Loas a una Joven Madre

Lo que el tiempo retiene siempre es lo que perdura

Lo que más asombra en una parturienta es el misterioso revestimiento del talante materno. Días antes de alumbrar, “las pataditas”, las intempestivas acomodaciones, los malestares y el cansancio, los antojos, los diálogos entrañables con la creatura, la ilusión por arraigarlo ataviando el “lugar” donde se le acoja con primorosa atención y se le brinde un cálido bienestar. En este poema del recibimiento, el corazón de madre no deja ningún verso suelto. El primer llanto; su cálida y particular temperatura al estrecharlo en el pecho; su silente respiración; su tierna indefensión o el grácil movimiento de sus manos… inauguran una metamorfosis más profunda y trascendente– sin ser física – que la que sufre una oruga antes de ser mariposa – la que cuaja con portentosa naturalidad en la eminente condición de mamá.

Con el niño en casa se pasa del monolingüismo a poliglota: comprende el idioma de sus llantos, de sus silencios y de sus balbuceos. Los ruidos invariables, amorfos y estridentes empalidecen ante el mínimo movimiento, sonido, queja o aviso del hijo aun estando ambos – si fuera el caso – presentes en un afamado concierto musical. El ver disperso y curioso, atraído por lo chispeante del entorno, se transforma porque el corazón hace un recorrido desde el interior de la madre para posarse en sus pupilas, de manera que no solamente transmite paz, seguridad y cariño, sino que interpreta lo que comunica y siente, una y otra vez, el niño. Será por eso por lo que, ante el llanto estrepitoso, la madre lo mira por el rabillo del ojo, escucha y luego continua en sus afanes: no hay tormenta, ante los rostros desencajados de sus casuales visitantes. Por el contrario, ante la calma prolongada que es sosiego para el resto de la familia, la mirada de la madre registra: atención e intervención inmediatas.

Finalmente, aunque no lo último, el niño en brazos enraíza a la madre en el presente porque su amor renuncia, poniendo entre paréntesis su futuro, para hacerse con el tiempo del crío que no es otro que el de la sabia naturaleza. La madre, en cierto sentido, vuelve al principio de la creación: espera el natural florecimiento y despliegue del crecimiento de su hijo. Esperar – activamente – a que vaya respondiendo a las demandas de su cuerpo y de su entorno, es señal patente de la madurez materna.


Madurez y amor responsable pintan a una mujer cuando se convierte en madre. Volcar ese tipo de amor se eleva a la categoría de heroico porque el beneficiario no agradece, no pide, llora incluso a horas no apropiadas. El amor se hace “unidireccional”, la madre es el agente activo y principal. Entonces, ¿Las noches en vela son infructuosas? ¿Las interrupciones en una velada amical, son contratiempos? ¿Amamantar al niño es un acto mecánico y solitario? ¿La resistencia a dormir en el horario convenido, es “atacar” el descanso – merecido, por cierto – de la madre? Todo el peso sobre sus hombros. La maternidad es un misterio. El Creador quiso que el ser humano se formalice como persona precisamente en el trato, en el contacto y cuidado de una mujer. La persona, precisamente por su exquisita dignidad, reclama de un desarrollo y crecimiento integral, es decir, la atención a todas sus dimensiones, dudo mucho que el padre – sin guía – pudiera hacer con solvencia ese encargo. La madre es la elegida como directora desde siempre.

Levanto los ojos de la máquina e imagino como cada niño corre tropezándose al encuentro de su madre y ambos se confunden en un abrazo tierno e intenso. Ahora entiendo que el amor se premia logrando aprisionarlo en el tiempo. Lo que el tiempo retiene siempre es lo que perdura.

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