Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio del próximo Domingo, 3 de abril de 2022, titulado “Miradas”.
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Isaías 43, 16-21: “Yo realizaré algo nuevo y daré de beber a mi pueblo”
Salmo 125: “Grandes cosas has hecho por nosotros, Señor”
Filipenses 3, 7-14: “Todo lo considero como basura, con tal de asemejarme a Cristo en su muerte”
San Juan 8, 1-11: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que tire la primera piedra”
“¿Ninguno te ha condenado? Tampoco yo te condeno”. ¿Qué ha pasado en esta escena? ¿No ha mirado Jesús el pecado que la mujer ha cometido? ¿Propicia Jesús el adulterio que daña al matrimonio y que desbarata tantas familias? Jesús conoce la Ley sobre las mujeres sorprendidas en flagrante adulterio. Conoce también las torcidas intenciones de los escribas y fariseos que colocaron ante él a la mujer adúltera. Jesús siente una profunda compasión hacia la mujer y un profundo desprecio hacia sus hipócritas acusadores. No aprueba el adulterio, pero siente compasión y ama divinamente a aquella mujer adúltera; Jesús desprecia a quienes quieren usar la Ley con intenciones egoístas e hipócritas. Jesús condena el pecado de adulterio, pero ama y perdona a la mujer y le exhorta a no pecar más. La mirada de Jesús y la mirada de los acusadores son muy distintas. Los acusadores “utilizan” a la mujer para ponerle una trampa a Jesús y también “utilizan” la Ley para lograr sus propósitos. No son capaces de descubrir que hay una persona que sufre y es expuesta al escarnio detrás de sus planes, tampoco son capaces de reconocer que están manipulando y deformando la Ley. “Miran” a las personas sólo para utilizarlas, miran la Ley, sólo para sacar provecho. Situación muy común entre nosotros: utilizar, manipular, engañar y poner trampas. ¡Qué diferente es la mirada de Jesús!
Jesús oye la acusación y se le van los ojos al suelo. No quiere mirar a los acusadores porque le duele el pecado no sólo de la mujer sino que siente vergüenza ajena, al intuir la vida de pecado de los acusadores. Jesús se llena de tristeza al ver citada la Ley contra la bondad de Dios. Se indigna de que se manipule la vergonzosa situación de una pobre mujer para condenarle a Él, y, tal vez interiormente, le pide perdón a ella por ser causa involuntaria de aquella escena. Pero la mirada de Jesús es diferente no sólo entonces, también hoy Jesús siente vergüenza ajena, cuando nos oye hablar de “las mujeres de mala vida”, sin recriminar la fila de hombres que han ido comprando esos cuerpos como se compra un esclavo. Jesús siente vergüenza ajena, cuando miramos con desprecio a una madre soltera, y solapamos al irresponsable que ha abandonado a su hijo. Jesús se indigna cuando manipulamos la ley de Dios, y las leyes de los hombres, para denigrar, para condenar, sin tomar en cuenta los derechos de cada hijo de Dios. La mirada de Jesús, limpia y transparente, pero exigente y provocadora, desnuda al hipócrita y hace aparecer la verdad. “El que esté limpio de pecado que tire la primera piedra”. Palabras claras y contundentes que no condenan a nadie, pero que lo colocan frente a la propia conciencia. Abochornado por la hipocresía humana, Jesús vuelve a mirar a tierra. Es el peor castigo para el hombre: que Dios no fije en él su mirada. En la mirada va el corazón. ¡Cuántas veces con una mirada comienza todo! Pero si nos escondemos de la mirada de Dios, si nos alejamos de su rostro para continuar nuestras perversidades, nos estamos perdiendo de su bondad.
Jesús se mueve en dos campos: la solución de la trampa y el perdón de la mujer. Se sitúa con claridad frente a la realidad del pecado y se manifiesta como aquel que al mismo tiempo lo desenmascara y libera de él. El pecado está allí, evidente, en el delito que condena a la mujer y, más claro, en el comportamiento de los fariseos que se sirven de su persona como pretexto y que tienden una trampa a Jesús. Frente al pecado, más duro que las piedras con que intentan lapidarlo, Jesús está también solo cuando la mujer se queda frente a Él. Jesús no disimula, llama “pecado” a lo que es pecado. Esto tiene importancia en aquella sociedad, pero también tiene mucha importancia en nuestra sociedad que queremos disfrazar el pecado, que nos acostumbramos a vivir en él y lo queremos excusar, que lo justificamos en nosotros y lo condenamos en los demás. El cristiano debe reconocer, al igual que Jesús, el auténtico pecado que separa de Dios y aísla a los hermanos. Debe llamarlo por su nombre y desterrarlo, pero una cosa es desterrar a l pecado y otra muy diferente desterrar al pecador. Qué cómodo es juzgar a las personas desde criterios seguros. Qué injusto y fácil puede ser apelar a la Ley para condenar a tantas personas marginadas o incapaces de vivir integradas a nuestra sociedad. Cuando Jesús mira a la mujer no la condena, la levanta. Así es Jesús: mira y restaura.
La visión imaginaria de la mujer aplastada por las piedras queda sustituida por la de la misma mujer caminando libre, hacia un porvenir que le ha abierto Jesús. ¿Qué pasaría con los acusadores? Ya nada se nos dice, pero al menos ellos no apedrearon a la mujer como quizás lo hubiéramos hecho algunos de nosotros. No porque no tuviéramos pecado, sino porque somos incapaces de reconocerlo. Así también para los acusadores es una oportunidad de salvación. Ciertamente para la mujer es un paso real de la muerte a la vida, como debe ser la conversión de cada uno de nosotros. Es lo que Jesús nos ofrece en esta Cuaresma. Es hacer realidad en nuestra vida el misterio pascual: muerte y resurrección. Lo que la mujer adúltera necesitaba no eran piedras, sino un corazón misericordioso y una mano amiga que le ayudara a levantarse.
Cuaresma es acogerse a la misericordia de Jesús que no vino a condenar sino a salvar, que no nos entrega a la muerte si no que nos otorga nueva vida y liberación. Cuaresma es ponernos solos, sinceramente, frente a Jesús, mirar nuestra vida, sentir su mirada que todo lo penetra y descubrir su mano y su misericordia que nos rescata de nuestro pecado y nos ofrece una nueva vida.
Señor Jesús, hoy que me siento lleno de pecado, solo y aislado, también quiero sentir tu mano amorosa que me levanta, que me anima y me conforta. Gracias, Señor, por mostrarme tan gran misericordia. Amén.