En el contexto de la reciente movilización de migrantes y refugiados de Marruecos a Ceuta, España, la doctora María Elisabeth de los Ríos Uriarte, profesora e investigadora de la Facultad de Bioética de la Universidad Anáhuac de México, ofrece a los lectores de Exaudi su artículo “Migrantes y refugiados: una mirada solidaria y fraternal”.
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Las recientes imágenes del éxodo de personas provenientes de Marruecos que anhelaban llegar a España y las reacciones polarizadas de algunos nos deja cabida a la reflexión sobre el prójimo, presente de manera central en la Encíclica Fratelli tutti del Papa Francisco.
Contrario a las interpretaciones tradicionales del prójimo como el otro cuyo sufrimiento me conmueve y me lanza a la acción, el Papa propone hacernos prójimos con los otros (FT, 80), es decir, dejar de pensar al prójimo como fuera de uno mismo y comenzar a entendernos, cada uno, como prójimos. Así, la invitación no es ya a ayudar al otro sino a hacerme prójimo a él.
Este hacernos prójimos del otro conlleva no sólo dedicar tiempo y poner condiciones espacio temporales para estar con los demás sino, sobre todo, voltear a nuestras propias heridas de donde brota agua y sangre como brotó del costado de Cristo cuando fue traspasado por la lanza del soldado romano en la cruz.
Es entonces, por la historia fracturada que podemos sentirnos prójimos de otros. Mirar hacia adentro y descubrir los propios temores y nuestra natural fragilidad nos coloca siempre en un plano de vulnerabilidad que nos incomoda y sin embargo, desde ese sentimiento compartido puedo comprender mejor el dolor del hermano y acoger su sufrimiento, junto al mío… a lado de él.
En su informe “Tendencias globales: desplazamiento forzado en 2019” la ACNUR arroja datos alarmantes: 79,5 millones de personas desplazadas en el mundo a fines de 2019, de éstos, el 40% aproximadamente está conformado por niñas y niños. El 68% proviene de países en desarrollo y con conflictos armados o situaciones intolerables de violencia encabezando la lista Siria y siguiéndole Venezuela, Afganistán, Sudán del Sur y Myanmar y, de todos estos millones de personas, sólo 1,1 millón lograron ser reasentados por otros países.
La situación a nivel mundial amerita una reflexión seria y comprometida tanto en lo individual como en lo colectivo pues estas personas, en tanto no obtengan una nacionalidad que los acredite como ciudadanos bajo la protección de un país y su aparato jurídico, quedan a merced del no reconocimiento que puede acarrear consecuencias tan fatídicas como el hambre y la desnutrición, la falta de atención médica, la exposición a abusos sexuales y psicológicos, y una pobreza extrema.
En resumen, los refugiados y desplazados quedan reducidos a cosas tanto en su visibilidad como en el ejercicio de sus derechos. Advierte el Pontífice que siempre son considerados menos valiosos, menos importantes, menos humanos (FT, 39)
En este contexto, la pandemia por COVID, además, ha provocado el cierre de fronteras que, a su vez, ha ocasionado, un estancamiento en los desplazamientos, condiciones de hacinamiento poco salubres y la imposibilidad de recurrir a mecanismos jurídicos como la petición de asilo en otros países.
Así, las personas quedan resignadas o bien a tener que regresar a sus ciudades de origen en donde corren un altísimo riesgo para su vida física y su integridad psicológica o a vivir perennemente en la frontera, en campos de refugiados no siendo ni de aquí ni de allá.
La acción requerida implica unión de esfuerzos en la arena internacional en primer lugar y en la conversión personal en segundo lugar. También el papa Francisco señala que, es normal que sintamos dudas o temores ante los migrantes “pero también es verdad que una persona y un pueblo sólo son fecundos si saben integrar creativamente en su interior la apertura a los otros.
Invito a ir más allá de esas reacciones primarias, porque «el problema es cuando esas dudas y esos miedos condicionan nuestra forma de pensar y de actuar hasta el punto de convertirnos en seres intolerantes, cerrados y quizás, sin darnos cuenta, incluso racistas. El miedo nos priva así del deseo y de la capacidad de encuentro con el otro” (FT, 41).
Transitar hacia un entendimiento de la acción global como acción solidaria que acoja, promueva, defienda y proteja la vida de los refugiados y desplazados tiene que pasar, necesariamente, por un reconocimiento de la propia e individual vulnerabilidad. Nadie está exento de sufrir las consecuencias de un conflicto armado ni las persecuciones políticas, por ende, todos debemos entender que lo que nos hermana es más fuerte y sólido que lo que nos divide. Al final, todos estamos “desnudos” frente a la perversidad del corazón humano.
Esta crisis no es un problema de unos cuantos países que, por sus fronteras, son más proclives a recibir personas en situación de peligro si no de todos los países y de todas las personas, por ello, bajo el amparo de la solidaridad y de la subsidiariedad, en todos los niveles, de lo individual a lo colectivo y de lo privado a lo público, el compromiso no sólo por ofrecer mejores condiciones a quienes vienen huyendo si no de erradicar esas causas que provocan las fugas y los desplazamientos.
En conclusión, la participación social de actores individuales, de sectores y organizaciones no gubernamentales, de asociaciones civiles de integración y acogida, del sector educativo en todos sus niveles, y de tantas personas en su acción diaria, resultan imprescindibles para voltear la mirada hacia el sufrimiento del que tiene que dejar su país y ayudar a reconstruir las condiciones que permitan su efectiva integración y pleno reconocimiento de su dignidad humana bajo el entendido de sentirnos “hermanos todos”.