¿Qué es el ser humano? ¿Cuál es su esencia? Podemos, incluso, precisar más: ¿quién soy?, ¿quién eres? Preguntas inmemorables, tanto en su versión universal como en la personal. Preguntas que siguen rondándonos y, en determinados tramos del camino, vuelven a aparecer: ¿quién soy hoy, ahora?, ¿hacia dónde voy?, ¿qué quiero hacer?, ¿qué quiero llegar a ser? Indagación teórica que puede llegar a ser existencialmente dramática.
Rémi Brague ofrece una reflexión amable sobre la esencia de lo humano en su libro Tras el humanismo. La imagen cristiana del hombre (Rialp, 2024). Esta antropología remite a Cristo para hacerse cargo de la dimensión espiritual y corporal del ser humano. “Debemos tomar al pie de la letra las palabras de Poncio Pilatos -propone Brague- cuando expuso a Jesús flagelado a la burla de la muchedumbre: Idou ho anthrōpos; «He aquí al hombre» (Juan 19, 5), que en su versión latina se ha convertido en una expresión común: Ecce homo”. Esta visión invita a recorrer otros prados, más allá de los cercos trazados por otras antropologías -humanas, demasiado humanas- desconocedoras del quid divinum que anida en la persona.
Brague hace notar que “en el cristianismo, la realización más elevada del ser humano y la presencia más perfecta de Dios se ven en Cristo, y más aún en Cristo crucificado. Es en el cuerpo de Cristo en la cruz, moribundo o incluso ya muerto, donde la presencia de Dios en el ser humano alcanza su plenitud, no por el sufrimiento, sino por el amor con que ese sufrimiento fue aceptado y soportado en obediencia al Padre. Esto significa que toda vida humana tiene una dignidad intrínseca, pueda o no expresarse su humanidad, pueda o no desarrollarse más, o ya no pueda desarrollarse en absoluto”. El sufrimiento, los límites, la enfermedad, la ancianidad, no le restan al ser humano su dignidad. Más todavía, esa vulnerabilidad, ya no es sólo una cruz que cada cual lleva, sino que se torna en un llamado a otros seres humanos para que presten atención y cuidado al prójimo en situación de desvalimiento. Portadores de derechos, desde luego y, también, cireneos, samaritanos, guardianes del hermano. Se configura, así, una antropología del cuidado, la abnegación y la acogida en contraposición a la cultura del descarte.
El cristianismo generaliza la moral común al considerar a todo ser humano, sin excepción, digno de respeto y caridad. Por eso, afirma Brague, “el cristianismo no introduce nuevas leyes, ni deroga las antiguas. Se contenta con la moral ordinaria, que es la que C. S. Lewis llama el «Tao», una palabra elegida deliberadamente fuera del ámbito cristiano, aunque en Hechos de los Apóstoles 9, 2 también se habla del «camino», y Jesús en el Evangelio de Juan toma para sí el nombre banal de aquello sobre lo que caminamos. Está enunciado en los Diez Mandamientos, pero de hecho está presente en todas las civilizaciones, porque es el fundamento de toda sociedad humana”. El cristianismo, por tanto, busca los mejores bienes para el florecimiento corporal y espiritual del ser humano.
La novedad evangélica transfigura la cultura con la sabia del amor, un proceso de siglos en el que coexisten trigo y cizaña, en continuo intento de ahogar el mal en abundancia de bien. Proceso largo, pero esperanzador. San Juan Pablo II resaltó, claramente, esta contraposición en su Tríptico Romano: “¿Por qué precisamente se dijo ese día:/ Y vio Dios todo lo que había hecho; y he aquí que era muy bueno? / ¿No lo niegan los hechos? / ¡Por ejemplo, el siglo veinte! ¡Y no sólo el veinte! / No obstante, ningún siglo puede ocultar la verdad/ de la imagen y semejanza”. A pesar de los pesares, buscar esa imagen y semejanza divina nos torna cabalmente humanos.