Mons. Enrique Díaz Díaz comparte con los lectores de Exaudi su reflexión sobre el Evangelio del próximo, Domingo, 11 diciembre de 2022 titulado: “Manténganse firmes, porque el Señor está cerca”.
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Isaías 35, 1-6.10: “Dios mismo viene a salvarnos”
Salmo 145: “Ven, Señor, a salvarnos”
Santiago 5, 7-10: “Manténganse firmes, porque el Señor está cerca”
San Mateo 5, 7-10: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”
¿Cuáles son las señales de que el Evangelio se ha encarnado en el corazón de una persona? Es la pregunta que le hacen a Cristo de parte del Bautista y el Papa Francisco con audacia nos señala y nos reclama esos signos: “Quisiera que se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos: “¿Dónde está tu hermano?”. ¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde está ese que estás matando cada día en el taller clandestino, en la red de prostitución, en los niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene que trabajar a escondidas porque no ha sido formalizado? No nos hagamos los distraídos. Hay mucho de complicidad. ¡La pregunta es para todos! En nuestras ciudades está instalado este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las manos preñadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda”. Las señales del Evangelio aparecen claras en la solidaridad y en la justicia.
Hay dudas que matan y preguntas que muerden porque de sus respuestas depende toda nuestra razón de vivir. Juan Bautista, que valientemente había anunciado la presencia del Mesías, que había exigido verdad y coherencia a los fariseos y saduceos cuando intentaban acercarse a ser bautizados, que se está pudriendo en la cárcel por haber denunciado el pecado de Herodes, ahora también tiene sus dudas sobre la autenticidad del Mesías. Quizás tenga razón pues no percibe las obras de Jesús como Él las había aprendido, sus compatriotas se decepcionan, el pueblo no se convierte y crecen los conflictos… ¿Habrá luchado en vano? Por eso envía sus mensajeros a que pregunten a Jesús. El Maestro no se entretiene en dar explicaciones o justificaciones de un mensaje mesiánico, simplemente despacha a los mensajeros con aquella escueta indicación: “Vayan a contar a Juan lo que están viendo y oyendo”.
Las obras que Jesús presenta a los enviados no son gestos justicieros, sino servicio liberador para los que necesitan plenitud de vida. Su identidad va muy de acuerdo con sus obras que curan, restauran y liberan. No aparece el Mesías poderoso, vengador y justiciero que anhelaría el pueblo de Israel, pero aparece el rostro misericordioso que se acerca al que sufre; se hace presente la mano cariñosa que levanta al que está caído; y resplandece la luz que da nuevo horizonte y sentido a los que estaban llenos de ceguera. Hace realidad la profecía de Isaías fortaleciendo las manos cansadas, afianzando las rodillas vacilantes y animando el corazón de los débiles con la presencia del Señor.
El Evangelio de Jesús contiene una teología de la ternura que es siempre curativa y liberadora. Se ejerce en la actividad de su persona toda, con sus palabras, con las manos, con los ojos, sobre todo con el corazón. Y se hace ternura concreta en el abrazo que alivia, en los besos que redimen, en la comida que une, en los diálogos que acercan y en cada uno de los contactos. No es ideología, no es avasallamiento, no es manipulación, son gestos liberadores. Su característica es el amor apasionado por la vida. Los testigos “contarán” esa lucha contra todo lo que bloquea la vida, lo que la mutila o la empequeñece, su atención para hacer crecer a las personas. ¿Esperábamos a un Mesías así? Nosotros estamos acostumbrados a otro tipo de prioridades, la vida parece pasar a segundo término, aunque teóricamente la defendamos. Nos envolvemos en el torbellino del trabajo, de la ansiedad, de la violencia, y las personas pasan a ser meros tornillos de una sociedad que no se harta nunca y cada día exige más víctimas. Y las personas y los pueblos quedan sometidos a esta vorágine que todo traga y todo destruye, que mutila y que mata.
Jesús hace realidad lo que soñaba Isaías: “Se iluminarán los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un venado el cojo y la lengua del mudo cantará”. Es mucho más que ideologías o reformas. Cristo ofrece el afecto que falta a tantas personas en soledad, en la crisis de la vida, en el vacío interior, la desesperanza y el temor. Para hacer realidad el Evangelio hoy, también nosotros tendremos que brindar el afecto, la cercanía amistosa, el respeto y la escucha a cada persona; la acogida y la comprensión de cada vida. Si no lo hacemos no podemos decir que somos seguidores de Jesús… quizás también nosotros estábamos esperando otro que nos complaciera nuestros gustos, que hiciera una religión a nuestros caprichos… Pero ahí está la radicalidad del Evangelio que se hace caricia, entrega y solidaridad con el hermano.
Quizás no deberíamos preguntar a Jesús si Él es el esperado. Si no deberíamos cambiar la pregunta: ¿Realmente somos cristianos? ¿Somos los cristianos esperados? ¿Se debe esperar a otros cristianos? Es la verdadera pregunta si somos esos cristianos esperados, en los que ha calado hondo el sermón del monte y que prefieren la locura del Mesías a la prudencia de los poderosos que viven en los palacios, que se visten de lujosos ropajes y que cierran sus ventanas para no escuchar los gemidos del pueblo. La interrogante será si acaso no nos hemos convertido en cañas dobladas por cualquier vientecillo, duda o comodidad. Si en lugar de Buena Nueva, estamos recriminando, destruyendo y apagando la mecha que aún humea. Debemos mirar muy dentro de nosotros si somos los cristianos esperados que se comprometen con la causa de los pobres, que luchan a corazón abierto contra la injusticia, que denuncian con valor las hipocresías, que tienen la suficiente humildad para reconocer las propias culpas antes de constituirse en jueces de los otros. ¿Seremos estos cristianos nosotros, o se debe esperar a otros? Es Adviento, es tiempo de dar señales verdaderas de conversión, de amor y de fraternidad.
Padre Bueno, mira al pueblo que en medio del dolor espera la Venida de tu Hijo, concédele celebrar el gran misterio de la Navidad con un corazón nuevo y una inmensa alegría. Amén