajo en el que se informa del trasplante de un organoide cerebral humano en el cerebro de una rata recién nacida. En este estudio, se comprueba que esta estructura envía señales y responde a estímulos ambientales captados por los bigotes de la rata. Las neuronas humanas de las que se formó el organoide provienen de células madre pluripotenciales inducidas y pueden interactuar con las células nerviosas en el cerebro de roedores vivos, lo que podría constituir un medio de probar de terapias para trastornos neurodegenerativos y neuropsiquiátricos. Sin embargo, los organoides son limitados ya que no desarrollan vasos sanguíneos y, en consecuencia, no pueden captar nutrientes, por lo que no progresan en el tiempo. Además no reciben estímulos para su desarrollo como sucede en un embrión humano, en el que las neuronas crecen y se conectan con otras gracias a los estímulos sensoriales.
El neurocientífico Sergiu Pasca de la Universidad de Stanford en California con su equipo cultivaron estas estructuras producto de células madre humanas y las introdujeron en cerebros de crías de ratas apenas nacidas con la esperanza de que crecerían junto con las células de las ratas. Los investigadores pusieron los organoides en la corteza somatosensorial del cerebro, una región que capta señales de los bigotes de las ratas y otros lugares, y después las transfiere a otras regiones cerebrales. Como las células del cerebro humano demoran más en madurar que las de las ratas, tuvieron que esperar más de seis meses para que los organoides se integraran por completo en los cerebros de los roedores. Sin embargo, al cabo de este tiempo, comprobaron lo exitoso del experimento ya que era casi como adicionar “otro transistor a un circuito”, señaló Pasca. Por su parte, Paola Arlotta, bióloga molecular de la Universidad de Harvard en Cambridge, Massachusetts, declara: “Es un paso importante para permitir que los organoides nos digan propiedades más complejas del cerebro”, aunque considera que el procedimiento puede ser aún muy costoso y complejo para llegar a ser un instrumento estándar de investigación.
En el trabajo publicado, se describe el diseño genético de las neuronas en los organoides para que se activen cuando se estimulan con la luz de un cable de fibra óptica inserto en el cerebro de las ratas. Los investigadores entrenaron a las ratas para que lamieran un surtidor para recibir agua mientras la luz permanecía prendida. Cuando, posteriormente, hicieron brillar la luz en los cerebros híbridos, las ratas recibieron el impulso de lamer el surtidor, mientras que las ratas que no habían recibido el trasplante no lo hicieron. Pasca y su equipo, con la finalidad de comprobar la validez de su trabajo, crearon organoides cerebrales partiendo de células madre de tres personas con síndrome de Timothy, un trastorno genético que puede provocar síntomas similares al autismo. Al trasplantar los organoides a los roedores observaron que no crecieron tanto y las neuronas no se activaron de la misma forma.
En la noticia publicada en Nature se comenta que algunos de los desafíos de este tipo de experimentos son de carácter ético ya que a la gente le inquieta que la fabricación de híbridos de roedores y humanos pueda dañar a los animales o bien crear animales con cerebros similares a los humanos. Aunque un informe sobre un panel organizado por las Academias Nacionales de Ciencias, Ingeniería y Medicina concluye que los organoides del cerebro humano aún son muy primitivos para volverse conscientes o alcanzar una inteligencia similar a la humana, y Pasca asegura que los trasplantes de organoides no causaron problemas a las ratas ni, al parecer, cambiaron significativamente el comportamiento de los animales, Arlotta, miembro del panel de las Academias Nacionales, comenta que podrían aparecer problemas a medida que avanza la ciencia. “No podemos discutirlo una vez y dejarlo así”, expresa. De todos modos su argumento es de tipo utilitarista ya que sostiene que las inquietudes sobre estos trasplantes de organoides humanos en animales deben sopesarse frente a las necesidades de las personas con trastornos neurológicos y siquiátricos. Estos experimentos podrían darnos a conocer los mecanismos que subyacen en estas patologías y los investigadores tendrían la posibilidad de ensayar terapias nuevas. “creo que tenemos la responsabilidad como sociedad de hacer todo lo que podamos”, comenta Arlotta.
En realidad, no se trata solo de considerar el beneficio de los pacientes, sino que debemos partir de la base de qué tipo de acción estamos realizando. Desde luego, como señala el observatorio de bioética de la Universidad Católica de Valencia, la producción de quimeras humano-animal conlleva dificultades éticas que se relacionan con el grado de colonización alcanzado por la quimera. En abril del pasado año, la Academia Nacional de Ciencias, Ingeniería y Medicina norteamericana, emitió un informe sobre los embriones quiméricos mono-humano en el que se afirma que las células humanas trasplantadas al embrión animal podrían introducirse en su cerebro y alterar su capacidad mental. Por otro lado, en una publicación sobre quimeras humano-animal, se asevera que “las experiencias que combinan elementos humanos y no humanos, determinan que las células utilizadas pueden afectar al cerebro y a la capacidad reproductiva, o sea a aquellos órganos que inciden particularmente en la identidad de la especie y en la unidad humana”, y ponen de relieve “el grave peligro de la producción de híbridos humano-animales, pues (…) nos encontramos ante un monstruo en el sentido más amplio de la palabra, lo que es algo injusto de realizar”.
En definitiva, el fin nunca justifica los medios. La dignidad de la persona humana es algo inherente a su naturaleza que no podemos dejar de lado, por lo que experimentos de este tipo no se condicen con la ética. No todo lo que es posible hacer es concorde con el propio ser del hombre.