Los avances científicos no son sinónimo de progreso humano como muestra el biopic Oppenheimer, de Christopher Nolan, sobre el físico estadounidense y padre de la bomba atómica, J. Robert Oppenheimer. El film nos sitúa ante el dilema bioético que contrapone las ansias de conocimiento científico y lo moralmente conveniente. Además, cuestiona la idea irracional de que la actividad científica es inocua y neutral y permite ampliar la reflexión sobre los riesgos de que el cientificismo actual pueda derivar en otras expresiones dramáticas, si no se promueve la evaluación ética y el control de nuevas tecnologías que comprometen la vida humana.
“Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”. La cita, extraída del texto sagrado hinduista Bhagavad Gita, la hace célebre el director del Proyecto Manhattan, encargado de la construcción de la bomba atómica en la II Guerra Mundial, J. Robert Oppenheimer, y resulta clave en la película autobiográfica sobre este brillante físico con la que el cineasta Christopher Nolan está arrasando en las taquillas. Oppenheimer, protagonizada por el actor Cillian Murphy, es una adaptación de la obra de Kai Bird y Martin J. Sherwin, premiada con el Pulitzer, American Prometheus: The Triumph and the Tragedy of J. Robert Oppenheimer (2005). La trama del film, salpicada de diálogos incisivos, indaga en la vida de este físico teórico desde su etapa universitaria, profundizando en el desarrollo secreto de la bomba en los Álamos (Nuevo México) y en la enorme culpa que sintió hasta su muerte por tragedia de Hiroshima y Nagasaki. La dureza de ésta se refleja mediante flashes que secuestran emocionalmente a Oppenheimer en distintos momentos de la proyección. Precisamente, la responsabilidad por las consecuencias le lleva a combatir la creación de una bomba de hidrógeno, con una capacidad aún más destructiva, y a reclamar un acuerdo mundial para evitar la proliferación de armamento nuclear.
La cinta, de tres horas de duración, también da cuenta de los entresijos, avatares miserias y paradojas políticas y bélicas alrededor del destructivo invento y de su inventor. J. R. Oppenheimer pasa de ser considerado un héroe nacional por parte del gobierno americano a sufrir el descrédito al ser acusado de deslealtad por su pasado comunista en la caza de brujas promovida por el senador estadounidense Joseph McCarthy. Y la bomba, justificada inicialmente con el falaz argumento de evitar que los nazis fueran los primeros en inventarla, deriva en una competición contrarreloj con la antigua Unión Soviética, y acaba, como refleja el film, con la masacre de las citadas ciudades japonesas en un alarde de fuerza estadounidense para poner fin a la II Guerra Mundial. El diálogo cinematográfico en la comisión de seguridad y, particularmente, la intervención del secretario Henry Stimson (el actor James Remar) en la elección de Hiroshima y Nagasaki no tiene desperdicio por la esperpéntica forma en la que se adopta esta decisión. Stimson decide tachar Kioto de la lista porque allí había pasado la luna de miel con su esposa. Igual de surrealista, por la enajenación colectiva proyectada, es el momento de la explosión de Trinity, la bomba de prueba. Algunos, eufóricos y fascinados, lo celebran agitando banderines americanos, mientras otros lloran, e incluso vomitan, ante la certera intuición de que algo, en ese justo momento, iba a cambiar el mundo para siempre y no para mejor.
La película se desarrolla en dos líneas temporales distintas, un rasgo característico del cineasta de numerosas obras laureadas, entre otras, Origen (2010) Interstellar (2014), o Dunkerque (2017). En el film que nos ocupa, en color se narran las vivencias del protagonista antes del bombardeo y, en blanco y negro, aunque sin seguir una linealidad, se desgrana el genocidio y la operación de desprestigio contra el físico de origen judío. En aras a evitar el spoiler, no desvelaremos un dato que el director de la película reserva para el final y que desvela quién es el instigador y los espurios intereses tras la campaña contra Oppenheimer.
El film brinda un desfile de figuras relevantes, especialmente, científicos coetáneos del físico teórico estadounidense como el premio Nobel, Albert Einstein. Al respecto, Nolan se permite una licencia en la ficción. Alude a un encuentro entre Oppenheimer y Einstein que, realmente, no ocurrió y que, sin embargo, adquiere una gran carga de profundidad en la película. Tiene que ver con unos cálculos del equipo de investigadores que, teóricamente, se referían a la capacidad de la bomba atómica para destruir el mundo por una hipotética reacción en cadena. Oppenheimer acude en la ficción a pedir consejo al mismo Einstein ante la perturbadora posibilidad. Esto brinda al protagonista otra frase de impacto, al reconocer que, en verdad, los cálculos no fallaron, porque, finalmente, la destrucción del mundo se consumó con la propia construcción de la bomba. La conversación real fue con el científico Arthur Compton, según la obra original de Bird y M. J. Sherwin.
También hay un desfile de actores y actrices de renombre en el reparto como Emily Blunt, en el papel de esposa del protagonista; Matt Damon que interpreta al teniente general Leslie Richard Groves, responsable militar del proyecto Manhattan; o Robert Downey, en el papel de Lewis Strauss, Comisario de Energía Atómica que cuestionará la lealtad de Oppenheimer a los EEUU. Rami Malek, por su parte, representa al científico David Hill que limpia el nombre del protagonista de las acusaciones insidiosas de deslealtad.
Cabe señalar que el director Christopher Nolan logra con su propuesta cinematográfica alejar al espectador de cualquier tentación negacionista o cómplice para favorecer la reflexión sobre lo ocurrido en Hiroshima y Nagasaki, el miedo atómico, la carrera nuclear y las décadas de Guerra Fría, así como la influencia de conflictos bélicos actuales debidos a la polarización geopolítica. El director del film deja un final más bien abierto a un presente algo más que inquietante que tiene mucho que ver con la idea irracional de que la actividad científica es inocua y neutral y que, una cosa en la teoría y, otra muy distinta, el uso que se hace de las investigaciones científicas. La película mete el dedo en la llaga sobre los riesgos y las consecuencias morales de una incesante retórica que tiende a identificar los avances científicos con un verdadero progreso humano. Ello propicia la aceptación sumisa de los dictados tecnocientíficos y sus efectos colaterales como males menores.
Valoración bioética
La película rescata la vigencia de las sabias reflexiones del filósofo, científico y antiguo profesor de la Universidad Católica de Valencia (UCV), José Sanmartín, en sintonía con una bioética personalista. La evaluación ética y la inserción social de la actividad científica y tecnológica son necesarias para embridar una autonomía que, en ocasiones, trata de zafarse de controles y no siempre atiende a los dictados de la prudencia y del sentido común. Resulta urgente cuestionar la fe inquebrantable en todo lo vinculado con el despliegue de nuevas tecnologías y que alienta a ejecutar, aquello que es posible con los medios y el conocimiento disponibles, sin reparar en las consecuencias morales y en los riesgos para la vida humana. Sanmartín en sus obras Nuevos Redentores y Tecnología y Futuro Humano anima a educar en una mirada crítica para guiar el progreso tecnológico hacia el bien común y mejorar la vida real de las personas.
En este contexto, la película Oppenheimer permite extender la preocupación bioética a otras expresiones dramáticas que pueden desencadenarse por no promover un modelo racional de desarrollo tecnocientífico, humanista y democrático, orientado a salvaguardar la vida humana. Por ejemplo, las prisas que se constatan en la carrera por aplicar técnicas de manipulación y edición genéticas que, tal vez, no reúnen la seguridad necesaria y pueden tener efectos tan imprevisibles como irreversibles. Los clásicos e innumerables filósofos como Ortega y Gasset, Heidegger o Hans Jonas, han alertado sobre la capacidad de la tecnología para transformar el mundo exterior y, a la vez, nuestro interior cuando perdemos el horizonte sobre los fines y los medios.
Otra cuestión que merece la valoración ética, a propósito de la película Oppenheimer, es la evolución del protagonista y la imposibilidad de superar la culpa, pese a justificar, en distintos momentos de la cinta que, una cosa es la teoría científica y, otra, bien distinta, la aplicación a posteriori de los conocimientos científicos, que no implicaría responsabilidad alguna. Con José Luis Oyanguren, somos seres intrínsecamente morales y, precisamente, lo que nos distingue de los animales es la posibilidad de encauzar nuestra libertad en la búsqueda de la verdad, lo bello y lo bueno. El gran poder transformador de las tecnologías sobre las sociedades, las relaciones humanas y nuestro interior es por lo que los saberes científico y tecnológico deben estar ligados a la ética, en la medida en que nos va en ello nuestra supervivencia y también el alma.
Desde posiciones personalistas, Jesús Ballesteros, filósofo y jurista valenciano, en su ensayo “Paz, desarme, libertad: obstáculos económicos e ideológicos”, subraya que el viejo aforismo latino base de la disuasión –si vis pacem, para bellum- que significa «si quieres la paz, prepárate para la guerra» queda invalidado por la constatación histórica de que los países no han dejado de utilizarlo sin lograr tal pretensión. Ballesteros alude a que Gandhi ya puso de relieve la lección de la tragedia de la bomba atómica que reside en que “no nos libraremos de su amenaza fabricando otras bombas más peligrosas todavía, puesto que violencia no es capaz de hacer desaparecer la violencia. La humanidad no puede librarse de la violencia más que por medio de la no-violencia».
Amparo Aygües. Ex alumna Master Universitario en Bioética. Colaboradora del Observatorio de Bioética