El cineasta estadounidense, Martin Scorsese, dedica su último film “Los asesinos de la luna” al problema del mal y sus distintos rostros, a partir del intento de exterminio, en la década de 1920, de la comunidad indígena Osage, en Oklahoma, coincidiendo con el hallazgo fortuito de petróleo en sus tierras. Una historia de racismo, codicia e injusticia con la que Scorsese reflexiona sobre el envilecimiento humano por la ausencia de reflexión moral y afán de enriquecimiento. La cinta nos previene de los lobos que vestidos de corderos camuflan el mal con discursos hipócritas sobre el bien común, la igualdad o la concordia.
La película con la que Martin Scorsese ha vuelto a la gran pantalla es una adaptación del bestseller de no ficción de David Grann “Los asesinos de la luna de las flores: Los crímenes en la nación Osage y el nacimiento del FBI” (2017). El cineasta norteamericano se acompaña de sus dos actores fetiche, Robert de Niro, en el papel de William Halle, y Leonardo DiCaprio, que interpreta a su sobrino Ernest Burkhart. La actriz Lily Gladstone da vida al personaje de Molly, una mujer de la comunidad indígena Osage, en el centro del film. Esta figura femenina resulta crucial en una cinta de más de tres horas de duración. Es el tiempo necesario para que el legendario director profundice en la psicología de sus personajes, retrate lo más recóndito de sus almas y aborde la atrocidad de unos hechos, ocurridos hace más de un siglo, que mantienen intacta su vigencia en el desafío al orden moral y las expresiones de dominación y violencia que interpelan hoy al mundo contemporáneo.
El wéstern de aire mafioso por el que se decanta Scorsese está ambientado en la reserva india de Oklahoma, habitada por los Osage, una comunidad fiel a sus costumbres, con pocas urgencias materiales, invisible a los ojos del mundo y condenada a la extrema pobreza en una tierra tan extensa como yerma, otorgada en propiedad por el gobierno federal norteamericano. Aunque, todo cambia radicalmente con la fortuita aparición de depósitos de petróleo y el reconocimiento del derecho de esta comunidad a beneficiarse de una parte de su explotación.
La nación Osage se convierte en una de las más ricas del mundo y ello atrae de inmediato a un hombre blanco que no tiene ninguna intención de integrarse ni de compartir la vida con los indígenas, sino que coloniza sus tierras en beneficio propio e impone sus costumbres, menospreciando una cultura con formas de interrelación y un diálogo comunal ejemplares. El propio gobierno federal norteamericano desconfía del nuevo poder de los Osage y siembra la discordia al declarar discrecionalmente a algunos indígenas, especialmente mujeres, “no competentes” para gestionar sus rentas, designando tutores caucásicos. Pronto se comprobará que este gesto justificado políticamente en el bienestar de los nativos no es más que un paternalismo hipócrita que amaga una actitud racista y supremacista, además de perseguir el beneficio personal con artimañas y una justicia ad hoc que evidencia graves fisuras y desigualdades. En este contexto, se abre la veda para que seres humanos envilecidos traten de envilecer a otros. Es el prólogo de una violencia sin límites sustentada en la prerrogativa del poderoso de matar, sin escrúpulos ni remordimientos, al no mirar al otro como un semejante cuya vulnerabilidad demanda responsabilidad y cuidado, sino como un obstáculo que impide satisfacer caprichos y deseos propios.
William Halle (Robert de Niro), rico empresario con un rancho como tapadera, actúa como el amo y señor de todo y de todos. Cruel y codicioso, obnubilado por el poder y por el dinero, es el artífice del complot que, entre 1921 y 1925, conduce al asesinato de más de sesenta miembros de la tribu Osage. En el caso de las mujeres solteras, el plan consiste en casarlas con blancos, procrear, y matarlas para heredar las propiedades petrolíferas. “Los Osage son los seres más bellos que ha creado Dios, pero si mezclamos las familias el dinero fluirá en la dirección correcta, hacia nosotros”. Esta es la primera lección que William le da a su sobrino Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio) cuando éste llega al rancho en busca de trabajo, tras combatir en la Gran Guerra. El “tío Bill” se percata del carácter pusilánime y manipulable del joven al formularle tres preguntas con las que comprueba que está ante la persona adecuada para perpetrar su malvado plan: ¿Has matado y has visto mucha sangre? ¿Te gustan las mujeres? y ¿Te gusta el dinero?
Ernest se pone al servicio de su tío William y acata sus órdenes sin reflexionar sobre las consecuencias de sus acciones. En primer lugar, acepta un puesto de chófer con un mandato: seducir a Molly, una indígena Osage, rica y soltera. “¿A qué has venido aquí?” le pregunta ella en distintas ocasiones, e incluso lo tilda de “coyote”, recurriendo al vocabulario indígena. Pero Ernest, de acuerdo al plan establecido, logra seducir a Molly, casarse con ella, tener cuatro hijos y comienza a envenenarla cuando William lo determina con el eufemismo: “Es hora de que Molly descanse”. De inmediato, Ernest comienza a adulterar las inyecciones de insulina que recibe Molly para tratar la diabetes.
Si William se presenta como el protector de los Osage, Ernest pasa por ser un amante esposo y padre modélico, mientras encarga a otros o participa directamente en los asesinatos programados por su tío, incluyendo a las hermanas de su esposa. Frente a los distintos rostros del mal, representados por el codicioso William y el maleable Ernest, el personaje de Molly (Lily Gladstone) representa el bien y el amor incondicional. Ésta quiere creer en la inocencia de su esposo hasta el final, momento en el que busca la verdad sobre si la quiso o si ella también formaba parte del plan del “tío Bill”. “No hagas algo de lo que vayas a arrepentirte el resto de tu vida”, aconseja en distintos momentos Molly a Ernest en una certera intuición. Con todo, hasta el juicio en el que su esposo testifica contra su tío, Molly le da la oportunidad de confesar la verdad y mostrar un sincero arrepentimiento. Pero éste sólo se produce a medias, motivo que lleva a la protagonista a abandonar a su marido para refugiarse en su tribu y recuperar las tradiciones ancestrales. En Molly no hay pasividad, sino como afirma Simone Weil, en La persona y lo sagrado, la espera que “invenciblemente” está depositada en el fondo del corazón de todo ser humano, “de que se le haga el bien y no el mal (…) Esto lo sagrado en cada persona”.
El agente Tom White (Jesse Plemons) lidera las indagaciones que destapan el complot criminal, a requerimiento del presidente de los EEUU. Molly acude a éste, ya muy enferma, para informarle de la agonía de la comunidad Osage por los incesantes asesinatos que se atribuían a una “epidemia” y le pide que se investigue lo que está sucediendo. La indagación de los hechos recreada en el film está en el origen del servicio de inteligencia norteamericano, el célebre FBI. Es justo subrayar que los culpables se libran en poco tiempo de la cárcel, beneficiándose de reducciones en sus penas, una circunstancia que Martin Scorsese resalta para visibilizar las contradicciones y fisuras de valores democráticos que se han presentado como modélicos ante el mundo.
La problemática del mal
La película es una obra monumental a la altura de un cineasta con una laureada carrera que cuenta con filmes memorables como Taxi Driver (1976), Toro salvaje (1980), El lobo de Wall Street (2013), El irlandés (2019) o Silencio (2016). Scorsese, un experto en profundizar en la violencia, ahonda con Los asesinos de la luna (2023) en la problemática del mal y sus distintos rostros con matices que no sólo facilitan una reflexión bioética, sino que la hacen pertinente y necesaria. Caeríamos en un reduccionismo simplón si acotamos la propuesta del director a unos hechos que pertenecen al pasado. Y, lo que es más grave, perderíamos la noción de realidad si no vemos que el mal del que fueron víctimas los Osage continúa presente. ¿Esto se debe a que el hombre es malvado por naturaleza? De la propuesta fílmica de Martin Scorsese no cabe deducir tal desconfianza en el ser humano ni que éste secunde la trampa hobbesiana de que el hombre es un lobo para el hombre. El cineasta se posiciona ante el mal como una opción relacionada con el ejercicio de nuestra libertad. No es necesario ser extraordinariamente perversos. Basta con no reflexionar moralmente sobre las consecuencias de las acciones y no ver a los otros como seres valiosos cuyo bien requiere ser promovido.
La filósofa Hannah Arendt acuña el término “banalidad del mal” tras asistir al juicio contra el líder nazi Adolph Eichmann, responsable del exterminio de miles de juicios en la Segunda Guerra Mundial. En efecto, todo el mundo esperaba que Eichmann fuera un monstruo de proporciones épicas como autor de uno de los crímenes más execrables del siglo XX. La declaración de Eichmann: “Sólo cumplía órdenes” para justificar su participación en el holocausto, lleva a Arendt a reflexionar sobre el mal que es capaz de perpetrar “un burócrata ordinario e irreflexivo”. La filósofa en su investigación distingue tres grupos: los nihilistas que se sitúan en esferas de poder y que no creen en la existencia de valores absolutos; los dogmáticos que se aferran a la ideología; y los hombres-masa (a los que también se refería Ortega y Gasset), un colectivo mayoritario que asume de manera acrítica los hábitos y las costumbres. La conclusión de Hannah Arendt es que el mal se monta en el intento de convertir a las personas en “superfluas”, debilitando los lazos afectivos y adormeciendo las conciencias.
El filósofo norteamericano Richard J. Bernstein criticaba en su última etapa que, aún cuando la barbarie no sólo no ha cesado en el siglo XX, sino que sigue creciendo exponencialmente en nuestros días, se prefiera hablar de injusticia o de violación de derechos, en vez de hablar del mal y de su alcance en una cultura que experimenta no una fisura, sino un boquete infinito, entre el horror que experimentamos y nuestras endebles respuestas al mismo. Todo ello sucede, pese a que nunca antes se ha asistido como ahora a imágenes de guerras, campos de refugiados, hambrunas o terrorismo [1]. Guardémonos, pues, de los lobos camuflados de corderos de los que nos advertía ya San Mateo y, en este film también Martin Scorsese, que pervierten el auténtico sentido de la política y camuflan el mal con discursos hipócritas sobre la igualdad, la concordia, la justicia y el bien común, intentando hacernos comulgar con ruedas de molino.
Amparo Aygües – Ex alumna Master Universitario en Bioética – Colaboradora del Observatorio de Bioética
[1] Ruano de la Fuente, Yolanda. (2008). Occidente Razón y Mal. Introducción. Bilbao: Fundación BBVA, pp. 13-21.