Como nos transmite la Palabra de Dios unida a la Tradición y Magisterio, con ese acontecimiento imprescindible que es un Concilio como el Vaticano II, la razón de ser de la iglesia es la misión evangelizadora. Esto es, el anuncio con la denuncia (profecía), la celebración (liturgia) y el servicio (diakonía) del Reino de Dios que se nos revela en la Encarnación, en Jesucristo pobre, crucificado y resucitado. La misión de la iglesia entrañada en Cristo y su buena noticia del Reino con su justicia, que nos dona la salvación liberadora integral de todo pecado o maldad y muerte e injusticia, está conformada transversalmente por esta clave esencial del servicio de la caridad, del amor fraterno, de la solidaridad y la justicia con los pobres.
El eje y mandamiento nuevo de Jesucristo (Jn 13, 34-35) es el amor al otro, a todo ser humano, enraizado en ese Dios que revela Cristo, el Padre, el Dios Amor que quiere para sus hijos, toda la humanidad, ese Reino de fraternidad, de vida, de paz y justicia con los pobres (1 Jn, 3-4). Esta diakonía de la acción socio-caritativa se ha ido desplegando en la historia, acompañada de dicha Tradición y Magisterio como es la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), elemento sustancial de su misión evangelizadora, de la antropología y moral inspirada en la fe.
Efectivamente, hay que tenerlo claro y no olvidarlo, el servicio de la caridad con su acción social tiene como guía y base esta DSI, como son sus valores, principios o criterios irrenunciables e innegociables. Tales como la fraternidad, la solidaridad, la subsidiariedad, el respeto a la vida, la dignidad de la persona, la familia, la opción por los pobres como sujetos de su promoción integral, la justicia social, el bien común, el destino universal de los bienes, el trabajo decente, el desarrollo humano y ecología integral.
Sin todo lo anterior como enseña e insiste Francisco, (por ejemplo) con su reciente referencia a la magistral (genial) Escuela de Salamanca y sus teólogos hispanos, la caridad se deforma, se pervierte convirtiéndose en un humillante asistencialismo, en un degradante paternalismo encubridor y cómplice del mal e injusticias, que están de fondo en los problemas sociales y que padecen las víctimas. La auténtica caridad, por tanto, siempre va unida a la lucha no violenta por la justicia (social e internacional) con los pobres como protagonistas de su desarrollo humano y liberador integral, en la búsqueda del bien de toda la humanidad.
Asociada estrechamente a la virtud humana y espiritual de la solidaridad, la caridad contiene una constitutiva dimensión social y pública, con un alcance más universal, tan propio de la credibilidad de la ética con su horizonte solidario y de fe católica. Es el amor civil, la caridad política que busca la civilización del amor, el bien común de todos los seres humanos y transformar las causas personales, culturales, sociales y estructurales de los problemas e injusticias que padecen los pobres y los pueblos. El Vaticano II y la DSI con los Papas nos enseñan todo ello, junto al tan significativo Magisterio de los Obispos españoles sobre la iglesia y los pobres para una auténtica diakonía de la caridad, de la acción-formación social y solidaria. La caridad solidaria, afirma Francisco, “es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero. […] La solidaridad, entendida en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares»” (FT 116).
No solo hay que “dar el pez”, la acción asistencial con “ayudas”, alimentos o subsidios (rentas básicas, de inserción, salarios mínimos o vitales…). Ni basta proporcionar “la caña de (enseñar a) pescar”, la acción de promoción personal con educación y formación laboral u otorgar medios e instrumentos de trabajo como puede ser pozos, etc. Junto a lo anterior, si realmente se quiere realizar una verdadera y efectiva diakonía de la caridad con su acción social, siguiendo con nuestro símil, debe ser posible “vender los peces a un precio justo, que no se acumulen (roben) esos peces, que no contaminen el rio”, etc. Es la inherente dimensión política y estructural de la acción social, de la caridad y del pecado e injusticias que causan estas necesidades, carencias y desigualdades humanas.
Debido a la intrínseca naturaleza social y solidaria de las personas, la caridad o el pecado están configurados por este carácter estructural, publico y político. Ahí tenemos, pues, las relaciones y estructuras (sociales e históricas) de pecado como son: las injustas instituciones políticas y jurídicas que impiden el bien común, los inmorales sistemas económicos y financieros que son contrarios al destino universal de los bienes; o los perversos mecanismos comerciales y laborales que van en contra de la dignidad de la persona trabajadora.
En esta línea, causa principal de las desigualdades e injusticia sociales como son la pobreza y la exclusión, el mismo subdesarrollo, es el trabajo precario e indecente unido al paro, que genera el empobrecimiento y descarte del trabajador, de sus familias y de los pueblos. Frente a ello, la DSI enseña que la vida y dignidad del trabajador, con sus derechos como es un salario justo u otras condiciones laborales humanizadoras, está por encima del capital, del beneficio y ganancia. Unido a ello, hay que impulsar una ética de la empresa como comunidad humana, con la economía social y cooperativa, haciendo posible la socialización de los medios de producción, es decir, los trabajadores como autores, dueños y gestores de la propiedad, marcha y destino de la vida empresarial.
Y es causa básica de la pobreza, de las condiciones infrahumanas de vida, es toda esta desigualdad e injusticia social; con una economía que mata e impide el principio nuclear del destino universal de los bienes, por encima del derecho de propiedad que ha de realizar siempre una función social y solidaria. En esta dirección, hay que terminar con el pecado tan grave de la usura y de la especulación financiera, con esos créditos e intereses abusivos (tan injustos) y la bolsa con sus acciones u operaciones especulativas que generan crisis permanentes, que empobrecen, endeudan y arruinan a los pobres, a las familias y a los pueblos. Se trata de promover una economía real con un sistema financiero y bancario ético que genere empleo, desarrollo humano y social.
Estas causas y pecados estructurales se retroalimentan con los pecados personales e idolatrías del egoísmo, del individualismo y de la codicia, esos falsos dioses de la riqueza-ser rico, del tener, del poseer, poder y violencia. Todo lo contrario a una verdadera caridad que lleva a la santidad, en el seguimiento de Jesús pobre y humilde-crucificado, ejerciendo la pobreza evangélica y espiritual con la comunión solidaria de vida, de bienes y acción por la justicia con los pobres de la tierra. De forma similar e inseparable al sacramento de la caridad, la eucaristía, el otro- sobre todo el pobre y la víctima – son presencia (sacramento) real de Cristo pobre y crucificado que recibe, el propio Jesús, toda esta auténtica caridad, amor solidario y justicia con los pobres, criterio decisivo para nuestra salvación. Así nos lo comunica esta tradición y enseñanza de la iglesia, basada en la Palabra de Dios (Mt 25, 31-46).