El Neuropsicólogo Nacho Calderón Castro ofrece este artículo a los lectores de Exaudi.
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Pocas cosas hay en la vida que estén más sujetas a la opinión gratuita y sin pedirla de los demás que el número de hijos que tiene un matrimonio.
Hace poco me comentaban unos amigos que no han tenido hijos que están convencidos que después de preguntar “¿cómo te llamas?”, la pregunta más frecuente es “¿cuántos hijos tienes?” Si la respuesta es, como en su caso “no tenemos hijos”, comienza todo un elenco de preguntas, comentarios y opiniones, siempre impertinentes, que dificultan muchísimo poder establecer una relación que merezca la pena con quien pregunta.
Si un matrimonio tiene un hijo, no falta quien pasado un tiempo pregunte la estupidez de “¿No vais a por la parejita?” Como si los hijos fueran periquitos o guardias civiles.
Cuando tienes dos hijos parece que el común se queda tranquilo. Has cumplido con lo social (y estúpidamente) aceptable y nadie te cuestiona del porqué no tienes más o por qué no te quedaste con uno. Es una elección tan buena como otra cualquiera que además tiene la ventaja de librarse de cuestionarios desagradables por parte del vecindario.
Cuando le conté a un vecino que mi esposa y yo estábamos esperando nuestro tercer hijo me preguntó:
“¿Ya pararéis, no?”
Obviamente no me conocía lo suficiente como para intuir cual podría ser mi reacción.
Mi respuesta fue tajante:
“El número de hijos que vamos a tener es la decisión más íntima que puedo tomar con mi mujer y obviamente no pensaba comentarla contigo”.
¡Zas!, en toda la boca.
Se quedó perplejo, quizás incluso molesto. Bueno. Confío en que no volviera a soltar una impertinencia como esa a nadie más.
Años más tarde, haciendo la compra en Carrefour mi mujer chocó accidentalmente su carrito con el de otra señora que se sintió sorprendida al verla con tres niños tan pequeños y tan seguidos (tenían tres, cuatro y cinco años).
“¡Tienes tres!” – le dijo – “¡y tan seguidos!”
A lo que mi mujer le puntualizó contenta: “¡Y estoy esperando el cuarto!”
“¡¿Cuatro?!, ¡¿no serás del Opus?!”, dijo sin rubor.
Afortunadamente yo no estaba allí para responderla.
Estos son solo un par de ejemplos de las muchas impertinencias que tenemos que soportar aquellos matrimonios que, en ejercicio de nuestra libertad, decidimos tener más de dos hijos.
La pregunta “¿no serás del Opus?”, denota una absoluta falta de cultura religiosa (y por supuesto una absoluta falta de educación). Podría haber preguntado: ¿No estarás en el Camino Neocatecumenal, o no pertenecerás a los Focolares, a la Acción Católica, a los Matrimonios de Nuestra Señora, al Instituto Seglar Notre Dame de Vie, a Comunión y Liberación, a los Heraldos del Evangelio, o no serás adoradora nocturna o Misionera Laica de la Caridad?”
Pido disculpas a los cientos de movimientos y carismas que enriquecen la Iglesia hoy en día por no haberles citado, pero la memoria no me da para más.
En Estados Unidos, como el porcentaje de católicos es pequeño y tampoco andan muy sobrados de cultura (y menos religiosa) resumen su visión de una manera mucho más simple. Aquellos que tenemos más de tres hijos se nos denomina “buenos católicos”. La estupidez es sublime. Como si no tener hijos o tener tres o menos implicara una falta de calidad en la fe o viceversa. Insisto, una simplicidad.
Pero analicemos esta visión tan simplista que muchas personas tienen de vivir con fe.
Así que si tengo tres, cuatro o más hijos, debe ser porque “el Papa dice que no podéis usar condón”. ¡Toma nísperos!. Ahora resulta que tenemos al Papa metido en la cama.
Bien. En aras de la discusión admitamos que es cierto. Admitamos que, en un acto de libertad – no de sumisión, mi mujer y yo decidimos no utilizar métodos anticonceptivos artificiales – decidimos que ella no alterara sus niveles naturales de hormonas tomando una píldora, ni poner un plástico que separara nuestra piel, ni meterle un dispositivo en su vagina (DIU), ni alterar funciones fisiológicamente perfectamente funcionales y sanas a través de una ligadura de trompas o una vasectomía – porque de esa manera vivimos de una manera coherente nuestra fe en Dios como principio y fin de nuestras vidas y de nuestro matrimonio.
¿Cuál es la opción contraria? ¡Ah! La opción es que si no hubiéramos tenido esa fe en Dios o no hubiéramos entendido esa opción como el medio pertinente para vivir nuestra fe, hubiéramos utilizado algún método de los antes mencionados para tener menos hijos. ¿Cuántos menos? De nuevo, por mantener simple la discusión digamos que uno menos.
En concreto significa que si no hubiéramos vivido nuestra fe en Dios como lo hacemos mi hija Teresa nunca hubiera nacido.
¡Ah … !.
Confieso que solo de pensarlo me provoca un profundo vacío y se me ponen los pelos como escarpias.
¿Y cuál es la ganancia?
¿Cuál hubiera sido la ventaja de que mi hija Teresa no hubiera nacido?
A bote pronto, me imagino – sin conocer datos concretos – pero supongo que entre 6.000 y 12.000 euros al año.
¿Y eso hubiera merecido la pena? Les aseguro que ni eso, ni esa cifra multiplicada por infinito hubiera hecho que mi vida fuera mejor sin mi hija Teresa.
¿Existe otra posible ventaja? ¿Hubiéramos tenido más tiempo para nosotros? Pues seguro, pero ¿y qué? Ni un solo minuto, ni una vida entera al completo hubiera satisfecho la alegría de ser el padre de Teresa.
Siempre he pensado que si no hubiera tenido cuatro hijos o incluso si no me hubiera casado hubiera sido mucho más prolífico escribiendo, hubiera aprendido mucha más neuropsicología y hubiera sido más útil a mis pacientes. Estoy seguro de que también hubiera dedicado mucho más tiempo a estar tumbado perdiendo el tiempo, a ver la TV y quizás incluso hubiera llegado a practicar algún deporte (lo dudo). Pero ¿y qué?, ¿acaso cualquiera de esos bienes, que sin duda lo son, son comparables con uno solo de mis hijos o con mi matrimonio?
Si fuera cierto que tenemos cuatro hijos por cómo vivimos nuestra fe, entonces puedo decir ¡bendita fe!. Aunque al morir me diera cuenta que Dios no existe, y que todo aquello en lo que he creído fuera una simple quimera, la fe ya me habría dado mucho más de lo que cualquier otra cosa en la vida hubiera podido ofrecerme: me hubiera dado mi cuarta hija, y quién sabe si también la tercera.
Podría concluir este artículo confrontando mi forma de vivir con la alternativa que propone la sociedad. Podría juzgar cómo se vive sin fe, o sin permitir que la fe empape cada una de las decisiones de nuestra vida. Podría decir:
“¿Cuál es la alternativa?
¿Qué en lugar de la fe sea mi situación profesional / laboral la que determine cuándo comenzar a tener hijos y cuántos hijos tener?, ¿Tener dos o cómo máximo tres hijos y a partir de ahí permitir que la química o la mecánica interfiera en mi vida conyugal / sexual / familiar, en definitiva – en mi VIDA?
Era una opción, pero entonces mi vida hubiera sido mucho más pobre y mucho peor aprovechada.”
Si escribiera eso y peor aún, si lo pensara, hubiera caído en aquello que critico: hubiera juzgado cómo vive cada cual su vida y me hubiera entrometido en la intimidad de los demás.
Sí, que nadie dude que vivir la fe católica del modo en que la vivimos ha permitido que tengamos cuatro hijos y disfrutemos de una vida enormemente rica y magníficamente bien aprovechada. Y si cada uno de mis hijos, desde el primero hasta el último, no hubiera sido suficiente regalo tengo el mayor de todos, la mayor de mis riquezas: tengo la fe en Dios y tengo la conciencia de Su amor.