De continuo tarareo la milonga Los ejes de mi carreta, musicalizada por el compositor argentino Atahualpa Yupanqui: “Porque no engraso los ejes/ Me llaman abandona’o/ Si a mí me gusta que suenen/ ¿Pa qué los quiero engrasaos?”. Chesterton diría, en defensa de este bucólico estilo de vida, que “la humanidad tiene derecho de renegar de la máquina y vivir de la tierra si en realidad le agrada más, como en realidad cualquiera tiene derecho a vender su bicicleta vieja y marchar a pie si le agrada más. Es evidente que la marcha será más lenta, pero no es su deber ser más rápido”. Y, ciertamente, no tenemos obligación de engrasar los ejes de la carreta, ni de ser más ricos, poderosos, eficaces, eficientes y un largo etcétera. ¿Tener más? ¿Trabajar mañana, tarde y noche para estar en los top ten? ¿Competir por qué sólo los más aptos sobreviven? ¿Hacer más cosas en menos tiempo? Estas y otras preguntas semejantes nos llevan a cuestionar la optimización mecanicista de la vida. La vida, afortunadamente, escapa a estos intentos de reducirla a una hoja de cálculo.
En la línea de Los ejes de mi carreta me encontré con un pequeño libro de Romano Guardini La paciencia de Dios (CTEA, 2022), adecuado para mirar la vida desde la serenidad de un jardín, con la paciencia del jardinero quien siembra la semilla y espera, diligente y pacientemente, su crecimiento y floración; pues “la vida -dice Guardini- necesita tiempo y, esto, de un modo muy peculiar… El tiempo en el que crece un cristal de roca es incomparablemente más largo que el tiempo en el que un animal se desarrolla; y, junto al tiempo en el que tarda en surgir una estrella, todo el tiempo de lo vital es insignificante. Sin embargo, lo vivo necesita más tiempo que lo inerte… Lo vivo debe poder perder tiempo. No debe ser oprimido por la medida del tiempo. Debe jugar, comportarse inútilmente, poder dar rodeos. El dar rodeos y el detenerse son en su desarrollo igual de importantes que el aproximarse y el avanzar; y el hacer lo superfluo igual de importante que la ordenación hacia el fin”.
“Perder el tiempo” debe sonar a despilfarro a quien tiene el hábito de sacarle el jugo a los segundos libres que le quedan para seguir haciendo más cosas. Sin embargo, para quien se resiste a caer atrapado en el vértigo de la eficacia, la vida buena requiere correr menos para poder dedicarle “todo el tiempo del mundo” a nuestro prójimo, prestándole atención, mirándole a los ojos, escuchando sus cuitas. Difícilmente -lo sabemos- se puede ser acogedor con un reloj de arena delante midiendo, escrupulosamente, los minutos del encuentro. Pasar de la función desempeñada de quien tengo delante al conocimiento de la persona que está detrás del vendedor, alumno, profesor, contador, dependiente del mostrador; requiere de una actitud pausada que facilite la acogida. De esta manera, aunque sean pocos los minutos de la reunión, cuando se supera la prisa, las palabras adquieren consistencia y abren el camino a las sorpresas, risas, asombros; ingredientes necesarios para hacer de cada cita un encuentro distendido en donde información y calidez se hermanen.
Por experiencia sabemos, asimismo, que la distancia más corta entre dos personas no es línea recta. En la geometría de los espacios es así, en el tiempo de los seres humanos no funciona ese axioma geométrico. El encuentro personal toma su tiempo, sabe de entretenimientos y rodeos; tiene sorpresas no programadas. Para la vida buena, como lo señala Guardini, lo “superfluo” no sobra, es más bien tiempo que corona la hondura de la relación personal. Y lo que es válido para estas relaciones amicales, familiares, también es válido -en gran medida- para la vida empresarial. Una empresa que se dedicara solo a “medir el rendimiento” de sus colaboradores marchitaría malamente la atractividad de la organización. Resultados, indicadores son necesarios, desde luego. Pero este afán de resultados, no debe olvidar que los seres humanos no son solo medios para conseguir beneficios, son -sobre todo- fines en sí mismos que ríen, lloran, juegan, aspiran, sueñan…
Para hacerse cargo de los quiebres existenciales, de las demoras de la vida, hace falta paciencia, la cual encuentra su sentido en la paciencia de Dios. “Él ve cómo la vida juega y se deshace -sentencia Guardini-, cómo pasa el tiempo, da rodeos y desperdicia materiales, fuerzas y formas. Él ve la extraña contradicción que supone la vida frente a todo lo que significa utilidad y orden razonable y que, no obstante, es precisamente ahí donde reside su inmenso valor. Dios ve las prodigiosas casualidades, las bellas insensateces de la vida y les deja espacio. Dios es paciente, ¡y debe ser feliz en su paciencia! Si esa paciencia no gobernara por todas partes–en la tierra, en el aire, en la luz, en los materiales y en las fuerzas– ninguna planta florecería, ningún animal pondría en marcha su naturaleza y ningún hombre tendría un instante de felicidad”. Con la virtud de la paciencia se está en condiciones de saber esperar a fin de no arrancar los frutos antes de tiempo. Cuando falta la paciencia, el fuerte atropella, el ansioso se desasosiega.
No todo es “ya” o “ahoritita”. “Hay actividades que tienen un tiempo de maduración largo -continúa afirmando Guardini-. La paciencia soporta lo imperfecto, no pierde la calma ante lo que falla, se preocupa de lo que ha perdido el rumbo y lo rodea con aquel cuidado misterioso, que es no sólo misericordia, sino que es también un sentimiento de solidaridad frente al destino de las cosas. Con todo ello el hombre se limita a continuar algo que ya Dios ha puesto en las raíces de la existencia. Aquel que ha creado este mundo ha hecho de la paciencia la condición de la existencia humana”. La idea de la pura utilidad neta, la producción sin merma, las cobranzas sin morosidad, quizá funcione en los modelos de perfección sincronizada; no así en el mundo de la vida real nutrido bellamente por demoras funcionales, fragilidades estructurales, derroches con sabor a magnanimidad. Para quien desconoce la paciencia, estas manifestaciones del mundo de la vida son vistas como anomalías que han de eliminarse, justo todo lo contrario, a una cultura de la vida que asuma el reto del cuidado paciente de las personas vulnerables.
Pensar en la paciencia que Dios tiene con sus criaturas es un punto firme para cultivar la paciencia ante los vaivenes de la condición humana y gozar de los sonidos desafinados de la vida.