Todas las organizaciones políticas tienen en su interior, o en sus periferias más próximas, un “club de radicales”. Siempre existe un grupito que parece estar bien integrado, pero que descubre a través de una singular iluminación, una vocación especial: asediar a los moderados, a quienes buscan el diálogo racional como mecanismo de acuerdo, a quienes intentan construir “el bien posible”, aunque sea modesto. Son el grupo que impide que se hagan “concesiones”, son los que exigen la rígida lealtad, son los guardianes de las esencias. Más que colocarse en la “primera línea” de batalla, gastan sus energías principalmente en el acecho a sus semejantes, para que no dialoguen, para que no acuerden, desprestigiando así la importancia de construir espacios que permitan lograr un poco de verdad y de bien en medio del caos.
El “club de los radicales” gusta, al menos en secreto, de las enseñanzas del persa Manes: blanco o negro. No existen términos medios. De nada sirve explicar que la realidad es una inmensa gama de grises. Desconocen la fuerza racional de la analogía (Santo Tomás) y optan por el univocismo, instalándose así en la más rancia tradición gnóstica y autoritaria.
El amable lector, si simpatiza con la izquierda, se encuentra pensando ya en algunos personajes que buscan el “todo o nada”, a través de sus “posteos” en la red social de su preferencia. Y si nuestro querido lector tiene afectos en la derecha, también ya ha logrado evocar al Talibán en turno que con desplantes verbales trata de convencer de su valentía y de su coherencia.
Para ser breves: los extremistas boicotean la viabilidad política, dinamitan los caminos que todos han de transitar, impiden construir.
Y lo más grave: expertos en frasecitas absolutas son totalmente ajeno a la vida del pueblo al que desprecian desde una muy palpable actitud de superioridad moral. Instalados en dos o tres ideas, ignoran a qué huele, a qué sabe, de qué color es el caminito democrático.
La democracia es una cultura, no un axioma matemático. La democracia exige aceptar que la pluralidad es constitutiva de la vida en común. No busca acallar al adversario sino ofrecer cauces pacíficos para expresarse y contender. Dicho de otro modo: exterminar al otro no es democrático. El otro merece existir, aunque piense distinto. Lo propiamente democrático es contrastar los argumentos, evitar la concentración excesiva de poder, respetar la dignidad infinita de todos —sin excepción— y trabajar para que se consoliden los derechos y libertades fundamentales que permitan superar las tentaciones del Ché Guevara y de Francisco Franco, tan diversos ideológicamente, pero tan proclives a creer que la verdad puede ser impuesta a costa de la libertad.
Mis libertades democráticas están en juego. El Papa Francisco nos dice: la democracia “requiere la participación y la implicación de todos y por tanto exige esfuerzo y paciencia; la democracia es compleja, mientras el autoritarismo es expeditivo” (4 dic 2021). La democracia necesita demócratas.
Urge de hombres y de mujeres apasionados por la dignidad de las personas y por la dignidad del pueblo. Requiere pasión para construir una sociedad más inclusiva, más libre y menos manipulada. Pasión para participar, sin hacerse a un lado, en la definición del destino de nuestras naciones.