El patriarca latino de Jerusalén, monseñor Pierbattista Pizzaballa, celebró la Misa con motivo de la 3ª Peregrinación Virtual “Recorriendo la Tierra Santa de la mano de María Magdalena”, en curso del 28 de septiembre al 4 de noviembre de 2021 y dirigida por el padre Juan Solana, director y fundador del Proyecto Magdala, y Gaby Jacoba, fundadora del Instituto “Sanando mi Corazón
A continuación, sigue la homilía completa de Mons. Pizzaballa.
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El Evangelio fue un momento decisivo para los Apóstoles y de la Iglesia. Se acaban de cumplir los acontecimientos pascuales. Los discípulos están todavía exhaustos, no se han dado cuenta de lo que ha sucedido. Para ellos suponía el fracaso total de todas sus esperanzas. Habían puesto todas sus esperanzas en Jesús. Estaban decepcionados de cómo las cosas habían llegado a término.
Se quedaron encerrados en el Cenáculo con sus recuerdos y sus miedos. Las puertas del Cenáculo estaban cerradas, no solo por miedo una amenaza externa, sino porque sus corazones también estaban cerrados. Se habían encerrado en el Cenáculo también porque ya no esperaban a nadie. Después de la muerte de Jesús todo había terminado para ellos y no había nada más que esperar.
De alguna forma, se habían encerrado en un sepulcro, así como había estado Jesús pocos días atrás. Esto simboliza la situación de muchos de nosotros. Tener miedo de los demás, desilusionados y desorientados por lo que pasa dentro y alrededor de nosotros, en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestra Iglesia. Nuestras expectativas no encuentran respuesta, sino solo cenáculos cerrados, puertas selladas. Es justo allí donde Jesús entra. Él ha resucitado, sigue visitando, exactamente, así como hacía antes de su pasión y muerte, y llega cuando el hombre ya no espera nada; cuando piensa que ya no puede ocurrir nada nuevo. Ahí el Señor viene.
Visita a los suyos, que estaban encerrados en el sepulcro de sus miedos, y vuelve a entablar una conexión que se había interrumpido; lo hace sobre todo con Tomás. Podríamos decir que el amor del Señor a sus discípulos se manifiesta de modos y atención diferentes según la forma de ser de cada uno.
Tomás no consigue creer, se le presenta físicamente: Manos, pies, costado, llagas. Al igual que antes de la Pasión, Jesús se les presenta a través de la concreción del cuerpo: tocando y dejándose tocar, acariciando, abrazando.
A Tomás, Jesús le ofrece su propio cuerpo, para que lo ame. Jesús cura la herida de Tomás: su incredulidad. A María Magdalena le pide que lo suelte, porque aún no ha subido al Padre. En los dos casos es una forma de tocar nueva: Hacer la experiencia del Encuentro con Jesús de modo diferente de cómo se le encontraba antes de la Pascua de Jesús. El Señor pide que se parta de una fe renovada, capaz de no detenerse en su cuerpo crucificado, sino de aprender a tocar el cuerpo eclesial y espiritual del Señor.
Podríamos decir que esta llamada a una renovada relación de fe, con el fin de hacer salir a los Apóstoles de su sepulcro, de su agujero, de sus miedos y de su desesperación, es para hacerlos capaces de visitar y alcanzar a los hombres, ahí donde se encuentren y hacer lo que Jesús ha hecho con ellos. Es decir, ayudarles a abrir los ojos a nueva experiencia y hacerles entrar un poco de luz.
La primera comunidad cristiana nace aquí, en la experiencia del Encuentro con el Resucitado que les ha donado el Espíritu y los ha mandado fuera del Cenáculo. De esta forma, la pequeña Iglesia ha sido capaz a su vez de tocar las heridas de los pobres y de los crucificados de aquel tiempo y de todos los tiempos, curando los tantos cuerpos enfermos de soledad, de aislamiento y de miedo.
Hay todavía una consideración que hacer, Jesús muestra sus llagas para que Tomás pueda intuir la continuidad entre la Pasión y la Resurrección, para que no dude que es el mismo: Jesús, el Crucificado. Pero se las enseña también para hacer intuir a él y a nosotros que no hay resurrección sin pasar antes por la Pasión, que sólo resucita aquél que lleva en su cuerpo los signos del amor con que ha amado.
Las llagas que Tomás ve y quiere tocar son el signo del dolor y de la muerte, pero también del amor de Jesús. Estas pertenecen a un cuerpo resucitado, sobre cual el mal ya no tiene poder. Las heridas del cuerpo de Jesús son también las heridas de la Iglesia, que además pertenecen al cuerpo resucitado, son heridas gloriosas. El mal, aunque presente, no puede ya matar a aquel cuerpo.
Los discípulos, de ahora en adelante, reconocerán a Jesús por estas llagas gloriosas grabadas en su cuerpo y ellos no podrán ser su cuerpo sino se suman a estas llagas, sino actualizan su misma pasión de amor. El texto evangélico además dice explícitamente que Tomás no estaba presente. Por eso los otros Apóstoles le cuentan lo sucedido. Para reconocer al Señor hay que estar con los otros Apóstoles. No creyó, porque no estaba con ellos. Para experimentar al Señor hay que estar con los Apóstoles, es decir, con la Iglesia. Sin la Iglesia no se puede verdaderamente reconocer al Señor.
Que nuestras heridas, las heridas de la Iglesia, no frenen nuestra esperanza, no nos encierren en nuestros cenáculos. Necesitamos a alguien que nos anuncie que Cristo ha resucitado y que lo han visto, como lo hicieron los Apóstoles con Tomás. Alguien que nos diga que ha hecho la experiencia y que nuestras heridas, por muy profundas que sean, no nos lleven a la muerte, sino que puede hacernos descubrir que pueden ser el inicio de una vida nueva si estamos dispuestos a compartirlas, si concebimos alzar nuestra mirada hacia Jesús.
Es el Señor que viene para cada uno de nosotros, para que el Tomás de cada tiempo vea que esta esperanza es accesible para todos y que todos debemos pasar por ahí, por tocar con nuestra vida esas llagas benditas. Esto y solo esto nos hace pasar de ser incrédulos a ser creyentes. Cuando esto sucede, el Señor pasa a ser “Mi Señor”: “Señor mío y Dios mío”.
En los Evangelios no falta quien reconozca que Jesús es el Hijo de Dios, y hay varias profesiones de fe. Sin embargo, sólo Tomás después de haber visto las llagas gloriosas puede decir que este Señor es su Señor y que este Dios es su Dios. Ahora ha hecho la experiencia, ha hallado la relación con Él.
Jesús dice que este acto de tocar ya no pasa a través del ver, sino de la fe. Es a través de aquella experiencia de sentirse acogido dentro de sus llagas, y esto es posible para todos. No sucede una vez para siempre en la vida, porque la amistad necesita ser nutrida. Esta experiencia en la Iglesia tiene el ritmo del Octavo Día, donde el Domingo el Señor de nuevo aparece y nos acoge en sus llagas de amor. La celebración Eucarística es el lugar de este contacto íntimo y fiel, donde la relación se hace confianza y ternura, donde todo cristiano junto a sus hermanos y sus hermanas puede decir las mismas palabras que Tomás: “Señor mío y Dios mío”. Amén.