Lecturas y lectores

Una entrañable correspondencia literaria que celebra la pasión por los libros y la amistad a través de los años

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Llegué a Helene Hanff y su 84, Charing Cross Road (Anagrama, 2002) gracias al comentario un amigo, asiduo lector de buena literatura. El libro lo componen las cartas, más bien breves, que la autora envía a unos libreros ingleses especializados en conseguir libros de segunda mano a precios módicos, ubicados en la dirección que da título al libro. La correspondencia va de 1949 a 1969. Su pen pal (amigo por correspondencia) es Frank Doel, uno de los libreros que trabajaba en esa librería, encargado de contestar los pedidos de Helen. Nace entre ellos una bonita amistad. La edición de las cartas, a la muerte de su pen pal, le trae a esta escritora norteamericana el éxito que hasta entonces no encontraba. El tono de las cartas de Helen es desenfadado, divertido, juguetón. Sus pedidos incluyen a ilustres clásicos: Platón, John Donne, Vulgata latina, Catulo, Chaucer, John Henry Newman, Jane Austin, Walton, Pepys… Una correspondencia sencilla, cuyas cartas me han despertado gratas sorpresas y más de una sonrisa.

Helene sabe lo que desea leer. Así lo indica Thomas Simonnet en el post scriptum del libro: “a partir de 1949, y a pesar de sus infortunios como dramaturga, decide suplir los años de estudio que jamás ha podido cursar y adquirir, sin profesores, una auténtica cultura clásica” (p. 124). Los libros que solicita son una muestra de esta orientación en sus lecturas. El latín, el griego o el inglés antiguo no la amilanan. Asimismo, pide ediciones de libros en sus versiones completas, nada de antologías insulsas. Cuando recibe una mala edición, le escribe a Frank: “¿y a esto lo llama usted un diario de Pepys? Pues no es un diario de Pepys (1633-1703, célebre diarista), sino una miserable colección de FRAGMENTOS del diario de Pepys, obra de un entrometido editor (…) Me las arreglaré con esta cosa hasta que me encuentren un auténtico Pepys. DESPUÉS destrozaré este engendro de libro” (p. 50). Carácter fuerte el de Helen, lo suficiente para despeinar a su pen pal, más bien de carácter sereno y medido.

A los amantes de los libros les resultará familiar las exclamaciones de alegría ante la edición de ciertos libros. Así, Helen le responde a Frank: “dice que tiene una primera edición de la Universidad de Newman por seis pavos… ¡y me pregunta con aire de inocencia si lo quiero! Querido Frank, sí lo quiero. No seré capaz de ganarme bien la vida. Jamás me han importado gran cosa las primeras ediciones por sí mismas…, pero una ¡primera edición de ESE libro…! Oh cielos… puedo verlo ya” (p. 29). Más de uno tendrá sus preferidos. Similar alegría he tenido con algunas primeras ediciones de libros de T. S. Eliot, Christopher Dawson y Víctor Andrés Belaunde.


¿Prestar o no prestar libros? Un dilema inacabable. Y justo salta a la vista cuando buscas el libro que no está cuando lo necesitas. En una carta escribe Helene: “¿Tienes el Viaje a América de Tocqueville? Alguien tomó prestado el mío, y no me lo ha devuelto. ¿Por qué será que personas a las que jamás se les pasaría por la imaginación robar nada encuentran perfectamente lícito robar libros?” (p. 82). No soy tan severo en mis juicios sobre esta materia. En una más de una oportunidad hemos conversado entre amigos de ese extraño hábito de “recogimiento” que existe en algunos de llevarse libros y no devolvernos. De alguna manera, los bibliófilos contamos con esa merma de existencias y llevamos la fiesta en paz.

Leer libros, tenerlos, pero no cualquier edición… Le escribe Frank a Helene: “por fin hemos podido encontrar una excelente edición de Tristram Shandy (novela de Laurence Sterne), con las ilustraciones de Robb, a un precio aproximado de 2,75 dólares. Hemos adquirido también un ejemplar de los Cuatro diálogos socráticos de Platón, en la traducción de Benjamin Jowett, Oxford, 1903 (p. 87)”. La buena literatura no tiene que ser cara, pero se agradecen las buenas ediciones. Conocemos las editoriales serias y el cuidado que ponen en la edición de sus libros. También es laudable el esfuerzo de muchos de poner al alcance de todos los bolsillos los grandes libros: sencillez de la edición y cuidado de la misma no se oponen.

Helene gusta de los buenos relatos. Tiene sus preferencias. Me uno en parte a alguna de ellas. No le llama la atención los relatos que son sólo inventados, lo suyo no es la ficción. Escribe: “´El lector no creerá que tales cosas sucedieron´, dirá Walton en un pasaje u otro, ´pero yo estuve allí y lo vi´. Eso sí es para mí. Soy una apasionada de los libros escritos por testigos oculares” (p. 109). Los buenos libros y los maestros en el arte de escribir despiertan en el lector su imaginación, lo transportan a otros tiempos y lugares, le muestran diversas fibras de la condición humana en sus dramas, alegrías y en toda la gama de situaciones por las que transita la aventura humana.

Un libro sugestivo el de las cartas de Helene Hanff. Abre ventanas y despierta inquietudes para seguir leyendo para comprender un poco más los diversos pliegues de las biografías entrecruzadas de los seres humanos.