D. Antonio Ducay, sacerdote y escritor, ofrece esta reflexión sobre la reciente muerte de Abimael Guzmán, líder del grupo terrorista Sendero Luminoso, en Perú.
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Tenía 86 años y cumplía su pena de cadena perpetua. Tiempo atrás entró en una crisis de depresión y días anteriores decidió no comer nada. No había manera de alimentarlo. “Que pase lo que tiene que pasar”, decía. Su esposa, Elena Iparaguirre, también ideologizada con la violencia terrorista, estaba interna en una cárcel de mujeres. Se sugirió que hablase por teléfono con él, o incluso que lo visitase. No llegó a realizarse ni la llamada ni la visita. Se le internó en un hospital y allí estuvo catorce días, siendo atendido médicamente. Su salud estaba muy deteriorada desde mucho tiempo atrás, en sus épocas de actividad terrorista padecía de soriasis. Incluso esta enfermedad fue una de las pistas para detenerlo, porque la policía examinaba las basuras de casas en las que sospechaban que podía estar, hasta que en una de ellas encontraron medicinas para la soriasis.
No tenían ninguna fotografía de Abimael, no lo conocían, de modo que podía salir tranquilamente de su casa y desaparecer. La gran pista fue descubrir un personaje importante de su cúpula y lo que hicieron fue no detenerlo y dejarlo que se moviese libremente. Lo seguían con grandes precauciones. Pronto llegó a la casa en que sospechaban que estaba Abimael. Ya tenían filmados a todos los que entraban y salían de la casa. Sabían que detener solo al líder no significaría el fin de Sendero Luminoso, era necesario detener al mismo tiempo a toda la cúpula. Esperaron varias semanas, hasta intervenir de modo simultáneo diez o doce domicilios, donde suponían que estaban los líderes. Y así fue. La captura de todos ellos fue tan sorpresiva que no hubo resistencia.
El plan de Sendero Luminoso era eliminar todo tipo de autoridad para imponer un nuevo orden. Fueron muchos miles los ejecutados por el simple hecho de ser autoridad. Fue frecuente que llegasen los terroristas a un pequeño pueblo de la sierra, encapuchados y silenciosos, con sus metralletas en las manos y sus bombas de mano al cinto, reunir en la plaza a la población, colocar al alcalde al centro y eliminarlo. Enseguida llegaba el ejército, interrogaba a los pobladores y éstos callaban, porque sabían que los “soplones” eran también ejecutados.
Como no quiero alargar este artículo contaré solo dos experiencias personales. Me relató un seminarista de Abancay, diócesis de los Andes peruanos, una de las que más sufrió la violencia terrorista, que acompañando a un sacerdote a uno de los pueblos, precisamente era el suyo, cuando estaban en la misa, llegó una patrulla senderista. En ese momento él estaba en el atrio. Los vio llegar, uno de los encapuchados se dirigió a él y lo llamó por su nombre. Por la voz, aunque la disimulaba, le preció reconocer a un compañero de colegio. Le dijo que a él no le iba a hacer daño. Que solo quería medicinas de Cáritas para un camarada herido. El seminarista le dijo que hablaría con el sacerdote al acabar la misa. Al acabar, la gente salió de la iglesia, vio a los terroristas y se dirigieron rápidamente a sus casas. El pueblo quedó desierto. Cuando salió el sacerdote, el seminarista le habló, con el terrorista a su lado. Se ve que tenía experiencia de sucesos parecidos porque el sacerdote no se asustó. Le dijo que podía ir a recoger las medicinas a su parroquia, que podía ir encapuchado y que allí conversarían. Nunca fue. La patrulla se retiró del pueblo.
El otro suceso me lo contó personalmente el obispo. La violencia de Sendero comenzó en 1982 y terminó con la captura del líder y la cúpula, en 1992. Cuando comenzó, se reunió con los sacerdotes y las religiosas y pensaron bien qué hacer. Al principio estaban muy confundidos, luego decidieron seguir como siempre, con sus viajes y atención humana y pastoral, porque más que nunca los pobladores los iban a necesitar. Las religiosas se mostraron muy valientes y dispuestas a seguir con los viajes. Sabían que se la jugaban. También los terroristas sabían que los sacerdotes y las religiosas eran muy queridos por toda la población. El hecho es que los respetaron. Me contó el obispo que un día abrió una carta y encontró una misiva terrorista. Le exigían que entregase su camioneta, la única que tenía la diócesis, en un determinado lugar y día y hora señalado. Que si no lo hacía, “sabía cual era su fin”. Lo pensó bien. Había dicho a los sacerdotes y las religiosas que no podían manifestar debilidad o miedo. Decidió guardar la carta en su caja fuerte, que estaba vacía. No dijo nada a nadie. No entregó la camioneta. Siguió mostrándose como siempre. Aunque, como es natural, “yo me moría de miedo”, me dijo. No le pasó nada.
Termino diciendo que, al enterarme de la noticia, lo primero que hice fue rezar por él y por todos los que mueren en sus circunstancias, aunque no sean noticia. Pensé en su alma. Los diarios en primera página recuerdan los miles de crímenes y asesinatos. Es cierto que fue así. Los muertos necesitan oraciones y piden respeto. Solo Dios sabe lo que hubo en su espíritu en los últimos momentos. El Papa Francisco nos ha ayudado mucho a descubrir la misericordia de Dios. Hay que agradecérselo. Es una realidad que nuestro Padre Dios es Omnipotente, Justo y Misericordioso. La Justicia y la Misericordia no se contraponen. El pensamiento de ambas nos ayuda mucho en la vida.